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domingo, 28 de octubre de 2012

LA HUMANIDAD DE JESÚS


la humanidad de Jesús


Fe, duda y agnosticismo


 
El misterio de la redención no hubiera sido posible si el milagro de la encarnación del Creador todopoderoso no se hubiera producido. Jesús es el hijo de Dios y Dios hecho carne.

Podemos razonar este hecho y creer en ello o recusarlo o, simplemente, no admitirlo, pero no molestarnos porque otros sí lo creen. Jesús fue el tercero que consolidó la familia de José de Arimatea y de María, madre. Esto es una cuestión de fe, pero no ciega; sí, razonada y argumentada, no empíricamente demostrable; sí, históricamente verificable. La existencia de un predicador, llamándose Hijo de Dios, su condena y su muerte son datos históricos que expresan la veracidad de tales acontecimientos.

Es comprensible que en el real creyente surja un mar de dudas sobre la realidad de estos hechos, lo cual es natural y laudable. La duda crítica, una duda de buena fe, buscando la verdad, nos lleva a profundizar el conocimiento del evangelio y las conexiones históricas con los sucesos de la época. Es posible que en el camino nos agotemos y nos desanimemos, pero si duda, razón y fe se combinan es seguro que saldremos fortalecidos  y vislumbraremos el camino entre lo contingente y lo absoluto; es decir entre lo que puede ser y lo que es, en sí.

Puede suceder que los datos históricos y la confirmación de los evangelios como tales se admitan y se respeten de buena gana, pero que se asuma la opción de excluir el carácter divino o trascendente de los hechos. En otros términos, considerar a Jesús como un hombre bueno y consecuente, pero un hombre y nada más que eso. Lo demás queda en el entendimiento de lo absoluto, a lo cual no accede la razón humana. Eso es agnosticismo

 

Dios no sufre

Resultaría una contradicción achacarle a Dios las imperfecciones de sufrir, amar, odiar, ira, venganza, etc. Si expresiones como éstas se encuentran en el Libro Sagrado, esto es una mera forma de decirlo. Aceptamos como un acto de fe que Dios es la inteligencia suprema, causa primera de todas las cosas. Él está fuera de las flaquezas humanas y de algún modo ha dispuesto que la creación se gobierne por sus propias leyes que sostienen el orden del universo. La expresión de Dios es amor, es la afirmación de lo absoluto de la divinidad. El término “amor”, en este caso, dice de la identificación de Dios con su creación.

Ahora bien, si Jesús era Dios ¿cómo admitir que sufría? He aquí la cuestión. Con la encarnación, el mismo Dios quedó cautivo en la humanidad de la carne y de los sentimientos. Como hombre tenía la capacidad de amar, en el sentido humano, de odiar o repudiar, de cargarse de ira y hasta de asumir acciones de venganza;  es decir de pecar como cualquiera miembro de su colectividad.

Por otro lado, la excusa que anteponemos para encauzar nuestras conductas a ciertos patrones de justicia y de amor a la humanidad, siguiendo al mismo Jesús, es la de sacar a relucir el dicho: ¡qué gracia, Jesús era Dios!  Él lo podía y lo puede todo, pero nosotros, en cambio, tenemos que vivir y sobrevivir en medio de una selva y de contradicciones entre lo bueno y lo malo, lo justo e injusto, la sensibilidad y la indiferencia, etc. Si a ello agregamos los patrones genéticos generacionales, las excusas toman el carácter de hechos fatales a los que debemos resignarnos.

Jesús, Hombre-Dios


Lejos de ser un cultor de la teología, sólo me permito, a propósito de la Semana Santa, hito de la redención y del pacto sublime entre el hombre y el Creador, hacer una reflexión sobre la humanidad de Jesús el Nazareno. Es cierto que a lo largo de la narraciones evangélicas se revelan ciertos momentos de Jesús de la más pura humanidad, como la ira con la que arroja a los mercaderes del Templo o el discurso de condena contra los fariseos, en el que su lenguaje es enérgico y sus calificaciones duras, como éstas: “fariseos farsantes, hipócritas, engendro de víboras, sepulcros blanqueados” y otras expresiones que para la época, seguramente, serían procacidades a evitar (Mateo xxiii, 1 al 39). Es el hombre indignado por las farsas de quienes administran el templo. Es el hombre que aboga por los débiles y recusa el hedonismo y la inconsecuencia de los poderosos.

Desde mi punto de vista, el momento en el que la humanidad de Jesús se evidencia con más fuerza es el que pasara en el huerto de Getsemaní, lugar de su aprehensión. Llegó allí a orar e imploró a su padre, presa del miedo por la forma en la que debía morir: “Padre mío si es posible, pase de mí este cáliz; mas no como yo quiero, sino como  quieres tú”. Luego reiteró: “Padre mío, si no es posible que pase este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mateo xxvi, 39 y 42), expresiones que volvió a repetir mientras los discípulos dormían y el sudaba sangre, fenómeno fisiológico explicable en su humanidad.

He ahí a Jesús, un hombre recio, seguro de su personalidad cautivante. El hombre que venció las tentaciones de Satanás en el desierto, el que lloró la muerte de Lázaro (San Juan xi, 35), el que en señal de humildad lavó los pies de sus discípulos. No era el Dios quien sufría, era el hombre, con toda su humanidad que se afirma con el  grito de su expiración: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Efectivamente, Dios no se queja, es el hombre que, agotado por el sufrimiento, plantea un reclamo al Creador, como un fenómeno existencial. El hombre expira y se cumplen las profecías. A partir de su muerte, empieza la expresión divina en su totalidad.

 

Epílogo


¿Qué hizo Jesús, el hombre,  que un individuo común no pueda hacer? Jesús aceptó el sacrificio, no sin reclamo, porque tenía plena conciencia de su deber. Jesús asumió el martirologio, porque no de otra forma se podía redimir al hombre y trazar un puente con lo trascendente, es decir con Dios. 
Consecuencias: angustia, tristeza y humildad humanas se aprecian en Jesús desde su entrada triunfal a Jerusalén sobre un burro hasta su crucifixión. Jesús demostró lealtad y señaló el derrotero de la perfección, sobre pistas de solidaridad y justicia. Todo esto se explica en el contexto de su misión, con la cual tenía que ser consecuente. Esto no fue resignación, fue la punta  de lanza de una revolución en busca de la justicia y de la solidaridad humana, que modernamente se llama inclusión social.

Qué situación puede ser más clara que la expresión de las Bienaventuranzas. Por cierto que incluye y excluye, como generalmente puede resultar al aplicar calidades humanas, pero ello nada tiene que ver con la voluntad de mantenerse unidos.

 

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