Bienvenido a "Mi Celda"



El presente Blog incluye escritos jurídicos, educacionales y comunicológicos de mi producción intelectual, como tmb escritos de otros autores.






martes, 23 de abril de 2013

ENTRE LA PAZ Y LA GUERRA


ENTRE LA PAZ Y LA GUERRA
 
Si preguntáramos a las madres de familia por cuál de estas opciones  decidirían, con toda seguridad que, sin vacilar, apostarían por la paz. Esto, independientemente de que si tuvieran que afrontar una situación bélica tomarían valor para sacrificar su valioso tesoro en defensa de los principios que conlleva el significado patria.  El asunto se hace más complicado cuando el conflicto bélico podría o se produce al interno del amado país. Esos deben ser los dilemas que se afrontan en los casos de una Venezuela agitada por la lucha del poder y, peor, ante la amenaza que se cierne de destruir el planeta tierra hecha por un agitado líder de Corea del Norte. Asunto, este último, que requiere de un enfoque especial.

Dios guarde a Venezuela

Este país tiene ya un presidente elegido y electo en un discutible proceso electoral, realizado sin observadores internacionales, en desiguales condiciones de medios y recursos con el pretexto de la defensa del principio de soberanía y de la institucionalidad. Digo, pretextos, porque en el concierto internacional  el principio de soberanía no es ya un obstáculo para las interrelaciones de Estados y de Gobierno, de lo contrario no se explican los organismos supranacionales y la subordinación a éstos, como también la aspiración a la unión de diversos Estados con una legislación y una economía comunes.  Tampoco resulta coherente la negativa al conteo de votos y a la solución de las irregularidades denunciadas, de modo que las decisiones adoptadas por los organismos competentes, así fueron y así culminó la elección.  

Esto, como muestra del desequilibrio del proceso. Desgraciadamente, la participación en el proceso se hizo conociendo esas situaciones que ponían en ventaja a una de las partes y los resultados eran previsibles, el resto era esperanzas en la desconfianza.

¿Y ahora, qué?

¿La rebelión de las masas? ¿Con que medios? ¿La sola valentía de poner el pecho? Los poderes formales del Estado están controlados  por los ganadores  y el poder concreto y efectivo está subordinado a ellos. De modo que un levantamiento de las masas requeriría el apoyo de ese poder real, caso contrario se producirán muertes de ambos lados, para llegar a lo mismo, es decir, sacrificio de vidas en vano y los ganadores, muertos de risa y con ventaja para acusar de esas desgracias a la oposición. Desafortunadamente, las arbitrariedades y la prepotencia son producto de esas mayorías, donde quiera se den y es muy fácil el armar muñecos para derivar “responsabilidades” e imponer el terror al común de las gentes.   

El asunto se complica con la decisión de UNASUR y de cada uno de los Estados articulados en éste; pues producido el reconocimiento de los Estados miembros, la legalidad del gobierno queda consagrada y amerita el respeto interno y externo. Resulta así ocioso el condenar la asistencia del presidente de la República al acto de juramentación y peor la amenaza de censura del Ministro de relaciones exteriores.

Sólo queda una oposición inteligente y valiente que mantenga alerta a la ciudadanía de los despropósitos que ya se vislumbran. 

Dejamos aparte los pretextos ideológicos y eso de convocar al socialismo, al humanismo cristiano, socialismo bolivariano, liberalismo o neoliberalismo, ya tendremos oportunidad de discutirlo.
    

sábado, 13 de abril de 2013

INTROSPECCIÓN: ¿Sabemos lo que somos?


No se trata de un artículo de Psicología; sí, de una reflexión sobre nuestra identidad humana.


INTROSPECCIÓN

 Somos más que esa cara
Que lleva un nombre,
Como la piedra en el camino
Sobre la cual escribimos garabatos
Y sólo parecemos
Lo que parecemos

Somos más de lo que
Los otros ven con sus ñorbos ojos
O el espejo muestra en sus
Opacos vidrios
Que ilusionan
Al bien peinado adolescente
O a la ingenua hembra
Con su máscara de afeites.


 Somos el ayer
SCon todos sus recuerdos,
Los que afloran,
Los que guardamos
Bajo  siete llaves
Contra esa desgraciada
Moderna de mil ojos,
Mil espejos
Y malvados
Efluvios, colgados
En sideral espacio
Para diversión de muchos
Y la piedad de pocos.

Somos el mañana,
El que será como queramos
U otros quieran
Con maldad o con justicia,
Con espacios que abriremos
Con armas desiguales
Que ya yacen en los ojos,
Bailando con muecas de payaso
O de furioso guerrero
Venciendo los destinos
Que serán nuestro refugio.

Somos ayer, hoy y mañana,
No, lo que otros ven
Con sus ñorbos ojos;
No, lo que creemos y nos dicen,
No, lo que vemos en opaco espejo,
No, los reflejos de los ojos vivos 
De orgulloso o  dolido padre;
Sí, lo que ven los ojos tiernos
De amorosa madre

Somos, al fin,
Ilusión, realidad, luchas,
Conciencia y esperanzas
En diversidad de anatomías,
Visiones,  enajenación,
Desesperación  y  muerte,

ESO SOMOS  

jueves, 11 de abril de 2013

EL CERRO DE LA VIEJA. Cuento Regional



CUENTO REGIONAL PARA ADULTOS.

PIURA Y LAMBAYEQUE SON DOS DEPARTAMENTOS DEL NORTE DEL PERÚ. LA AGRICULTURA,  LA MINERÍA Y UNA GRAN ACTIVIDAD COMERCIAL SOLVENTAN SU SUBSISTENCIA.  LAS IIRIGACIONES HAN MEJORADO SU CALIDAD DE VIDA, PERO AÚN FALTA MUCHO.

 

EL CERRO DE LA VIEJA


Hace muchos años, el viaje de Piura a Chiclayo era una emocionante aventura. Corría la carretera panamericana uniendo o vadeando multitud de poblados. Algunos, en el tramo que correspondía al Departamento de Piura y muchos, al Departamento de Lambayeque. El asfalto terminaba en el caserío de Ñaupe, siguiendo el llamado encalaminado o afirmado, es decir pista sin asfaltar, hasta Mocse en Lambayeque  En cada tramo, se sentía la caricia de los vientos y el aroma de los algarrobos o del palo santo. En las temporadas de lluvia, se percibía el entusiasmo y el optimismo de la gente, aves, cuadrúpedos, iguanas y lagartijas y hasta de los pastos, que se extendían por el campo como espesos mantos verdes. Esos mismos tramos presentaban al viajero un cuadro de espanto en las épocas de sequía. En este período, el ambiente era sofocante, los campos mustios,  cuadrúpedos esqueléticos, aves en fuga y gente desesperada. Los hálitos tristes, ocasionados por la sequía, eran superados por el carácter alegre y optimista de los viajeros que solían transitar por esos caminos, poniendo notas de humor y de optimismo, aunque fugando hacia el sur en busca de trabajos temporarios en otros campos que no eran los suyos, lejos de la familia, llevando la esperanza de retornar, pasadas las malas épocas, con algo de dinero para iniciar nuevamente la siembra en sus propios terrenos y gozar la paz de la familia.

No siempre las situaciones fueron de solidaridad. No faltaron como tampoco hoy, quienes todo lo quieren para sí y, pese a la amplitud del espacio, reclaman el máximo de éste sólo para ellos, sacrificando la comodidad de los demás.

En este escenario, viajando arriba de los camiones de carga, aprendí mucho de la gente humilde, de los campesinos y de los comerciantes ambulantes, pero ambulantes de verdad, que hacen patria todos los días, luchando por subsistir, viajando de un lugar a otro, ofreciendo sus mercancías de casa en casa, dejando telas y fantasías para cobrarlas semana a semana o mes a mes. Aprendí cuentos y leyendas que se transmiten de boca en boca, las que he venido guardando por mucho tiempo, como ésta leyenda, la que, ahora, quiero compartir con Uds.

Se aprende mucho en los viajes, sean de negocios o de placer, a grandes distancias o a pequeñas, por tierra o por mar, siempre habrá alguien que te enseñe alguna cosa, salvo que creas que todo lo sabes, como Lucifer, cuyo saber se explica por lo viejo que es y el tiempo que ha invertido explorando el alma de los seres humanos.


El kilometro cincuenta


El primer tramo de la carretera corría desde Castilla, distrito de Piura, hasta un paradero que marcaba el desvío para entrar a Chulucanas. Era el kilómetro Cincuenta. Antes de llegar a esta estación estaba Cruz de Caña, lugar que en épocas muy lejanas fuera el sitio de atracos del famoso bandolero Froylán Lama, una especie de Robin Hood, un rebelde que buscaba ayudar a los pobres, “expropiando” a los ricos y, según cuenta la leyenda, muriese en una emboscada policial, traicionado por una de sus mujeres, mal aconsejada por el despecho y los celos. En uno de esos viajes, los viajeros todos sentimos curiosidad por saber qué hacía ese bandolero. Uno de los pasajeros, el más viejo, intervino y, como recordando, dijo: claro que es bueno saberlo,  eso corrió siempre de boca en boca; pero, no tengo ganas de contarlo ni de recordar cosas tristes, pues bastante tengo con dejar a mi familia; eso, si, afirmó sentenciando, cuídate de una mujer despechada porque, a la primera ocasión no vacilará en sacarte los ojos o cortarte el miembro viril, echándoselo a los perros para que no te lo vayan a pegar. El viejo se acurrucó y se durmió.

Los camioneros se detenían en el kilómetro cincuenta,  recomendando a su gente comer o beber algo para resistir hasta el tramo siguiente. En ese lugar existía, entonces, una rústica construcción en la que se había instalado el restaurante de la familia Zúñiga y junto a él algunas mesitas que ofrecían el delicioso café de Canchaque, pavo al horno y chifles. También se expendía comida y chicha. Los conductores comían en el restaurante, como también algunos de los viajeros. El conductor comía gratis, sólo por el hecho de hacer estación para dejar a los pasajeros que,  luego, emprenderían viaje a Chulucanas. Además, el mero hecho de detener el carro era ya promoción turística para el restaurante. Allí reposaban los viajeros al norte o al sur y allí hacían el cambio de movilidad según les conviniera para transportar lo que llevaban para comercio o presente para algún compadre o benefactor.

Yo solía viajar en camión, como mero pasajero o dueño de parte de la carga, es decir, como custodio de la mercadería del negocio de mi padre. Entonces, era un adolescente y cursaba el nivel de estudios secundarios. Durante el viaje se departía y compartía con admirable solidaridad, haciendo un colectivo solidario con todos los pasajeros que subían y bajaban a lo largo del camino; aunque más de una vez fui testigo de peleas que se producían discutiendo el sitio que se consideraba más cómodo, a pesar del espacio existente.

Después del kilómetro cincuenta, se hacía una breve parada en el kilómetro sesenticinco, lugar del desvío para  Canchachaque-Huancabamba, por una ruta, y a Morropón, Santo Domingo y Chalaco, por otra.


Las ánimas de Ñaupe


En el kilómetro noventa, “El Viejo”, un cocinero chiclayano,  preparaba una de las más sabrosas “causas en lapa a la chiclayana” que se pudiera comer en el norte del país. Ofrecía, además, un exquisito conejo mechado que, según algunos, era gato, porque con frecuencia los camioneros solían traerle un par en cada viaje y nunca los veían por ninguna parte de la humilde choza. En mi opinión  sólo se trataba de una especulación,  porque los gatos eran muy solicitados en esos parajes para espantar ratas y ratones, abundantes por allí, pero solían perderse en el monte o resultaban presa de otros animales mayores.

Muy cerca de ese paradero estaba la cuesta de Ñaupe, un serpentín tallado en los costados de los cerros de piedra, haciendo un camino muy inclinado y estrecho. Era un tramo muy peligroso de la vieja ruta de la carretera Panamericana,  su entrada, en el extremo norte, estaba marcada por una de esas diminutas casetas que se coronan con una cruz, como señal de que algunos viajeros expiraron en ese mismo lugar, a consecuencia de accidentes de viaje. Ahora, luce allí una capillita; pues, a decir de los lugareños, esas “almas benditas” concedían milagrosas peticiones. No había conductor de ruta que no se detuviera en ese lugar para encender una vela y elevar una oración por el alma del compañero que se quedó por allí o, simplemente, por piedad cristiana. Se comentaba de aparecidos y hasta de castigos para aquéllos que no presentaran sus rezos y sus ofrendas. Fui testigo de uno de esos casos. En ese viaje, permanecimos más de la cuenta en el kilómetro cincuenta, a pesar de haber salido un poco más de las seis de la tarde de Piura. El conductor del camión alegó una avería del vehículo, aunque era notorio su interés por una de las mozas del restaurante de Zúñiga. Al llegar al sitio de las “ánimas benditas” el camionero se detuvo para colocar unas velas, lo que hicieron varios de los pasajeros. Algunos de los viajeros notamos, al reflejo de la luz de las velas que el conductor lloraba, mientras oraba muy concentrado. Eran las diez de la noche. El conductor, resuelto, nos dijo: “permaneceremos aquí hasta las seis de la mañana”. Yo creí que era una decisión prudente, pues con el ánimo del conductor y la posible avería del camión, era mucho mejor pasar esa cuesta con el sol que con la oscuridad de la noche. Buscamos un lugar para reposar un poco lejos de la pista. Uno de los pasajeros, vencida la media noche,  por alguna necesidad corporal, se adentro un poco hacia la maleza, cuando de pronto volvió despavorido, mudo, echando espuma por la boca y señalando unas luces que se desprendían entre los matorrales. Nos pareció distinguir siluetas que se acercaban y nos indicaban que saliéramos del lugar. El ambiente se puso muy pesado, el conductor  recuperó la lucidez que parecía haber perdido, se irguió de un salto y  gritó ¡“arriba, al camión”! Todos o casi todos abordamos el vehículo. No sé cómo sucedió, pero de pronto las tinieblas se disiparon y apareció la luna llena con inusitado brillo, como si las nubes que la cubrían se hubieran disuelto. El camión pasó la cuesta sin que diera señales de haber sufrido avería alguna. ¿Casualidad o milagro? No tengo opinión. Esos fueron los hechos. Con el tiempo me enteré que un grupo de abigeos habían tenido un encuentro de ajuste de cuentas entre ellos en ese mismo lugar y que algunos peregrinos habían sido víctimas de esas furias.   ¿A quién quisieron proteger las ánimas? Tal vez la oración  del camionero  llegó hasta esa dimensión que desconocemos o cuya existencia presumimos. Quizás las oraciones de mi madre, pidiendo al cielo proteja al hijo que con sus doce años tenía que hacer ya de agente viajero. No sé. Solo puedo contar lo sucedido.

Subiendo la cuesta de norte a sur, al término de la misma, se había instalado un grifo y un restaurante, bien equipados. Aquella vez, nos detuvimos allí para vencer el susto. Mis recuerdos son vagos de las diversas escenas de temor o desasosiego, pero la impresión de esos hechos quedó en mí como un elemento que fortalece mi fe, cuando vuelvo a ellos. Es que no fue sólo esa vez. Ese parador creció con el tiempo, los negocios y habitantes se fueron extendiendo, casi hasta tocar con el caserío de Ñaupe, zona límite  entre los Departamentos de Lambayeque y de Piura. A  pocos kilómetros, al sur de ese poblado, acababa la parte asfaltada y seguía la ruta en  afirmado, lista para ser asfaltada. 

Por esos caminos, también existía la leyenda de aparecidos que se trepaban a los camiones o se instalaban como  copilotos en los mismos. Se contaba por los viajeros, que solía salir a la pista una hermosa mujer, vestida de raso,  pidiendo a choferes solitarios ser llevada hasta el final de la cuesta, a la que nunca llegaba, de ida o de vuelta, pues desaparecía a medio camino, después que los choferes habían gastado lengua y saliva llenándola de piropos y de promesas para llevarla a vivir a Piura o a Chiclayo, según fuera la dirección en la que viajaban.

En otra oportunidad, algunos años después, viajaba de Chiclayo a Piura, el camión llegó con dificultad hasta el poblado de Ñaupe y allí, el conductor pasó la noche, arreglando los desperfectos de su vehículo. Finalmente, a eso de las ocho de la mañana, después de tomar desayuno, continuamos el viaje.  Yo protesté. Consideraba que el chofer debía dormir un rato, pero él replicó muy agriamente: “si quieres bájate y quédate aquí”. Tenía urgencia de llegar a Piura, de modo que asumí el riesgo. El camión bajó la cuesta - de sur a norte -  con la velocidad inusitada. Su carga era camote a granel, cubierto con unas mantas y algunos sacos llenos de maíz. Culminamos la cuesta, pero el camionero no se detuvo en lugar de las ánimas milagrosas, pese a la protesta de los pasajeros, justificándose el conductor con el dueño del camote, quién, a su decir, le exigía prisa para ganar el mercado. Ante su negativa, nos santiguamos y elevamos una oración por las almas benditas que por allí deambulaban. Yo tenía razones sobradas para rezarles. Para el colmo, el camionero, vencido por el cansancio y el sueño,  invadía el lado izquierdo de la pista y,  en una de esas curvas, se encontró con un camión que corría de norte a sur por su  correspondiente lado derecho y el chofer dormilón para esquivar el fatal encuentro trató de volver a su carril, pero el conductor del otro vehículo para evitar el choque giró hacia la izquierda y los dos camiones, con la velocidad que traían, chocaron frontalmente. Los pasajeros rodamos sobre el camote pendiente abajo, mientras el camión, a Dios gracias, se quedó volteado al filo de la carretera, como si alguien le hubiera puesto unas cuñas. De haber caído, nos hubiera aplastado, miserablemente. Reaccioné con rapidez, y aunque mi codo sangraba, busqué a mi hermano Juan, quién viajaba conmigo como mi ayudante en los menesteres comerciales. Juan había quedado sentado sobre una pila de camotes, algo asustado y, al verme, estiró sus brazos hacía mí. Los pasajeros, airados, increparon al chofer su herética actitud de no respetar la santidad de las ánimas de Ñaupe y, al dueño de la carga de camotes, su avaricia. Los más sufridos fueron los del camión agredido, el que venía vacío para recoger carbón al interior de Ñaupe. El dueño de la carga de camote, estaba al costado del camino, adolorido por los golpes y, según nos enteramos, posteriormente murió por lesiones internas,  que no fueron detectadas sino después de algunos días. Me cuesta admitir que las ánimas hubieran hecho caer su ira sobre nosotros inocentes y atribuí el problema a la imprudencia del impaciente comerciante y a la irresponsabilidad del chofer del camión en el que viajábamos; pero, siempre me queda la duda,  aun razones hubieran para el accidente, pero la forma en la que acaeció y la posición del camión, con los sacos de maíz, alineados de forma tan inteligente que impidieron nos aplastara, es algo que debo agradecer a la misteriosa fuerza desconocida.

                                Don Concepción

El camión estaba lleno de jóvenes campesinos. Muchos de ellos se habían incorporado en el camino. Algunos llevaban a su mujer e hijo, eran recién casados o juntados, lo que para el efecto era lo mismo. A la salida de Castilla subió un campesino de estatura mediana, de unos sesenta y cinco años. Se  sentó sobre las cajas de mi mercadería y me dijo temeroso, “¿No molesto aquí?, sólo quiero llegar a Chiclayo”.

- “Siga no más – le respondí amablemente – hay espacio para todos”.
Yo llevaba jabón de pepita a Chiclayo, del que se fabricaba en la jabonería del chino Chang y se embalaba en cajas de cartón de forma cuadrada que, colocadas a lo largo unas sobre otras, hacían un sofá o una confortable cama en una de las cuales yo había tomado sitio para viajar echado si así lo quería.

- “Para servir a ustedes, Concepción Salvador me llaman, por mi padre soy Sernaqué y Chunga soy por mi madre, apellido que sólo lo mientan los que mal me quieren, pa’ joderme nada más” -, acotó amenamente Don Concepción, como tarjeta de presentación. 
Algunos de los campesinos asintieron con sus risas, como  si ya lo conocieran.

No era necesario esfuerzo alguno para percibir en él a un sechurano gracioso y dicharachero. Tenía el rostro curtido por el sol y las “patas de gallo” se extendían como un abanico en cada uno de los extremos de sus achinados ojos. El pelo lacio y los brazos lampiños eran el evidente testimonio de su ascendencia tallán.

- “¿Gua, muchacho, apenas si estas saliendo del cascarón y ya eres negociante?”, preguntó algo intrigado.

-  “Son entregas para los clientes de mi padre – respondí a su curiosidad - los pagos ya están acordados entre ellos y se hacen por intermedio de los bancos”.

“Yo creía que los niños de los blancos sólo estudiaban  - observó un poco extrañado”.

-  “¿Blanco yo? ¿Por dónde? Soy tan pobre como cualquier campesino en sequía, pero los pobres tenemos también derecho a estudiar,  le aclaré con cortesía”.

Para los campesinos piuranos, la expresión “blanco” significa los que tienen dinero, los patrones. Es un resabio de los tiempos coloniales.

Concepción inició sus quejas.- “Yo también zafo pa’ el sur, pues la sequía nos ha jodido a tuitos, mis parcelas están secas y si no puedo trabajar lo mío, pos a trabajar lo de otros. Mis tres críos, maltoncitos ya, se quedan pa sembrar lo que se pueda y pa’ cuidar a los animalitos mientras tanto...” Concepción calló de súbito, no pudo ocultar su tristeza. Se sintió en familia y necesitaba desahogarse un poco. “Ahora, ando “guacho”, María, mi mujer, murió hace ya dos años y tres de mis hijos se los llevó el río, uno por uno”. Me quedan todavía cinco y son buenos muchachos. Pronto tendré un nieto y aunque sea nieta, también recibiré bien a la “chancletita”, después de todo es cosa de Dios y no de los hombres. El marido de mi hija zafó pa’ el norte a trabajar de langostinero y en estos días también se irá mi hija, pos no es güeno que el marido esté solo, porque el diablo es el diablo y con lo salerosas que son las zambas de por allá, seguro que le dan vuelta a la sechurana. Así que negras están las cosas.

- “Bueno, don Concepción, no todo está perdido – dije para consolarlo – le quedan fuerzas suficientes para formar otra familia”.

- ¿A estas alturas?, mi finadita no me lo perdonaría y ya bastante castigo tengo, como pa’ arriesgarme a otro maltrato. No, eso no. Las difuntitas celosas te quitan el sueño, muchacho; y, aunque me siento con fuerzas, las mujeres nuestras son muy reclamonas y no quiero ser un cachudo; pues, a estas alturas y a mis años, a lo mejor otros disparan por mí.

Cambiando la conversación, le pregunté, ¿es este su primer viaje al sur?
- No, que recuerde son ya doce o algo más, pues siempre que la sequía nos corre nos enganchamos pa’ trabajar en las haciendas de Chiclayo o de Trujillo y hasta más allá, según estean los tiempos. Aspiró sostenidamente y continúo si no hay pa’ las zarandajas, nada se saca con ponerse a llorar, hay que tirar pa’  delante, de lágrimas no vive nadie – afirmó con convicción - el trabajo es siempre una esperanza pa’ vivir honrao, con la frente en alto, la cara limpia y mirando al cielo. No soy joven, pero tampoco son un viejo – concluyó con cierto timbre de orgullo.



De Olmos a Motupe

Ya desde Ñaupe, el camino era polvoriento, en sequía y, resbaloso en los tiempos de lluvia. El afirmado de la pista era pura greda, es decir, un barro medio arcilloso que parecía jabón en pasta. Extensos campos áridos, cerros y piedras que recordaban el  paso de algún río perdido en el desborde de las épocas de lluvias torrenciales. Para llegar a Olmos, se tenía que superar una cuesta, no tan empinada como la de Ñaupe, pero más extensa y sin asfalto. Pegadas a los cerros estaban plantadas muchas cruces, como recuerdo de los cientos que murieron por accidentes a  lo largo de ese cerrado serpentín. En épocas de lluvia, la curva era salvada envolviendo las llantas con cadenas, pero después de correr un tramo no muy grande, las cadenas se soltaban y había que  repetir la operación. No fueron tiempos fáciles. Por ratos daban ganas de bajarse y seguir a pie, pero el peligro era mayor. Menos mal que no existían aún los camiones tráiler. La gasolina era transportada en latas, metidas por pares en rectangulares cajones de madera. No se conocían los camiones cisternas.
Los vehículos ingresaban a la ciudad de Olmos y se detenían en la plaza de armas o parque principal, permitiendo a los pasajeros tomar algún refrigerio. Algunos nos solazábamos en la plaza o nos reclinábamos en las bancas que allí servían de descanso para los viajeros. Ese sistema permitía cierto movimiento comercial en Olmos, pueblo estación para los viajeros a Jaén, es decir para el interior, hacia la sierra y a la selva.

Dejando Olmos, la sequía parecía alejarse, el paisaje iba variando. Los pasajeros, arriba de los camiones, podíamos percibir el aroma de los mangales, del palo santo y las corrientes de aire fresco que eran las portadoras de esos aromas.

-El  palo santo es lo mejor pa’ espantar insectos y alimañas” – Acotó don Concepción, rompiendo la modorra que nos había ganado por lo agotador del viaje de Ñaupe a Olmos.

El trecho de Olmos a Motupe era largo, pero entretenido y soportable, por el gozo que suele dar la naturaleza y sus seres vivos, como también los inertes. Al fondo, hacia el este, podían distinguirse las siluetas de los cerros, los que parecían estar al alcance de las manos, pero en realidad nos separaba enorme distancia.

- Si los cerros hablaran, cuántas cosas contaran de nuestros antepasados, que nacieron y habitaron estos lugares, como también de los otros que trajeron el caballo, también antepasados nuestros, y que hasta aquí llegaron cruzando el mar y peligrosos caminos, como nos lo cuentan en el colegio - comentó uno de los jovenes emigrantes.




De ómnibus y camiones

En aquellos tiempos, el camión era el vehículo de mi preferencia. No es que no hubiera otro medio. También transitaban por esos sectores de la Panamericana Ómnibus de empresas debidamente organizadas, como Roggero, Noroeste, Línea Mora, Sud americano, entre las más conocidas, que recorrían la costa de norte a sur.

Los camiones completaban sus fletes con el transporte de pasajeros sobre la carga, cualquiera que ésta fuera. Adecuaban sus casetas con dos filas de modo que allí podían llevar hasta 6 pasajeros y en la parte de la carrocería solían llenar todo el espacio, desde el techo de la caseta hasta la cola.

Los pasajeros tenían que soportar las inclemencias del sol o del frío y, hasta la lluvia. Había choferes considerados que protegían su  carga con lonas, lo cual era favorable también para el pasajero, aunque fuera por  extensión.


Charlas y recuerdos

Los pasajeros, acomodados sobre la carga, daban la impresión de boys scouts alrededor de una fogata. Siempre hubo alguien que hacía de motivador y conductor del diálogo. Esta vez fue don Concepción, el mayor de los viajeros contertulios. Todos tenían algo que contar, un pariente finado, que se quedó por algún fatal accidente en esa carretera, perennizándose su memoria con uno de eso nichos o cruces a lo largo del camino o la vez que se quedaron botados por varios días en el desierto, comiendo lagartijas y sin agua. Los pasajeros contaban los pormenores de los accidentes que vivieron y  de la suerte de las familias de los amigos que perdieron, amén de sus virtudes y hasta defectos. Otros referían lo que habían dejado en casa y volaban con las ilusiones de lo que habrían tenido si el año hubiera sido bueno. Recordaban también ingratitudes, como aquélla de la Agustina que se fue con un chofer llevándose los ahorros y las alhajas de su madre o del desgraciado de Pablo que llevó a la mujer, la que se sacó en Querecotillo cuando era soldado, a casa de su madre, a la que tenían peor que sirvienta.-Ya las pagará ese malvao – dijo con cierta rabia una de las mujeres.
- Peor que eso es el condenado del cura Carrasco que tiene a su mujer en la casa de la parroquia y, pa’ disimular, sus críos lo llaman tío – acotó uno de los contertulios. Don Concepción advirtió que se referían al cura de su pueblo  y replicó de inmediato.
-¿Qué hay de malo que los curas tengan hijos?, lo importante es que los tengan bien. Eso es derecho de todo hombre. Condenao es el malvao que tiene hijos pa’ abandonarlos o dejarlos muertos de hambre o mandarlos a pedir limosna, pa’ eso no se necesita ser cura.  Esos son desgraciaos, mejor que no hubieran salido del vientre de su madre.
-. Gua, pero es ley de Dios que los curas no tengan mujer, don Concepción, Ud. está blasfemando.
 -. Que brutos que son tuitos ustedes. Dios dijo creced y multiplicaos. Claro que los tiempos son difíciles pero Dios premia al que tiene hijos y castiga al que los evita.
- Pero que testarudo es Ud. Don Concepción. Yo no me confesaría con un cura que tiene hijos, pos luego se lo dice a su mujer y la mujer se lo cuenta a la mía. Imagínese lo que sucedería. Pos, pa’ eso, yo no me confieso.
  -. ¿Acaso el cura Carrasco no es un güen hombre? ¿No les ha dao siempre la mano? El cura es el único que le dice las verdades a los blancos; aunque se arriesga a que lo cambien sabe Dios dónde. No sean ingratos. Hay hombres güenos y malos en tuitas partes: en el ejército hay traidores a la patria; entre los médicos hay asesinos que viven de hacer abortar a las madres y también hay abogaos que trabajan a dos caras o son jueces vendidos a quien da más, hay curas avaros y profesores que enseñan cojudeces o lo que aprendieron, apenas. Eso de tener mujer es cosa de cada uno y que Dios nos ayude, pos no hay que ser mala boca”.
      -. Pos que Dios nos ayude, Don Concepción, pero los curas no deben tener hijos,  porque la familia reclama lo suyo y la familia del cura son todos los fieles de la parroquia, es decir todos nosotros. Pos  si quieren, que no sean curas.
Don Concepción no quiso replicar. Guardó silencio y movió la cabeza, como una genérica desaprobación o por lo complicado del problema.



El Ermitaño

El camión avanzaba. La humedad del campo y la ventisca trasuntaban el delicioso aroma de la tierra. Yo aspiraba hondo y sostenido, reteniendo un momento el aire para limpiar mis pulmones, abatidos por el polvo.
    -. Qué bella es la naturaleza – dijo don Concepción, con cierto tono nostálgico- es una lástima que existan gentes que quieren destruirla pa’ ganar un puñao de monedas de cobre, que apenas si duran unos momentos”.
-. Cuántas cosas habrá visto y oído por estos campos, Don Concepción– dijo uno de los más jóvenes del grupo de viajeros.
    -. Cierto, los viajeros, como el diablo, sabemos más por viejos, a no ser que se deje pasar el tiempo en vano. Yo supe de ese guen cura que vivió por allá en los cerros. Dejó una cruz pa’ Olmos y otra pa’ Motupe. Ese cura si que se había entregao en cuerpo y alma a su fe; pero eso es raro. Para esa profesión es un regalo de Dios.
Todos procuraron acercarse para escuchar a Concepción. Muchos de ellos lo conocían como un hombre serio, incapaz de mentir. La mayoría de los viajeros venían del bajo Piura, especialmente de Sechura, la Unión, Vice y Bernal, dominios de Don Concepción, no como hacendado, pero sí como un campesino honesto y de trabajo, pues también tejía sombreros que solía vender por esos valles y por donde quiera que fuera.
-     Era un santo varón – reiteró Concepción – vestía hábito marrón y unas sandalias, más viejas que los cerros que recorría. Se ayudaba con una vara más alta que él, hecha de un tallo grueso de alguna planta aparente, sólo que bien pulida a punto de machete y de cuchillo. Era alto, blanco, se le notaba de gran fortaleza y quemao por el sol que le ponía la cara como un tomate, aunque su larga y tupida barba lo disimulaba. Vivía en las cuevas de los cerros y rara vez bajaba a los pueblos, sólo se acercaba a ellos, quedándose a las afueras. La gente se enteraba de su llegada y acudía a él con sus enfermos, a los que regresaban sanitos a sus casas. Algunos le regalaban frutas,  pan y bizcochos. Nunca recibió dinero, diciendo que eso lo necesitaban ellos, pues bastante era ya su necesidad y pobreza.
-. En las cuevas de esos cerros debe hacer mucho frío – dijo uno de los contertulios.
-. Los que descubrieron esas cuevas y encontraron las cruces, hallaron allí tarimas hechas de troncos y tiras de cuero, como somier sobre las que había abundantes hojas y no faltaban unas telas como esos jergones que usan en la sierra. Parece que estaba entrenado para todos los climas, como los soldados antiguos.
-. Pero ¿qué comía? – preguntaron los oyentes, intrigados-.
-. Se alimentaba de yerbas, de frutos silvestres y de lo que la gente solía regalarle en su peregrinaje por los caseríos. No era mucho, pero de eso se trataba – dijo don Concepción, sentenciando - , los que mucho comen hacen poco, piensan poco y poco les importa el resto.
-     A veces se le vio llevando la cruz sobre los hombros, trepando los cerros y caminando sobre espina sin zapatos o sin las alpargatas que usaba como zapatos.
-     Que hombre pa’ testarudo debió ser ese cura – exclamó alguien con tono de sorpresa.
-     Convencido, diría yo – replicó don Concepción  - pos el que ama sacrifica todo y ese cura amaba a la humanidad, por la humanidad, fiel a su religión y a las enseñanzas de Maestro que se dejó crucificar para redimir al hombre.
-     Pos la verdad que no es pa’ tanto, con lo  que tiene uno que sufrir pa criar a los hijos pa’ que encima le salgan torcidos, es suficiente. Después de todo pa’ que hacerse sufrir uno mismo, si a uno lo hacen sufrir otros malvaos, como son los capataces, piores que los patrones – dijo uno de los contertulios, quien escuchaba muy atento”.
-     Hay que comprender a la gente. Lo que ese güen hombre quería es castigar su carne pa’ no sufrir las tentaciones del mundo, pos como dicen, el sufrimiento hace al hombre.
-     ¿Hablaba ese cura güeno con Dios o con la Virgen? – preguntó uno de los más jóvenes.
-     Pos no lo sé, pero supongo que sí, pos por algo hacía milagros en nombre de la cruz, de esa cruz que muchos adoramos, pero que le corremos siempre, comentó Don Asunción.
Se produjo un silencio en el grupo, como asintiendo la acotación del viejo sechurano.


El cerro

Motupe a la vista dijo uno de los pasajeros, con cierta emoción. Todos se, acomodaron estirando las piernas, como preparándolas para bajar un momento. Al fin, la sangre en el cuerpo se mantenía en movimiento, sacudida por los baches del camino.
-     “Lindo pueblo es Motupe, entrada a valles hermosos y debió ser un lugar sagrado de nuestros antepasados – acotó don Concepción.”
-     El camión hizo su ingreso al pueblo y siguió hasta la plaza de armas. Se cuadró frente a un parquecito tranquilo, en cuyo centro había una poza de agua con un lagarto que según contaban, lo habían sacado del río, pero nadie sabía cómo había llegado allí. Los brujos del lugar afirmaban que había sido enviado como guardián para proteger al pueblo de la “Vieja del Cerro”. Algunos fuimos al restaurante de la esquina para tomar la deliciosa Kola Cassinelli de Chiclayo o un café o, simplemente, agua, la que no  se negaba a nadie, porque el agua es un regalo de Dios.

¡”Arriba, nos vamos”!, gritó el ayudante del chofer del camión. Subimos presurosos  y nos volvimos a acomodar en el mismo sitio de viaje. Caía ya la tarde, el ambiente se refrescaba y, para la gente del norte, resultaba frío.  El chofer había salido del restaurante y había ido a comprar algo y tardaba en llegar. Don Concepción, con el fin de matar el tedio, dijo que en la salida sur de Motupe había un cerro, que los lugareños y los viajeros conocían  como “El Cerro de la Vieja”. Sus cuestas están llenas de piedras de diverso tamaño, curiosamente ovaladas, unas, y redondas otras – afirmó. Las piedras parecen sandías, zapotes, naranjas, conejos y hasta fetos humanos. A ese cerro se le tiene como un lugar malévolo y pocos se atreven a cruzar cerca de él por las noches – dijo, como recordando ese lugar – En la punta del cerro, cara hacia la carretera, yace una enorme piedra, semejante a una vieja, cubierta con su manto negro, sentada en cuclillas, mirando transitar a los arrieros y a los pastores de ganado cabrío que van por las mañanas y regresan al caer la tarde con sus animales a lo largo del camino. Hay quienes aseguran que más de un pastor tardón desapareció por el cerro con animales y todo. En efecto, tal como la narraba don Concepción el Cerro de la Vieja era un lugar muy temido. Ahora, ese cerro se le conoce con el nombre de “El Cerro de la Virgen”, porque a esa piedra, semejante a la vieja, la han convertido en una gruta, dentro de la cual han colocado una imagen de la Virgen María. Quizás los lugareños encontraron con ello el medio para vencer su propio miedo; pues la población fue creciendo y las gentes sintieron la necesidad de ir y venir por el cerro muy entrada la noche.
-     Como son las cosas, comentó don Concepción. La avaricia endurece el corazón y así pasó con esa vieja condenada, la que ahora debe mirar sólo hacia el infierno, convertida en piedra y sin corazón.
-     ¿Cómo, esa piedra fue una cristiana?”- preguntó uno de los jóvenes viajeros.
-     Así mismito, una mujer de carne y güeso, pero no una cristiana, más bien una descreída, hija de Satanás, respondió don Concepción. Su tono era seguro y convincente.
-     ¿Cómo sucedió eso?, interrogaron los oyentes.



La vieja y la granja

Don Concepción empezó su narración. Esa vieja fue la dueña de una hermosa granja que con sus huertas cubría todo el cerro. Nadie se explicaba el caso, pero a la granja nunca le faltó agua, la tenía en abundancia. No importaba que fuera época de sequía o que el río, que pasaba muy cerca de allí, se quedara sin agua. Las sandías colmaban el cerro y habían ciruelos, árboles de higos,  guabos, zapotes; también crecían zapallos, loches, tomates, frijol de palo y muchas cosas más, hasta lo más extravagante. En las partes áridas, que eran muy pocas crecían cactus de varios tipos, algunos eran enormes. En la cima del cerro, la vieja tenía una serie de corralitos. Allí estaban los patos y los gansos. Esos gansos eran de un raro tipo. Habían algunos gansos negros y otros atornasolados, como urracas, los que se movían pesados, pero ufanos. Algunas gallinas estaban enjauladas, con unos raros gallos, y comían unos gusanos negros y peludos, mientras otras se movían en los corrales, escarbando la tierra en busca de gusanillos. En uno de esos corralitos, una mula corcoveaba, como queriendo deshacerse de un costal que llevaba amarrado sobre el lomo y, de paso, pateaba una tortuga que rodaba sobre su caparazón, la que, a veces, quedaba volteada sin poder recuperarse y ponerse sobre sus patas. Entonces, la vieja la volvía a poner de patas e incitaba a la mula para que volviera a patearla. Un perro enorme, color café oscuro, celebraba ese espectáculo con ladridos feroces. Era un perro, mezcla de dogo y de buldog, de ojos desorbitados, de un color rojizo brillante. La vieja lo llamaba Moloch”.

Nadie logró, jamás, ver la cara de la vieja, pues hablaba de espaldas. Andaba lentamente, pero segura. Toda su vestimenta era de color oscuro y una manta negra le cubría la cabeza, como una capucha grande. Se ayudaba con un enorme bastón y su mano descubierta no parecía la de una vieja, por el contrario, era como la de una joven de uñas largas y brillantes, como garras de felino doméstico. Sus trajes largos escondían algo distinto de lo que ella quería aparentar, concluyó Don Concepción.


La choza

Don Concepción   quedó como hundido en el recuerdo. Alguno de los viajeros preguntó en dónde dormía la vieja. El narrador, ensimismado continuó:
-Ah, sí, también había allí una choza construida de un modo raro, se parecía a una estrella – afirmó el narrador. La choza era pequeña. Sus ventanas permanecían cerradas y la vieja tenía prohibido asomarse a su interior.  Uno de los valientes que fugara de ese lugar, contó que en el centro de la primera habitación, la única, en buena cuenta, estaba instalado un camastro, a modo de adoratorio, cubierto con pasto,  sobre el que dormía un enorme macho cabrío, de movimientos serenos, rostro alargado, ojos rojos como las llamas, barba negra, ligeramente blanqueada y bien cuidada; cuernos largos y agudos y de raras pezuñas. La vieja se inclinaba ante él y con un sahumerio lo rociaba con humo del que se desprendía un nauseabundo olor a excremento de chivo o de vaca,  peor del que se usa en el campo para espantar a los zancudos. La vieja dormía a los pies del camastro. Las puntas de las estrellas eran como estrechos aposentos y allí había otros camastros para colocar a las doncellas y mozos elegidos para el placer del Chivato.

En los días de luna nueva, a media noche, la vieja reía de un modo macabro y tan alto que toda la gente de la comarca podía escucharla. Hombres y mujeres se llenaban de temor y de ansiedad. Los perros aullaban y las gallinas se alborotaban en los corrales. Legiones de lechuzas sobrevolaban el campo. La pequeña ciudad y sus alrededores se sumían en las tinieblas, porque en ese entonces la luz eléctrica se apagaba justo a las 12 de la noche. La cima del cerro se iluminaba con grandes antorchas, como si una multitud marchara en procesión. Se distinguía, a lo lejos, la choza de la vieja y a su alrededor una muchedumbre de sombras que la velaban. La gente decía que dentro de  la choza, el diablo se solazaba en infernales orgías, quien por esos días recibía a las doncellas más bellas y a los muchachos voluntarios más apuestos de la colección, que le eran entregados por la vieja como ofrenda o sacrificio. No era sólo la risa de la vieja, era todo un alboroto de carcajadas, raras composiciones musicales y alaridos histéricos, en medio de macabros movimientos de mujeres y varones desnudos. Algunos aseguraban distinguir a muchachas desaparecidas en diversas ocasiones.

En ese tétrico escenario, por la intensidad y la cantidad de las fogatas, se podía distinguir nítidamente al enorme chivato que se erguía sobre sus patas traseras mostrando las enormes pezuñas de las patas delanteras, con las cuales sostenía una enorme copa de oro,  que llevándola a su hocico, bebía su contenido, hinchaba su pecho y lanzaba terrible bramido, mientras ese gentío se inclinaba en señal de adoración, bebían en jarras del mismo néctar  y las danzas y alaridos se intensificaban terroríficamente.

La ventisca esparcía un fuerte olor a azufre y ese nauseabundo aroma de guano quemado. Las familias, con hijas o parientes doncellas o mancebos, los guardaban celosamente, pues todos temían que les fueran arrebatados, aunque sólo era cuestión de tiempo. Cuentan que los curanderos de todos los poblados cercanos eran obligados a participar en esa ceremonia satánica, bajo amenaza de dejarlos sin el cactus para sus ritos; pues el néctar que el macho cabrío y sus adoradores bebían era nada menos que el néctar extraído del cactus y macerado con otras misteriosas yerbas que sólo los curanderos de esos alrededores conocen. Allí estaban los más conocidos brujos de Salas y Penachí”.



El misterio de los gansos

¿Pero, de donde salieron esos gansos, si en el lugar no son frecuentes este tipo de aves?, dijo alguien con tono de sorpresa y curiosidad. He allí el misterio. Esos gansos color de urraca – continuó don Concepción – salían por turnos en las tres semanas, precedentes a la luna nueva. Aparecían en el pueblo o en sus caseríos como jóvenes perdidos. A más de uno se le vio viajar para el sur y a otros para el norte. Tenían la misión de llevar al cerro a doncellas o mozos voluntarios. Su aspecto se adecuaba al tipo de luna. En la semana de cuarto creciente, los gansos se convertían en jóvenes morenos o cobrizos o amarillos; en cuarto menguante, eran negros para las chicas blancas o para las zambas y en luna  llena, eran rubios o pelirrojos para las morenas o las negras. Conocían bien las artes de seducir, pero tenían la obligación de mantenerlas doncellas para el diabólico señor. Ellos mismos estaban obligados mantenerse puros. Así, al término de las lunas llegaban con el botín que entregaban a la malvada vieja, la cual con engaños de vestirlas bien las llevaba a la choza, preparándolas para la ceremonia. Así  las colocaba en los aposentos formados en los ángulos que hacían la forma de estrella de la choza y quedaban, prácticamente en un medio círculo, listas para la noches de orgía; mientras el otro medio círculo era ocupado por mancebos, ofrecidos voluntariamente para ser poseídos por ese maligno ser. Terminada aquella diabólica ceremonia, la malvada mujer convertía en gallinas a las doncellas y en gallos de colores a los desmancebados, encerrándolos en una jaula, lejos y protegidos de los otros animales”.
Algunas de las doncellas lograban escapar y afuera del cerro recobraban su figura, quedando lejos de los mágicos efluvios de ese diabólico encantamiento. Entonces aparecían en el pueblo, atontadas, mal vestidas, desaliñadas, con miradas de aterrorizadas  y con aspecto envejecido, como si los años hubieran corrido velozmente sólo para ellas. Deambulaban mudas, como buscando el lugar donde pertenecían. Algunas encontraban  a sus parientes o amigos, allí mismo en el pueblo; pero, otras continuaban con rumbo desconocido, pues sabe Dios hasta donde llegaban los gansos para cumplir la misión recibida. Los moradores no podían hacer nada, pues temían que todo ello fuera una trampa, aunque podían percibir lo raro de ese fenómeno, por cuanto no menos de algún pariente había corrido por esa suerte.


El encuentro del bien y el mal

Los pasajeros  estaban exhortos escuchando la misteriosa narración y aunque la noche llegaba, no se dieron cuenta de que el tiempo corría.
- Un día, el buen ermitaño llegó hasta ese lugar,  dijo don Concepción como recordando, e inició el ascenso al cerro, apoyándose en su báculo. Subía con paso firme en medio de esas huertas, como si conociera cada uno de sus caminos. No obstante lo cálido del clima, el lugar era fresco. Los campesinos no osaban cortarle el paso y los perros que parecían hacer guardia para que los campesinos trabajaran no ladraban y simplemente se escondían entre la vegetación. Los labradores preferían esconder el rostro bajando su enorme sombrero que los protegía del sol, como si se avergonzaran de estar allí. Por fin, el ermitaño llegó a lo alto del cerro, en cuyo centro se ubicaba la misteriosa choza. El enorme perro no osó ladrar y retrocedió gruñendo, los gansos fugaron hacia los cultivos, salvo uno que corrió a cobijarse a los pies del Ermitaño, la mula se echó jadeante en un rincón y la tortuga quedó volteada sobre su caparazón. Cuando el ermitaño se disponía a tocar la puerta, se oyó el grito airado de la vieja, quien desde el interior de la choza vociferó: ¿Qué quieres aquí santulón, te cansaste de tu rebaño? ¿No crees que Olmos sea ya bastante para ti? Vete de aquí, aléjate de estos lares que son mis dominios”. El anciano sin inmutarse respondió:
-Sólo estoy de paso, buena mujer, quiero un poco de agua para aplacar mi sed o una de tus sandías que se ven muy jugosas.
- Pues camina un poco más y busca a uno de tus ignorantes e ingenuos campesinos para que te den agua o te regalen sandías. ¿A caso ellos no practican la caridad cristiana?        
- De nada servirá tu ironía, te demando que me proporciones agua o me obsequies uno de tus frutos, pues el valle está sufriendo sequía y tú les niegas tus frutos. ¿No escuchaste, acaso, el mandato del Maestro: dad de beber al sediento? Arrepiéntete de tus pecados que yo los conozco todos. Tu concupiscencia me tiene sin cuidado,  pero tu maldad para con mi pueblo, tu altanería y falta de humildad, tu voracidad para acaparar el agua  y los frutos de la tierra y tu insensibilidad para con los que sufren no tienen perdón.  
- Vaya con el cura idiota, a donde se ha visto que la humildad paga. Tu Maestro murió crucificado por su propia gente y  tú me pides que escuche sus mandatos, no seas simplón. La vieja salió de la casa, cerró la puerta con violencia y, casi atropellando al Ermitaño, se dirigió al borde de la cima y, dando la  espalda al anciano sacerdote, gritó hacia el horizonte:
- Soy avara porque lo tengo todo y lo tengo todo porque soy avara. Mi juventud es eterna,   mi señor es Satán. Soy mujer si quiero o si quiero soy varón. Gozo  con todos estos gansos o con las gallinas o los gallos de colores, también, cuando se me pega la gana y con mi perro  Moloch, macho o hembra, mucho más. Aquí no hay lugar para la ingenuidad ni la inocencia. Esas gallinas son doncellas embobadas por mis gansos y lo mismo son aquí, como lo fueron allá, no perdieron nada esas cabezas huecas. La maldad es la fuerza. La virtud es debilidad. La maldad es la llave de todos los triunfos, de la riqueza y del poder. La virtud es la causa del fracaso, de la esclavitud y de la pobreza. Ven, hombre viejo, vuelve a la juventud, únete a nosotros y serás poderoso. Deja esos harapos y viste las sedas que yo visto, como lo ves, aunque su color engañe.
El anciano se acercó a ella y, suavizando la voz, le dijo:
- Mujer insensata, arrepiéntete de tus maldades, libera a tus esclavos, déjalos que tomen su opción. Rompe tus cadenas y conviértete a la virtud. Ablanda tu corazón y salva tu alma. La juventud que dices gozar es un engaño, vivirás mientras sirvas a Satanás, pero Satanás se cansará de ti.
- Eres un cura iluso y necio. Tú no entras a los pueblos. Los pueblos vienen a ti por el bien que les haces, pero ellos te crucificarán en la primera oportunidad que no satisfagas sus deseos. Anda, entra a los pueblos y trata de convencer a los ricos que dejen sus riquezas, que compartan no lo que tienen, sino lo que les sobra; anda, convence a los banqueros para que bajen los intereses que cobran y paguen mejor a los que lo depositan, demanda a los narcotraficantes para que renuncien al comercio de esos exquisitos venenos y a los drogadictos háblales para que no continúen estúpidos. Anda, cura ingenuo, dile a los poderosos que compartan el poder y que dejen de manipular y comprar conciencias.
- Eres una mujer sin fe ni esperanza. 
- No me vengas con esas. Claro que soy malvada, como que soy perversa,  pero estoy aquí en mi lugar, odiada y temida, durmiendo con el demonio a la vista de todo el mundo y no lo escondo. Reconozco que muchos de tus fieles sí tienen mucha fe y son pobres de corazón, no tienen apego a las riquezas y buscan su verdad en el bien y dentro de sí mismos; pero la mayoría de ellos son sólo unos hipócritas y tan cobardes que practican su llamada caridad sólo como un seguro para el más allá. Muchos de ellos fueron licenciosos en la juventud y beatos en la vejez. Regalaron su carne a Satán, mi Señor y ofrecen sus huesos al Señor, tu Dios. Esos son poderosos, ricos, encumbrados, halagados por las muchedumbres y condecorados por su falsa filantropía,  pues nunca dan algo por nada, siempre sacan ventajas, como satisfacer su  ego y ganar sólo para ellos, pagando menos a los demás. La vieja rió con sonora carcajada y atrajo hacia ella la mirada de todos los campesinos del alrededor.
- Esclava de la esclavitud, engendro del mal. El hombre tiene conciencia, sabe del mal y del bien y de Dios ha recibido la libertad para que él decida su propia salvación. Mi misión es señalarle el camino, ayudar a los desposeídos, a los que sufren sin importar que sean culpables o no. Tú sufres en el fondo y disimulas tu hastío en una falsa alegría. Arrepiéntete, pues el que llamas tu Señor también se arrepentirá un día y será perdonado. ¿Qué será de ti entonces? Anda, ablanda tu corazón y comparte tus sandías con todos los que sufren sed, déjales correr un poco de agua para que siembren sus campos.
- Jamás, de los jamases,  gritó la vieja. Se sentó en cuclillas, levantó los brazos y con los puños crispados lanzó una maldición: Por Satanás y Moloch prefiero ver mis cosechas convertidas en piedras y mis aguas en arenas, antes de compartirlas en piadosa actitud.
- Tú lo has querido, malvada mujer –dijo el santo varón levantando su báculo- pues piedras seas y piedras todos tus sembríos; como arena, tus aguas.”
El cielo se oscureció, el viento sopló con fuerza, como reuniendo todas las nubes, un rayo partió la choza y una llamarada salida de allí se esfumó en el espacio. Cayó una recia tormenta y fue tanta que el agua arrastró todo hacia el río en  pocos minutos. Al  rato, todo se aclaró y el cerro quedó lleno de esas piedras que aún se ven. En la punta del cerro quedó la mujer con su apariencia de anciana, sentada en cuclillas y con la cabeza cubierta con su manto. Allí quedó como vigía del camino, pero eso no es todo.
-     ¿Hay todavía más? preguntó una joven mujer que traía un niño en sus brazos, al que apretaba fuertemente.


Redención

- A los pies del Ermitaño se abrazaba un joven, empapado y asustado. ¿De dónde salió?”, inquirió alguno de los viajeros. Paciencia, pidió don Concepción y continuó.
Tenía un ojo quemado y el cuerpo lleno de llagas. El Ermitaño lo levantó cariñosamente y, con dulzura, le pidió que contara  que le había pasado. El joven fortalecido por la confianza en ese hombre santo, le dijo que  se había enamorado de una doncella, la más bonita de Jayanca, uno de los pueblos cercanos, de modo que se resistió a obedecer las órdenes de conducirla a tan terrible campamento de deshonor y suplicios, por eso y sólo por eso, la vieja lo condenó a que los gansos lo picotearan y el perro Moloch lo mordiera. No siempre fuimos malos -continuó el joven – sucede que muchos éramos foráneos, algunos extranjeros que, atraídos por el misterio del cerro, llegamos hasta la choza y aceptamos ser encantados para gozar de las caricias de las doncellas, como de sus favores, después de ser entregadas al chivato ese, es decir a Satanás. Pero el pecado se vuelve aburrimiento – acotó el arrepentido – y todo eso nos hartó, por lo menos a mí. Fue el amor de esa doncella la que me redimió y he resistido tanta penuria pensando en que un día la volveré a ver. Ella me está esperando, de eso estoy seguro. El anciano lo escuchaba y se mostraba satisfecho de recuperar un alma. Vete, muchacho, pasa por la iglesia del pueblo y ora, que mañana encontrarás a tu amada.
-¿Pero qué fue de esa mula y de la tortuga?”, preguntó un viajero.
-El colmo de la desgracia y de la ingratitud. Al fondo de uno de los corralitos estaba acurrucada en un rincón una joven mujer. El Ermitaño se acercó a ella, la que se acurrucó aún más como temiendo se le aplicara un castigo. Cerca había un costal maloliente y una piedra igualita a una enorme tortuga.
- Habla mujer, le dijo con dulzura el monje.
-Si padre, fui la mujer del sacristán de la iglesia. Él me quería mucho, pero era tan tranquilo y respetuoso que a ratos me aburría. Un día llegó un joven bien parecido, alto y bronceado, diciendo ser sobrino de mi marido. Hizo recuerdos de familia que el sacristán, siempre solícito e ingenuo,  tomó todo lo dicho como verdad. Yo sospeché de su mentira, pero callé,  pues me gustaron tanto sus atrevidas insinuaciones y  sentí tan  placenteras sus caricias y su compañía, en los largos momentos de soledad que pasaba en casa, mientras mi marido se dedicaba al servicio de la iglesia, que me resistí a  expresar mis sospechas a mi marido. Yo nunca quise tener hijos, aunque el sacristán sí los quería. Así con las cosas, el sacristán se convirtió en un estorbo para los dos y él me insinuó ir al cerro encantado para solicitarle a la patrona que nos liberase de él. Así lo hicimos. La vieja, hablándonos de espaldas nos pidió que, a cambio y sucedido el hecho, le entregáramos el cáliz de la iglesia. En efecto, un día, mi marido arreglaba el campanario, trepado en una escalera nueva y de pronto, sin causa aparente,  se rompió uno de los parantes y cayó de la torre al suelo, quedando tirado allí sin vida.
- La concupiscencia te perdió, mujer, renunciaste a lo más sagrado, al punto de prometer el cáliz del sagrario.
- Lo peor de todo es que cuando nos disponíamos a sustraer el cáliz del sagrario, su pequeña puerta no se abrió, a pesar de utilizar herramientas de las más fuertes. Fuimos al cerro y la vieja no nos creyó una palabra y nos culpó de mentir para no cumplir con su demanda, a pesar de haber recibido lo nuestro. Fue entonces que convirtió al muchacho en tortuga; a mí, en mula, hizo robar el cadáver de mi marido del cementerio y, envolviéndolo en un saco, lo colocó en mis lomos y me condenó a dar de coces a la tortuga.”
- Pobre mujer, ya has sufrido lo suficiente y has pagado tus culpas”.
El sacerdote la levantó, inspirándole confianza. Ella era una mujer de singular belleza, labios perfectos y cintura lista a cimbrear. El Ermitaño la bendijo y la exhortó a que recuperase su dignidad y la fe en Dios. Le entregó un escapulario de la Virgen del Carmen y le dijo que acudiera al convento más cercano, cuyas monjas se dedicaban a cuidar enfermos y allí se quedara por el tiempo en que ella se sintiera lista para participar en el mundo. Ahora, vete y dedica tu vida a reparar la vida que tomaste.


Desencanto

Todo había terminado, no en la mejor de las formas – lamentó don Concepción Salvador – Los gallineros se abrieron y de ellas se arrastraron mujeres y varones, unos pidiendo perdón, otros con el alivio de sentirse libres y  muchos de los actores de esta tragedia no sintieron el menor remordimiento, simplemente fugaron y a lo mejor si andan por allí haciendo de las suyas.

El santo varón - prosiguió Concepción -  se arrodilló y abriendo los brazos elevó una oración de acción de gracias al Todopoderoso, para luego, empezar el descenso por la parte posterior del cerro, mirando al interior del valle. Mientras descendía, recordaba esas terribles palabras: “prefiero que mis cosechas se conviertan en piedras y mis aguas en arenas, antes que compartirlas en piadosa actitud”. ¿Será posible tanto egoísmo?, reflexionaba el santo varón, en su lento bajar. El egoísmo, se iba diciendo, es causa de  las guerras y de la corrupción de gobernantes y gobernados. Con lágrimas en los ojos, volvía de cuando en cuando la mirada hacia la cima del cerro y al camino recorrido. Allá quedaba la malvada pecadora, hecha una piedra insensible, lo cual, de cierto modo, era un privilegio, pues quedó sin sentido para sufrir ni gozar. Allí quedaba toda su riqueza hecha piedras. Pero, ¿qué importancia tenía ello? Al fin de cuentas, la vanidad, la maldad, el egoísmo, la avaricia y la codicia seguirían, como siguen, en este mundo imperfecto, por cuya perfección han de luchar los hombres buenos. El anciano, varón de Dios, retomó su camino con el objetivo de buscar y encontrar una cueva en los cerros,  para hacerla su morada.


Atardecer

La tarde caía. El cielo se encapotaba con nubes rojizas que corrían presurosas en el espacio, juntándose unas veces y separándose otras, eran como juguetes al viento. El sol desapareció en el horizonte. “¡Llegó el chofer!”, gritó el ayudante. El chofer se acercó al camión. Alguna amiga o pariente lo habría entretenido, sin excesos aparentes; pues no daba señas de estar ni siquiera mareado, por el contrario, se le veía sereno y contento. El camión arrancó y meciéndose lentamente salió del pueblo y enrumbó hacia Jayanca. Ya estaba oscuro. A pocos minutos, don Concepción señaló hacia el este, diciendo: Allá está “El Cerro de la Vieja”. Todos se sobrecogieron y los que por primera vez lo vieron quedaron absortos. Era exactamente como lo había descrito el narrador. En la cumbre yacía la vieja, en cuclillas y con el espinazo doblado espiando a los transeúntes y a los vehículos y se podía ver a las piedras en  múltiples formas extrañas.  Sentimos como si la piedra aquella fijara su mirada sobre nosotros. Las mujeres cubrieron a sus niños y los apretaron contra su pecho, como queriendo protegerlos de alguna maligna influencia, e invocaron los nombres de Jesús, María y José. Los varones, jóvenes y no jóvenes, pusieron toda su atención sobre el cerro, como imaginando aquellas danzas macabras y la fiesta de lujuria que contara don Concepción. No faltaron  mozos, quienes, suspirando, exclamaron: ¡Cuánto hubiera querido ser uno de esos gansos! ¿Cuál de ellos?, inquirió alguno, en son de sorna.

El camión siguió su camino, levantando en su rodar un poco de polvo que el aire disipaba rápidamente. Personalmente me expliqué el porqué del sentimiento tan religioso de esa población y su profunda fe en la “Cruz de Motupe”, legado de ese buen ermitaño, depositario del sufrimiento de propios y extraños.

Me acurruqué como pude sobre los costales de yute y me dispuse a dormir un poco,  preguntándome, ¿cómo será el sabor del néctar del cactus?  Don Concepción elevó su mirada hacia el firmamento, como queriendo empezar a contar las estrellas que iban apareciendo. El viaje continuó por las rutas de las tierras del “Señor de Sipán”: Jayanca, Pacora, Íllimo, Muchumí Túcume,  Lambayeque, Chiclayo, destino de mi viaje.