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El presente Blog incluye escritos jurídicos, educacionales y comunicológicos de mi producción intelectual, como tmb escritos de otros autores.






jueves, 2 de marzo de 2017

POLÍTICA, ÉTICA Y MORAL




Se suele dividir el colectivo nacional en sociedad civil y sociedad política, lo cual no importa;sino, sólo un expediente didáctico, pues las personas en uno y otro caso son las mismas, sólo que en circunstancias jurídicas distintas. Surgen así gobernados y gobernantes, correspondiéndoles a los primeros la pertenencia a la sociedad civil y a los segundos, la sociedad política. En la sociedad política se alojan gobernantes y personal de la administración y, en esto, también hay que distinguir las diversas situaciones de servicio. Los miembros de la sociedad política son, al fin, los mismos de la sociedad civil, de modo que cuando hablamos de ética y moral son aspectos que importan a la persona y no a la situación legal. Por ello, no se falta a la ética o a lo moral como ente de uno u otro sector; sino, como persona. Tan perverso es el empresario o individuo que ofrece un "incentivo" para obtener un beneficio, como el funcionario o autoridad que lo recibe o lo reclama o lo insinúa.       


POLÍTICA, ÉTICA Y MORAL

GUILLERMO G. GUERRA CRUZ.

Los miembros de la sociedad política, vale decir de los órganos de gobierno, en cuanto asumen la titularidad de la dirección del Estado y ejercen la representación de la ciudadanía o de los vecinos o paisanos, vale decir de carácter nacional, o municipal o regional pasan por un proceso de elecciones, proceso que ha de ser aleccionador para las juventudes, en las que siempre se incuban ilusiones y esperanzas,  en los que aún las pueden conservar, lejos de las fantasías del vicio que causa dependencia o de las que por fuerza del destino maduran rápidamente, tienen la oportunidad de evaluar posibilidades y realidades para votar a los candidatos con resultados positivos; pues, al fin, esos serán los gobernantes y cada pueblo tiene los gobernantes que se merece.

Política: Ocupación  o participación

Desgraciadamente, las prácticas de quienes toman la política como el medio fácil para sobrevivir o sobresalir o cuidar los intereses personales propios o ajenos o hacerse de medios de riqueza con prontitud y facilidad, la han convertido como la expresión de la inmoralidad y peor, aún, como un sistema que atenta, por sí mismo, contra la ética, para justificar todas las atrocidades que del mal uso del poder se derivan.

Ese es el motivo de la monserga de inmoral que se cuelga a la política. Es también causa de desilusión y desesperanza, de modo que, esos jóvenes consideran mejor  apartarse de la política y huir del país, antes de ofrecer su inteligencia para el desarrollo de su municipio o región o del Estado participando en el campo de la política, como un deber de vecino, paisano o ciudadano; pero siempre demostrando fortalezas ocupacionales y, colateralmente, capacidades en acciones de  gobierno, poniendo al servicio público sus conocimientos, habilidades y experiencias laborales o empresariales o académicas.

Estrategias y tácticas políticas

Las estrategias comunes que se pueden o han podido visualizar en las contiendas electorales fueron y son más el auto elogio, considerándose como salvadores  o las reservas morales  de la sociedad, antes que evaluar el quehacer sobre los requerimientos para el desarrollo y la solución de los problemas centrales, a la luz de las posibilidades reales de cada uno de los campos: municipal o regional.

Las tácticas se suelen basar en ataques a los coparticipantes, como  si no tuvieran derecho a la postulación y sólo él “el mesías” tuviera derecho a ello, perdiéndose la oportunidad de hacer docencia política. Es que para muchos, en pensamiento y práctica, el insulto, la calumnia y la diatriba son  las armas más valiosas en la “política” y no tienen recato en decir que en la política vale todo. Con esas tácticas confían en la destrucción de la persona con el estribillo “calumnia, calumnia que algo queda” No importa el espacio: municipal, regional, nacional o hasta institucional. Tampoco faltan repudio a las encuestas y encuestadores, perdiéndose la paciencia y el realismo.




Planificación y Administración

Cualquiera fuere el resultado de un proceso electoral, lo importante será la conducción del interés público sobre la base de un diagnóstico serio y objetivo y la revisión de los planes estratégicos - Municipalidad o Regional o Nacional- para introducir los ajustes que los nuevos tiempos requieran, evitando perderse en críticas vacías, sobre generalidades o en la innoble cacería de brujas. Habrá que corregir, lo que fuera necesario y proyectar lo inmediato y posible, de acuerdo a prioridades y a los recursos disponibles, sin echarse a llorar porque la crisis ya nos alcanzó; en el caso nacional o en los regionales o municipales, porque  el Gobierno Nacional no ayuda u obstaculiza. Importante será imprimir una dirección apropiada a la Administración para que actúe con eficiencia y eficacia, técnica e imparcial, lejos de cambiar por cambiar o, dejando lo bueno por lo malo, sólo por decir que se es mejor y, peor aún, tomando la Administración como un botín personal  o de grupo.

Elegidos los gobiernos la conducta de la autoridad ha de ser de todos a trabajar de modo solidario y decente, sin perder la óptica de sancionar, aquello pudiera evidenciar delito contra el patrimonio público o institucional y de acuerdo a los procedimientos legales, sin ruidos innecesarios.


Guillermo G. Guerra Cruz  

martes, 13 de diciembre de 2016

DESCUBRIENDO EL TIEMPO



Estimados cibernautas, les recomiendo el Capítulo tercero de este pequeño libro en el que se inserta un cuento navideño titulado JAIME FRANCISCO que trae a colación los modos tradicionales de la celebración de esta fiesta en nuestra realidad, algo de lo cual es importado. Lo importante en esta fiesta es poner la mirada y el corazón en Jesús de Nazaret.



PRESENTACIÓN

Descubriendo el Tiempo es un cuaderno de recuerdos, fantasías, buenos deseos y, por qué no, de una nueva visión del mundo y de la vida, procurando con ello el ejercicio de la libertad.
Es entrar en la búsqueda de las vivencias del pasado, el reconocimiento de las virtudes ajenas, la exposición de los defectos y de las limitaciones para comprender a los demás, y esforzándonos por reconocernos a nosotros mismos.
No pretendemos fungir de literatos, simplemente, queremos dejar un mensaje para las generaciones que vienen, basándonos en la experiencia de las generaciones que se fueron y de las que se van, presentando de ellas lo mejor que tuvieron con sus errores y sus aciertos.
Aunque parezca que quisiéramos fugarnos de la realidad; pero, no, en verdad, lo que queremos es simbolizarla, aunque con ello tengamos que ofender a los seres del reino animal que carecen de alma y sobre los cuales el hombre ejerce una obstinada persecución.
El conjunto de reflexiones que emergen de estos cuentos son también un llamado al esfuerzo para reconocer que lo que consideramos “malo” o “pecaminoso” podría tener una justificación, un dolor que sólo corresponde a la persona que lo lleva y lo exhibe; pero, si lo reconoce de modo sincero, es el camino que conduce a la redención personal para poder iniciar el servicio a los demás.
En el fondo, es el reconocimiento de que Dios está en todas partes y, como el mal, vive en nosotros. Nuestro deseo, vehemente para todos, es que en cada Navidad, Semana Santa o Pascuas de Reyes serán siempre una oportunidad propicia para pedir a Dios que nos ayude a vencer el mal y a ampliar el espacio en nosotros para él, por nuestro bien, por el bien de los nuestros y por el bien de los que no son nuestros.
Agradecemos a todos los que quienes tuvieron la paciencia de leer los textos iniciales, por sus sugerencias y su aliento: a Víctor Julio Ortecho, Juan Carlos Vela, Luis Amaya Deza, Carlos Castañeda, Ricardo Noblecilla, Carlos Reiner Guerra, Guillermo Ludwig Guerra y Nelly Salas. Mi gratitud especial al Editor señor Manuel Solórzano Martínez y a Domingo Varas Loli, quienes han hecho posible una mejor luz para las reflexiones que contienen éstas páginas con sencillas narraciones.

Trujillo, Julio de 1999
Guillermo Guerra Cruz











CAPITULO I
LA CASA DE DOÑA LAURA
A modo de Exordio
¿Qué persona no guarda sus vivencias en el cofre de su memoria? ¿Quién no quisiera contarlas como fueron o como debieron ser o como le venga en gana, con ansias de volver a vivir esos tiempos? ¿Quién no quisiera lleno de esperanzas poder cambiar algunas cosas malas o dolorosas y retener otras buenas, con el deseo de volver a ver a amigos y enemigos, de corregir errores y potenciar virtudes? Esto estoy haciendo en las páginas de este libro. Un poco de realidad y mucho de fantasía. Algo de narrativa y mucho de cuento.
Los amigos y conocidos que por aquellos tiempos estuvieron –son muchos-, a ellos les pido que no me reprochen por la inexactitud de los personajes, de los hechos y de los lugares. A los amigos que ya no están entre nosotros nos iluminen con la luz de la esperanza, desde aquel mundo de paz del más allá, donde ellos habitan.
Estos relatos sólo son una aproximación al mundo ideal, en medio de ensueños y de recuerdos. Son la expresión de un vehemente deseo de mirar las cosas positivas del mundo y demostrarles que no son ni las tiendas ni las capillas las que califican a los hombres; sino, los mismos hombres los que hacen el carácter de las tiendas y de las capillas. La pesada realidad sólo es un pretexto, una mera referencia para estos desatinos.
Estaré satisfecho por las iras y los beneplácitos de quienes se atrevan a leer estas páginas que son el pálido reflejo de una época que muchos quisiéramos que se repita.
Siempre pensé –aún hoy sigo pensando- que el país sería mejor si los hombres buenos de todas las capillas políticas y religiosas formaran un solo movimiento, honesto y vigoroso para trabajar sin tregua contra las desigualdades convencionales. Lamentablemente, esto de bueno o malo, justo o injusto es tan difícil de definir que las actitudes estarán siempre mezcladas.
El tiempo muestra lo que en el pasado no pudimos o no quisimos ver o hacer. Pero, si a pesar de los años, seguimos mirando el mundo con las mismas limitaciones y vehemencia de la adolescencia, no hemos aprendido nada bueno o las cosas siguen tan mal dentro de nosotros que provoca hacia nuestro interior reacciones de terca oposición. No creo que ésta sea nuestra situación. Por eso, invito en estas líneas con la serenidad y la vocación de consejero a que gocemos las reminiscencias que en ellas se reproduce y a que guardemos nuestras iras para gozar lo positivo que de ellas puedan emerger.
Escribo estas fantasías, animado por ese dicho que reza así: “no hay libro malo; sino, lector impaciente-fanático diría  yo- que sólo quiere lecturas que se acomoden a su modo de pensar”. No, no escribo para ellos. Escribo porque algo dentro de mí me impone la necesidad de expresar lo que siento. Me importa sí, que esta lectura conmueva la mente y el corazón de jóvenes y ancianos y que a ellos alcance la fuerza de la fe y la confianza en sí mismos.
Detesto la odiosa práctica de quemar libros para disolver ideas o de imponer censuras para esconderlas. Preconizo la solidaridad en la lectura. Busco el intercambio de ideas para descubrir las agonías, las iras o las frustraciones de los autores. Indago en las líneas de los libros las bondades y los odios de los personajes que en ellos aparecen.
Estoy tranquilo, porque mis lectores serán de los que leen con entusiasmo, pasión y sentido positivo.
Estoy harto de esa literatura seudonaturalista, que incluye en el relato la realización de todas las fantasías que pueden ocurrírsele a la perversión humana. No se trata de oponer la “hipocresía” a la “franqueza”; tampoco, de ocultar miserias o lacras humanas. Es cuestión de explorar el alma humana en la manifestación grosera de la realidad y en la sencillez de la vida doméstica, dejando que la libertad y el buen sentido descubran lo demás. La gente mira mucho más de lo que nosotros imaginamos.
Siempre creí que la delicia del vivir está en la búsqueda permanente de la felicidad y que el reto más sublime para el hombre es el misterio. Si se pierde el misterio, sólo queda el aburrimiento y surgirá la necesidad de crearlo. Por esta razón, la más bella etapa del ser humano es la infancia que crea y recrea cada momento de la vida.
Volvamos a ser niños para jugar con estos relatos, recreándonos con nuestra propia fantasía. Carguemos nuestro espíritu con la virtud de la compresión y del perdón. Busquemos cómo entender a cada cual en su propia circunstancia. No cacemos pecadores para condenarlos.
Detengámonos más bien en nuestros propios pecados que, seguramente, no serán pocos.
















1.    EL NUEVO HOTEL
Ahora, en lugar de ese viejo edificio, alguna vez, tierno, adolescente y adulto, está el cine Star. Antes este edificio se llamaba “Nuevo Hotel”. Tuvo sus tiempos buenos y vigorosos. Le había llegado la vejez, como nos llega a todos, sin darnos cuenta y sin darle crédito al espejo.
La diferencia está en que los humanos viejos cuentan aventuras de adolescentes con todas sus fantasías y eso son puras fantasías y los viejos edificios sólo guardan recuerdos de aventuras en sus paredes con oídos, que se conservan en la memoria de todos los que por allí pasaron. Recuerdos que, con el correr de los años, parecen cada vez realidades más intensas, en las que siempre hay algo nuevo que contar. Aunque viejos, conservan lozana juventud, sin importar que ya no estén más allí, como el caso del “Nuevo Hotel”. Son recuerdos que, por amargos que sean, ponen siempre algo dulce al llegar al ocaso de la vida. Los recuerdos son el futuro del presente y –como dijera el poeta- “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Los recuerdos son una especie de esteroides para las fantasías musculares de los ancianos.
Para esos tiempos, en los que las lágrimas se tornan en sonrisas y éstas, en lágrimas, los recuerdos son las sombras que mitigan la soledad.
La vieja finca pertenecía a la sucesión Callegari. Quien cobraba las rentas era don Guillermo Callegari, uno de los herederos o, quién sabe, ya el dueño absoluto de la finca. Para el efecto poco nos importaba. Don Guillermo era un amigo, más que un casero. El seleccionaba a la gente a la que alquilaba las habitaciones y a las que alquilaba el “sitio”, expediente que adoptó por consejo de su abogado, para poder desalojar sin problemas a los inquilinos  morosos y atrevidos, con el argumento que no tenían en posesión una habitación de modo que mal podían cerrar el cuarto en cuestión, al que se podía ingresar sin restricciones.
Don Guillermo siempre fue amable y comprensible. Algunos inquilinos se fueron sin pagar, pero muchos de ellos volvían con el tiempo a saldar sus deudas. Cosas de la necesidad y efectos de la honestidad. Sin embargo, no siempre fue así. Don Guillermo decía: “ya volverán, simplemente es una siembra de monedas, unas veces en suelo fértil y otras en la arena”.
El hotel se levantaba en medio de la cuadra 7 del jirón Orbegoso, en la acera izquierda, caminando de norte a sur, entre los jirones Ayacucho y Grau. El edificio era de dos pisos. Tenía una portada grande que daba ingreso a un zaguán, al que de inmediato seguía el gran patio. Durante el día, la enorme puerta de dos hojas permanecía abierta de par en par, pero, a partir de las 7 de la noche, quedaba abierta sólo la pequeña puerta, encajada en la hoja grande de la derecha. Entonces, se temía únicamente a que algún loco callejero allanara la propiedad para jugar con sus locuras. No había que cuidarse de ladrones o pirañas.

El patio llevaba directo a la administración y a las áreas sociales, que se colocaban entre dos pasajes que conducían al traspatio. Las habitaciones del primer piso se distribuían desde el zaguán. Entrando, había una habitación  al costado izquierdo, con ventana al exterior y otra en el lado derecho, con puerta al interior y a la calle, además de una ventana. Las demás habitaciones corrían por la derecha después de la escalera que llevaba al segundo piso y, haciendo un corredor, llegaban al traspatio formando una L. En esa habitación del lado derecho funcionaba la “Fotografía de Orlando Castro”, un artista del lente.
La segunda planta exhibía cuatro balcones de madera calada, los que sobresalían ligeramente hacia la calle.  Correspondían a sendas habitaciones, armonizando con el edificio situado enfrente.
Ambos edificios, ahora, lucen distintos. En donde estaba el “Nuevo Hotel”, es ya un edificio de material noble. El edificio de enfrente está en ruinas, sufriendo una doliente vejez. Al parecer, medio vacío y completamente descolorido, queda aún como silencioso testimonio de los viejos tiempos, mientras las casas vecinas se transformaron y remozaron. En fin, así sucede con todas las cosas y también, con las personas.

El “Nuevo Hotel” tenía habitaciones grandes y pequeñas. La mayoría de éstas eran subdivisiones hechas de tocuyo y forradas con papel. Sólo las primeras cuatro habitaciones tenían baño propio. Para las demás existían áreas comunes de servicios higiénicos en el primero y segundo piso..
El “nuevo Hotel” había dejado de ser hotel de viajeros para convertirse en una residencia de estudiantes. Desde la perspectiva del estudiante, era cómodo. Los cuartos tenían una cama, uno o dos pequeños viejos roperos, una mesa y un par de sillas. Había que barrerlos todos los días. Limpiarlos a fondo, cuando menos una vez a la semana, echar petróleo en el piso y en la tarima de la cama para correr a las pulgas y evitar los chinches, esos bichitos proletarios.

Sus paredes estaban llenas de inscripciones. Estas notas, eran recuerdos de estudiantes ya profesionales.  Curiosamente- como si se hubiera suscrito un pacto entre sus ocupantes-no había inscripciones obscenas a la vista del visitante. Pero; sí, algunos mensajes con picardía, salvo en las paredes y en las puertas de las duchas y de los excusados, cuya literatura y dibujos eran tantos que ya no se podían leer. En estos íntimos espacios podían aún distinguirse, por su repetida insistencia, mensajes como éstos: “Un día serás esto mismo que aquí queda”. “Aquí termina tu vanidad y empieza tu realidad”. “Prohibido dejar más de un kilo”.
En aquel entonces, habitaban esta pensión unos cincuenta estudiantes y algunos profesionales. El mayor López, comisario del puesto policial del jirón Ayacucho, ocupaba la habitación más grande y más cómoda del segundo piso. Tenía como vecinos a René Cárdenas, “Brasil” y a Rodríguez “Ricurita”, profesor de educación física.
El mayor López leía mucho, lo que nos parecía una curiosidad en un policía. Sucede que estudiaba Derecho y cursaba el último año de la carrera. Era un profesional de la seguridad pública con muchas aspiraciones. Después de su salida jamás volví a escuchar de él.

Las áreas sociales del primer piso eran amplias y servían para la Administración y sala de estar para los pasajeros. En estos aposentos, que daban de patio a traspatio, vivían para el lado del patio una joven pareja de profesores-abogados que, con el correr del tiempo, se destacaron en puestos importantes de la magistratura y de la administración educativa en Trujillo. Al frente del traspatio vivía otra familia de apellido notable, algunos de cuyos miembros-casi todos- tenían fama de locos; con escudo de armas, pero con bienes por reclamar y casi nada para gozar de inmediato.
El “Nuevo Hotel” colindaba con el colegio nacional de mujeres “Santa Rosa”, que existe aún hoy, en la esquina que forman los jirones Ayacucho y Orbegoso. Desde cierto lugar del hotel podía verse el patio y el pabellón de dormitorios del colegio. En aquella época existía el internado.  Esa colindancia era muy buena para las alumnas internas, quienes ciertas noches se deleitaban con las serenatas de los estudiantes jaraneros del hotel. Era irritante para las monjas que administraban el colegio y para don Guillermo que recibía las quejas frecuentes de la madre superiora y hasta las amenazas de expropiar la finca para ampliar el plantel.
Poco antes de que fuera derribado este edificio decidí hacerle una visita. Era ya un tugurio. Las escaleras habían perdido muchos peldaños. Los pasadizos del segundo piso parecían muelles en ruinas.
Algunos de los huéspedes, que se resistían en abandonarlo, lo llenaban de humos y olores a ajos y cebollas. No pocos eran estudiantes con alguna conviviente o mujeres ingenuas que quedaron abandonadas, esperando el retorno de los que se fueron con el título profesional en la mano y con la promesa de volver pronto.
“El Nuevo Hotel” es, ahora, sólo recuerdos en las mentes de varias generaciones.


2.- LAS TERTULIAS
En el curso del ochenio de la dictadura de Odría, los estudiantes universitarios solíamos hacer tertulias literarias y dándole cierto sabor político. Fungíamos de futuros salvadores del país, al que prometíamos devolverle la libertad, ayudarlo a constituir un gobierno honesto y a salir de la pobreza y del colonialismo mental. Eran anhelos juveniles, un complejo, que podríamos llamar “Corazón Valiente para librar al pueblo de un tirano”. Anhelos como éstos no deben morir jamás en el alma de la juventud. Si esto ocurriera, ese pueblo habrá perdido toda opción de un futuro libre, hecho indeseable por toda colectividad que se respete. El gran problema era-y lo es hasta hoy- cómo conjugar libertad con disciplina. La emotividad es nuestra característica y el entusiasmo vacío, es nuestra desgracia.
Corría el año 1954 y en el próximo inmediato se convocaría a elecciones. Había que luchar para evitar el fraude electoral y el ingreso de un gobierno que encubriera la rapiña del que se iba, no por que así lo quisiera; sino, como necesidad y seguridad políticas, bien percibidas por el ejército de entonces. Sería una tarea harto difícil, pero estábamos seguros de cumplirla.
Tratábamos de convencernos que para la juventud nada resulta imposible, siempre que se actúe con pundonor y constancia. Eran pensamientos con grandes y nobles deseos, pero ingenuos. Semejante objetivo resultó siendo una misión imposible. Perdimos de vista los sucesos de la dimensión desconocida, es decir, de las negociaciones de alto nivel, donde se toman las decisiones efectivas y definitivas, por encima de ideologías, combinando intereses individuales y de familia, ignorando idearios y en las que el bienestar del pueblo es sólo un pretexto. Olvidamos la existencia de organizaciones sociales que actúan por encima de grupos y de partidos políticos. Pasamos por alto que el pasado y el futuro en las alianzas políticas son momentos que corresponden a la memoria del pueblo y la memoria del pueblo es mala. El futuro político no tiene riesgos y queda limpio cuando se hace presente, porque el pueblo olvida fácilmente. Semejantes condiciones estuvieron fuera de nuestro entender, pero muy claras en los políticos de siempre, quienes no vacilan ante las oportunidades que consideran más convenientes para ellos y, a veces, si algo queda, también para sus colectividades.
La política era para nosotros una adhesión estética y un sacrificio religioso. Lejos estábamos de su auténtica naturaleza: conciliación de inconfesables intereses, ventajas mutuas para las partes aliadas, desconfianza permanente y poca lealtad entre ellas. Olvidamos que la política es el más cruel de los negocios. En la política, las virtudes estorban y la ingenuidad es un pecado mortal.
Pasábamos algunas noches, particularmente en vísperas de feriado, discutiendo temas diversos. Empezábamos en la cafetería de Masami, en la esquina de Grau con Junín, al costado del que fuera el cine “El ´Pueblo”. Allí, alrededor de un vaso de leche o de una taza de café, comentábamos los acontecimientos universitarios, del país o el ejemplar de Cuadernos Trimestrales, dirigido por Marco Antonio Corcuera, con poemas de Torres Ortega-el Poeta del Mar- Carlos H. Berríos y otros vates laureados.
De vuelta al “Nuevo Hotel”, nos deteníamos en el chifa el “Gallo Rojo”, a mitad de la quinta cuadra de Grau, del que nos despedían cortésmente a la una de la madrugada del otro día. Después de todo, sólo consumíamos una taza de té jazmín. Terminábamos en el traspatio del “Nuevo Hotel” a eso de las dos de la mañana.
El traspatio, aunque pequeño, era acogedor. En el centro, se levantaba una banca en media luna con un cómodo respaldo. Estaba hecha toda de cemento. Hacíamos de este traspatio una pequeña plazuela y un jolgorio de conversaciones. Unas veces, a la luz de la luna llena y otras, con las luces que llegaban de alguna parte. En esos trances, Rubén Vallejos tenía siempre algún poema para declamar, pero en cada sesión no faltaban sus “Heraldos Blancos”, un himno a la esperanza y optimismo.
Fue una etapa de solidaridad. No había distinción partidaria y nos unía un solo propósito: rescatar las libertades individual y pública.
Nuestras fantasías políticas se exponían con iluso entusiasmo juvenil, exagerada vehemencia y levantando la voz. Los inquilinos de las habitaciones vecinas, tanto del primero como del segundo piso, protestaban con gruesas expresiones, de las que una de las más suaves era “¡Ya, carajo, políticos de mierda dejen dormir!” ¿Qué nos quedaba? Con tan “elegantes palabras” cualquiera entiende. Tertulia acabada y, calabaza, calabaza, cada uno a su casa.


3.- EL SERMÓN
Era un viernes del mes de febrero. Tenía clases de inglés a las 7 de la mañana. Salí presuroso hacia el edificio “Joaquín Jiménez” de la Sociedad de Beneficencia Pública de Trujillo, situado enfrente de la Plaza de Armas, en una de cuyas oficinas tenía en su academia de idiomas mister Loyer. No imaginaba, por aquellos tiempos, que en esos mismos ambientes tendría yo, unos años después, mi habitación y oficina.
Por piedad o por costumbre, estando la iglesia San Agustín en el camino, quise antes entrar en ella y orar. Sólo era cuestión de unos pasos a la derecha. Después de todo, tenía que tomar algo en la juguería “San Agustín”.
Entrando a la iglesia, tropecé con doña Laura. Ella venía acompañada por Yolanda, una de las chicas más bonitas de la “Casa”, un enigma con respecto a la profesión allí practicada. Doña Laura, a la que siempre conocí, sino adusta, por razón de su trabajo, riendo, por la misma razón; ahora, lloraba y lloraba con sollozos retenidos, como lo suele hacer la gente elegante, enjugando suavemente sus lágrimas con un pañuelo de seda, mientras Yolanda, nerviosa, la consolaba.
“Librerito – me dijo doña Laura - ¿Ésta es la iglesia de la que me hablaste? El cura está vociferando contra las prostitutas. Ha mencionado con ira mi casa. ¿Qué le han hecho mis chicas? Míranos, estamos vestidas con decencia, con mangas tres cuartos, a pesar del calor. Todo lo que hemos querido es orar por el alma de Nora. ¿Te acuerdas de ella?” Claro que sí, murió en Lima, su hijo se recibió de médico. Yolanda tomó el abanico español que doña Laura llevaba y le echó aire. “Visítame, Librerito” – me recomendó doña Laura – y, acariciándome con la ternura de una mujer dolida, me recordó no dejar de llevarle sus revistas “Burda”, “Para Ti”, “Vanidades” y las novelitas de Corín Tellado para las chicas. Se alejó, colgada del brazo de Yolanda, caminando en dirección al viejo Mercado Central, hacia la inmediata cuadra del jirón Bolívar, entonces un apacible lugar de paseo.
            Intrigado, ingresé al templo. El cura predicaba aún y con tono premonitorio advertía que no era cosa de caballeros ni de buen cristiano mezclarse con prostitutas, mujeres perdidas, desalmadas, sin escrúpulos. “A esas perdidas –gritaba- hay que eliminarlas. Ellas son causa de tentación y de pecado para los hombres buenos, son la negación del amor; pero, las autoridades no ven estos lupanares, se hacen de la vista gorda y permiten esas casas de tolerancia que, sabe Dios, si ellos también las visitan…”  El cura, de contextura robusta y mejillas rechonchas, levantaba el dedo acusador señalando hacia el auditorio, su garganta se inflaba y su rostro se irritaba. Era tanta la ira, real o fingida, que atropellaba las palabras, hasta que al fin, bajando la voz, concluyó: “el perdón no es para ellas, el templo de Dios no es para ellas, las misas no son para ellas; sino se arrepienten y renuncian a Satanás”. Entonces comprendí que en alguna parte del sermón habría hecho mención directa a la “Casa” que doña Laura regentaba o quizás hasta las habría señalado. Pero no podía ser, ¿dónde las habría conocido?
Era el 14 de febrero, día de San Valentín, día del amor. La misa era alguna de las mandadas a celebrar en honor al Santo Patrono de la ciudad de Trujillo. Las bancas delanteras estaban llenas de señoras elegantes, pertenecientes a la cofradía del Santo. Compartían esas bancas ancianos caballeros, acompañantes de las feligresas destacadas. Muchos de ellos, ahora que estaban dedicados a prácticas piadosas, habrían hecho ya recuerdos de los frecuentes momentos pasados en esa “Casa”, extrañando los tiempos de pecado. Esto explicaba el tema del sermón. Lo peor de todo era que, en la búsqueda de los caminos a la virtud, tenían que pagar la factura las prostitutas, a las que irónicamente el vulgo las apoda con términos despectivos, como polillas, mariposas nocturnas, marocas, bocas pintadas y otras monsergas que es mejor callar, como callan esos imbéciles, el deleite que obtienen de ellas para luego cargarles las culpas de su propia miseria. Semejante hipocresía condena a la prostituta y goza la prostitución.
Avancé un poco. Quedé frente a uno de los cuadros del vía crucis. Allí estaba Jesús, crucificado entre dos desconocidos; María Magdalena lloraba, abrazada al pie de la cruz. Estaba lleno de ira, pera esa imagen me apaciguó y motivó a la reflexión. Sí, María Magdalena fue una prostituta y dejó el oficio sin tomar en cuenta el temor al infierno. Ella, la Magdalena, llorosa allí, supo de la prédica de amor que ese Hombre de Galilea anunciaba, sin límites ni distinciones de raza, religión, nacionalidad o clase y admiró el testimonio que con su vida daba de ello. Por eso fue a halagarlo, lavando y perfumando sus pies; reconociendo sus pecados y honrando, a su manera, la consecuencia del maestro, mientras los hipócritas se revolvían en su oculta maledicencia, porque sólo ellos sabían cuánto habían gozado de sus favores a cambio de darle su maldito oro o, por lo mismo, con otras, en situación semejante.
Entonces, imaginé a Yolanda como una María Magdalena. Creí encontrarle un parecido con la mujer de la pintura. No se me ocurrió pensar en su redención. Quizás, ella tampoco sabría qué hacer en libertad, como pasa con las aves en cautiverio que escapan de la jaula que las encierra; pues necesitan siempre de un dueño que cuide de su vida, a cambio de sacrificar su vuelo. En fin, confiemos en la voluntad de cada cual y en la bondad de Dios. Nadie conoce el futuro, aunque puede labrarlo con sabiduría y paciencia.
Al salir del templo, mojé mis dedos en la pila de agua bendita y pensé en la desilusión religiosa de la pobre Doña Laura. Había logrado venderle una biblia de Nácar-Colunga, convenciéndola al leerle los versículos iniciales del canto primero del “Cantar de los Cantares”.
Doña Laura quedó impresionada y, diría, hasta intrigada con el Libro Sagrado. Tenía la esperanza que supiera diferenciar entre el hombre y la Iglesia como ecuménica organización.
Salí a la calle aliviado, pero confuso. En el camino me preguntaba: ¿No es la casa de Dios para todos su hijos? ¿Acaso sólo tiene valor la oración del virtuoso? ¿Son las prostitutas las pecadoras? ¿Y qué de los clientes que allí van? ¡Vaya Ud. a saberlo! La vida es mucho más complicada que las especulaciones de un fanático sermón. Sí, tan difícil como el agónico discurrir del celibato en aras de cualquier ideal: religioso, político o social. El celibato, cruel sacrificio del excelso don de la paternidad, que nos hace partícipes de la obra creadora.
El bullicio de la calle me despertó. Llegaría muy tarde a mi clase de inglés. Apresuré el paso y me perdí entre las palmeras de la “Plaza de Armas”.  



4. EL TROCADERO
Los viernes y sábados eran días festivos en el restaurante "El Trocadero". Una multitud de clientes se aglutinaban en sus espacios para terminar la semana o para celebrar éxitos u olvidar fracasos. Tampoco faltaban parroquianos en el curso de la semana. Estudian­tes, trabajadores -bancarios en especial- y forasteros llenaban sus mesas. Era lo que ahora se llamaría un "chupódromo", un canchón con numerosas mesas ocupadas por bebedores. En aquel entonces, la cerveza Trujillo no sólo sabía a remedio o a lejía; sino que hasta descomponía el estómago. Se prefería alguna de las cervezas de Lima o del Callao. Otros tomaban pisco o ron, puros o combinándolos con Coca Cola o Canadá Dry. Los parroquianos de este bebedero aposta­ban a emborracharse, en medio de un ambiente de voces, música y humos de tabaco. Las sombras de la cirrosis y del cáncer no se percibían, parecía no importarles a nadie. "Al fin, de algo se morirá y el mundo se acabará", decían levantando el vaso, haciendo salud o echando gruesas bocanadas de humo en forma de anillos.
La política no era la conversación preferida en la primera mitad de los años cincuenta, por temor a los soplones y, en la segunda mitad de esa década, para evitar romper el encanto de la reunión. Se prefería el entretenimiento literario o el chiste equívoco o de doble sentido; cuando no, el chiste rojo, humor con mezcla de sexo y frases soeces, o los cuentos y fantasías de aventuras propias; exaltando y hasta exagerando la extraordinaria capacidad masculina de cada narrador. Estos temas eran mejores que los políticos, en lugares donde el alcohol es un pésimo consejero, particularmente al llegar al "estado del León", terrible momento de la borrachera, que eleva el ánimo pendenciero.
"El Trocadero" ocupaba un local en la quinta cuadra del jirón Gamarra, frente a lo que antes fuera el Banco Internacional, entre la casa Banante y el Banco de Crédito. El local llegaba hasta el borde de la esquina con la Plazuela Iquitos, interponiéndose una peluquería japonesa, muy concurrida.
Este local tenía una rockola. Un equipo, que parecía una de esas máquinas de juegos mecánicos, con una colección de lo más variada en discos pequeños de 45 rpm, que giraban por una moneda de 20 centavos.
Entonces, el mambo de Pérez Prado era ya música del recuerdo. Hacía furor el rock de Elvis Presley. Estaba de moda la "Coca Cola"; símbolo de vacuidad juvenil.
En la rockola se alternaban el rock con los boleros. Esas román­ticas baladas tropicales que motivan la tranquilidad y hasta parecen eternas. Valses y polcas ponían la nota eufórica, cuyas letras eran temas de conversación. No menos de un problema se suscitaba por las preferencias musicales de los clientes. Era cuestión de jugar a las ganadas para echar monedas en la rockola.
Si alguien alteraba el orden porque así le venía en antojo, el bar-restaurante tenía sus aspirinas, boxeadores en quiebra, aún con puños muy firmes. Cualquier lío terminaba en la calle o en la comisaría.
Los parroquianos, intoxicados por el alcohol, ya en la calle, les daba ganas de torear a la policía, de hacerse los machos, de practicar los 100 metros planos y, con ese motivo, lanzaban el grito de guerra, a todo pulmón "¡Viva el APRA, Carajo!" Muchos de ellos terminaban en la comisaría de Ayacucho, pues caían al suelo de puro borrachos. Al día siguiente -ateos,algunos- juraban por Dios y confesaban al comisario ser apolíticos.
Más tarde, no pocos de estos aventureros de ocasión afirmaron, en las buenas épocas del Partido Aprista, haber estado en la carceleta de aquella comisaría, por razones políticas y, por esa hazaña, recla­maron la recompensa de "su partido" como si algo les debiera.

5.-  LOS ARTISTAS
Los sábados por la noche solía llegar al "Nuevo Hotel" el negro Olaya para encontrarse con Izquieta. Juntos hacían dos talareños, aficionados a la guitarra, al canto y a la jarana. Completaba el trío un muchacho arequipeño apellidado Cavagnaro que, trabajaba en una fábrica de textiles aquí en Trujillo y estudiaba en la Universidad. Cavagnaro había sido hospedado por el mayor López, quien rara vez se quedaba en el hotel los fines de semana.
Haciendo tiempo para salir de parranda, el trío artístico y los demás acompañantes empezaban a musicalizar a punto de las diez de la noche. De pronto se desplazaban hacia el alero del techo que daba al colegio vecino y, en agradable armonía, empezaba la serenata para las internas. El limeño estaba detrás de una de ellas. Era un amor a distancia, un amor a primera vista y con catalejos. La interna no salía ni los sábados. Sus padres eran de San Pedro de Lloc. Ellos viajaban con frecuencia a Lima, donde estudiaban sus dos hijos varones. Era un amor por correspondencia y notas musicales, un amor de suspiros, de los que ya no existen; menos ahora, que las mujeres fuman, beben cerveza, eructan ron y juegan al fútbol.
Izquieta era la primera guitarra, Olaya la segunda y el lime­ño, guitarrista y vocalista estrella. El limeño decía que era pariente del compositor de aquella triste canción Osito de Felpa -a veces he pensado que fue el mismo compositor- la que interpretaba con sentimiento realmente conmovedor, al punto de hacer llorar a más de uno. El repertorio era amplio. Habían días en los que se reunían sólo para ensayar. Esos eran momentos para correr de aburridos. Discutían sobre los temas y sus expresiones, incluidos valses criollos y polcas. Afinaban y reafinaban las guitarras. Recuerdo la emoción que solían producir con los valses Hermelinda, el Plebeyo, el Canillita, el Huerto de mi Amada, el Provinciano. No había bolero del trío Los Panchos que no supieran. Lo admirable era el estilo con el que ejecutaban sus interpretaciones musicales. Eran unos verdaderos artistas.
Izquieta y Olaya eran estudiantes de Ingeniería Química, voca­ción muy común entre los talareños. En Talara, los hijos de los trabajadores de la International Petroleum Company que destacaban en los estudios, recibían -sea por convenio colectivo o por el interés empresarial en la formación y sustitución de cuadros técnicos- ayuda significativa para que estudiaran en Trujillo o en otros países. Esto y las ventajas del trabajo seguro e inmediato en el área de los hidrocar­buros, alimentaba el entusiasmo para el estudio de esta profesión. Por otra parte la Facultad de Ingeniería Química de la Universidad Nacional de Trujillo había adquirido gran prestigio con los ingenieros Carranza, Gorbitz, Flores y Cárdenas, para mencionar a los que más recuerdo.
Walter Palacios, "pocos trapos", por lo flaco que era, nos acom­pañaba en los encuentros musicales con sus recitales poéticos. Al son de la guitarra de Izquieta, Walter traía poemas de Acuña, de Juan de Dios Peza, de Salaverry y de Neruda. Estas serenatas y recitales no tomaban más de una hora, por el frío y por el temor que llegara la policía. Siempre pensé que tal cosa no pasaría. No podía imaginar que las monjas perdieran su sensibilidad de mujer por el hecho de haber optado el hábito. Sin embargo, también estaban las razones de disciplina que era el fundamento de las quejas que, el día domingo, recibía Don Guillermo, muy temprano en su casa, ubicada en la calle Grau. Pobre don Guillermo, siempre amable. Era su comprensible decir: "no lo vuelvan a repetir, muchachos". Eso era todo, casi cada semana.

6.-  POLÍTICA, DICTADURA Y FORTUNA
Empezaban a caldearse los ánimos políticos, aquellos que habían quedado embalsados por la feroz represión del gobierno "democráti­co" del General Odría, electo en 1950 en un cómico proceso electoral, con los candidatos y personeros de las listas del general Ernesto Montagne puestos en prisión en todo el país, incluido el general candidato. En tales elecciones, el candidato único, don Manuel Odría obtuvo el 100 por ciento de los votos y nadie recurrió a los fueros supranacionales y ni siquiera se quejó.
Odría tenía ya más de 6 años de gobierno. Desde 1948, se jactaba de su política de "hechos y no palabras" y de mantener al país en tranquilidad sobre la base de brutales acciones represivas contra todo opositor. Le tocó administrar los excedentes del comercio de los metales en el mercado internacional, de gran demanda y excelente cotización, a causa de la guerra de Corea. La "bonanza" precaria de este fenómeno en los países proveedores de metales, pudo haberse invertido en el despegue para el desarrollo, pero lo más rentable políticamente era la industria de la construcción. Cualquier otra inversión resultaba de beneficios retardados y favorecerían más al próximo gobierno.
Las construcciones hospitalarias monumentales, de unidades escolares y vecinales, o de alguna obra de irrigación, como la del río Quiroz, en el norte del país, atrajeron al poblador de la sierra a las ciudades principales, particularmente de la costa. Esta política gene­ró una precaria multiplicación del empleo y significó para los hombres del régimen buenos rendimientos económicos y políticos. Excelente manera de hacer dinero y de asegurar el futuro político, sin más reproche que el de intelectuales honestos, metidos circunstancial-mente en política.
El general Odría terminó su mandato con una significativa fortuna -según él- resultado de "grandes regalos" que aceptaba gustoso. En efecto, el dictador declaró, a propósito de las cuentas que la bancada democristiana le hiciera en el Congreso sobre la diferencia entre su fortuna y los posibles ahorros de su sueldo de general que, simplemente, rechazaba los regalos de poco valor y aceptaba los presentes que valían la pena.
Con el general, se enriquecieron también sus promotores, áuli­cos y colaboradores. Muchos de ellos sin arriesgar responsabilidad, ni imagen. Sí, más bien, mostrándose como hombres decentes, como políticos sagaces que saben hacer "finanzas" con las obras públicas y los trámites administrativos sin dejar huella alguna.
¡Cómo son las cosas y la memoria del pueblo! Hace poco, leía un artículo publicado en la página editorial de un diario local un elogio a la obra del general Odría. Durante esa semana, según unas encuestas difundidas por la televisión, el público de aquella época recordaba al general Odría como el mejor presidente de los últimos años. Después de todo, esto no es para sorprenderse. En 1962, por poco no resultó, nuevamente, presidente de la república. Los coman­dos de las fuerzas armadas de entonces lo impidieron, sea por viejos y justificados resentimientos o arbitrarias postergaciones en las co­misiones o en los ascensos o por las rencillas propias que suelen producirse en estos cuerpos de servidores públicos. Ernesto Montag­ne, hijo, ya era un prominente oficial de los comandos de las fuerzas armadas. Era comprensible que este alto oficial no recibiera con agrado la posibilidad de un nuevo mandato de don Manuel A. Odría, pues hubiera sido un insulto a la memoria de su digno padre.

7.-  LAS TIENDAS DEL MERCADO CENTRAL
Tengo un recuerdo vago de las tiendas ubicadas al este del viejo Mercado Central, en la calle Gamarra. Era una fila de ellas, colocadas en serie y en planos elevados. Se subían dos o tres peldaños para ingresar a algunas de ellas. La ventilación en esos ambientes era escasa, pero los propietarios se esforzaban en la limpieza de sus negocios.
El viejo mercado se reemplazó por el mercado de ahora existente y, en la vera de enfrente, de la misma calle, se han levantado varios edificios en el área de las que fueran tiendas de don José D'Angelo y de otros almacenes de textiles. Allí estaban hasta hace poco los almacenes "Aray" y aún hoy existe, la ferretería Lau y el hotel Continental, entre otros. La farmacia "La Española", de la esquina Gamarra-Ayacucho no está más.
El grupo de la UCES, Unión Católica de Estudiantes Secunda­rios, solíamos reunimos a tomar desayuno en uno de esos pequeños cafés del viejo Mercado Central, después de participar en la misa de la Iglesia San Lorenzo y escuchar la charla del padre Vanriest. Era un sencillo salón de desayunos, cuya propietaria era una bondadosa ciudadana japonesa, una señora amable, de corazón de oro. Siempre nos recibía cordialmente y nos facilitaba las mesas para continuar la reunión, desayunando. Los domingos servía el exquisito frito trujillano con una excelente taza de aromático té. Al parecer se deleitaba escuchando nuestra conversación y, a veces, se acercaba para darnos noticias de su hijo. Participaba su nostalgia y orgullo de madre con nosotros. Él estudiaba medicina en la Universidad de San Marcos en Lima. Con alegría mostraba su foto, en la que aparecía con mandil blanco y estetoscopio colgado en el pecho y nos aseguraba que también pertenecía a una de las organizaciones católicas universita­rias.
Allí había una rockola con discos de música culta y de conver­sación. Era nuestro solaz escuchar a Mario Lanza interpretando II Pagliaci, La Boheme o Adió Fiorito Asil de Madame Butterfly. Mario Lanza era el tenor de moda e incluía en su repertorio canciones ligeras como Muñequita Linda, Caminito, Amapola, Paloma, etc.
Después del desayuno recorríamos las tiendas, dejando en ellas los impresos relativos al evangelio de la semana. En algunos casos, recibíamos encargos de los trabajadores de los mercados para gestio­nar algún asunto administrativo o ayudarles a redactar sus peticiones para las autoridades políticas y municipales.
Después de la visita al mercado, nos dirigíamos a continuar el trabajo social en la llamada "Barriada la huaca", ahora urbanización Torres Araujo, en memoria de un luchador social. Entonces, era algo así como un improvisado asentamiento humano. Logramos levantar allí un empadronamiento que pusimos a disposición de la Municipa­lidad.

8.-  LA COALICIÓN NACIONAL
La Coalición Nacional, un grupo de la más rancia derecha, se había lanzado a la campaña política para las próximas elecciones. Por algún motivo fustigaba al dictador Odría, criticando su gestión y prometiendo enderezar las cosas en libertad. El grupo era lid erado por Roselló, conspicuo representante de un sector del empresariado limeño. Su mentor era don Pedro Beltrán Espantoso, un liberal a ultranza. Poco se puede decir de la ideología del movimiento de Roselló, pues no exhibía doctrina ni programa, sus posibilidades se inscribían en el liberalismo de Beltrán. Roselló y recorría el país en busca de adeptos, pero sucede que no por mucho madrugar se amanece más temprano y así fue.
Roselló y su séquito habían estado ya en varias ciudades del país. Ese día estaba anunciado para presentarse en Trujillo. La gente se había congregado en la Plaza de Armas. Un puñado de zambos macucos se había instalado en la parte superior del monumento a la libertad, mirando a la calle Pizarro. En efecto, llegó un hombre robusto, de más o menos 1.80 m., sencillamente vestido, en mangas de camisa y con un perfil campechano de hombre corriente. Esta era la imagen y el slogan de su marqueteo político: "Roselló, el hombre común y corriente". Alguien lo presentó, bajando de inmediato para alentar a la concurrencia, buscando aplausos para el discurso de don Pedro Roselló
Roselló empezó su arenga, pero, apenas si había hecho la exhortación inicial, fue interrumpido por un griterío producido por una improvisada manifestación de jóvenes universitarios y trabajado­res de las haciendas vecinas que arribaron a la plaza portando en hombros a un tipo delgado, "blanquiñoso", de cara alargada y nariz curvada. Abriéndose paso entre la multitud congregada, a bocinazos, entró de retroceso una camioneta a la plaza y se estacionó dando frente al orador, a unos metros del pie del monumento. En ella se trepó el tipo, entre vítores y aclamaciones que hacían tal barullo que acallaba la voz de Roselló. ¡Lucho, Lucho, Lucho...! Eran los gritos a coro por la multitud que, al parecer, había estado esperando pacientemente el momento. El recién llegado inició su discurso desde la plataforma de la camioneta, rodeada de trabajadores de las hacien­das aledañas y muchachos universitarios. "Compañeros -empezó el intruso orador- traigo al pueblo clavado en el corazón, porque su recuerdo y el ansia de terminar con sus sufrimientos me mantuvieron en el destierro..." Después de una breve presentación de sus penas en el exilio, fustigó a las oligarquías con tal vehemencia que su entusiasmo invadía a la concurrencia que empezó a gritar "¡Afuera Roselló, afuera Roselló!" La gente se agitó y puso atención a la aparición de un hombre tan grande como Roselló, de cejas densa­mente pobladas, de mirada dura, quien tomó el espacio central de la camioneta que, con cortesía y respeto, le dejó Lucho. La presencia de este nuevo personaje alentó a Roselló, quien con el micro en la mano izquierda se dirigió al recién llegado y señalándolo con el dedo le increpó, diciendo: "Qué te pasa Armando Villanueva, de donde acá eres tu hombre de pueblo, si hemos estudiado en la misma clase y promoción del Colegio de la "Recoleta" en Lima". Como si no fuera con él, Villanueva siguió con su discurso hacia la multitud, exhortán­dola a "repudiar a la clase explotadora, responsable de la miseria en el país y aliada del imperialismo yanqui".
El clamor de la concurrencia seguía con la insistencia de ¡Afuera, afuera Roselló! ¡Lucho, Lucho, Lucho...! Efectivamente, el blanqui­ñoso de nariz curvada era Luis de la Puente Uceda, de quien teníamos noticias por su destacado liderazgo universitario y militante de las juventudes apristas. Un político romántico.
De la Puente, atendiendo al clamor de la multitud, se dirigió nuevamente a la muchedumbre diciendo: "Esta plaza es del pueblo heroico de Trujillo y aquí no tienen cabida las derechas caducas, cavernarias, explotadoras, aliadas del imperialismo yanqui, hambreadoras del pueblo, responsables de la tuberculosis de los trabajadores y de la prostitución de miles de mujeres". La masa se enardeció. El orador, alentado, continuó: "Éste es un pueblo que sabe de su libertad y de su honor, es un pueblo de mártires por la liberación, es un pueblo de larga contribución a las luchas populares..." La concurrencia se enardecía y el orador se expresaba como si estuviera en éxtasis, con los puños de ambas manos elevados hacia el cielo: "En Chan Chan están enterrados los cuerpos de nuestros compañeros, caídos en la lucha por la libertad; pero aquí viven sus ideales con la esperanza de hacerse pronto una realidad". La atención se centró en el vehemente universitario, ya bastante mayor, pero con bríos y fuegos de adoles­cente redentor. "Éstos -prosiguió el orador- que ayer encumbraron al dictador de turno vienen ahora aquí echándose de palomitas, de salvadores y de políticos nuevos, ¡Que los compre quién no los conoce!". "Aquí estamos los auténticos defensores de los derechos del pueblo que venimos del destierro a tomar nuestro puesto de lucha y a enfrentar a estos falsos profetas, a seguir en el camino que nos trazaron los mártires del 32, cuya sangre no dejaremos correr en vano".
Roselló se desgañitaba, retando a De la Puente y a Villanueva, echándoles en cara estarle haciendo el juego a Odría, de ser tontos útiles del dictador y afirmando que los habría traído para usarlos contra la voz de la democracia que representaba la Coalición Nacio­nal. "¡Trabajemos juntos y acabemos con la dictadura militar!" -in­vocaba Roselló-. Nadie lo escuchaba. Algunos de los curiosos, como yo y otros amigos, sorprendidos por la inusitada confrontación, tratá­bamos de apaciguar los ánimos para dar lugar a un encuentro polémico, pero resultaba imposible en medio del tremendo griterío.
Roselló, visiblemente malhumorado, hizo gestos y ademanes de rabia y, protegido por sus macucos guardaespaldas, se retiró hacia la calle Orbegoso, abordando una camioneta que él mismo condujo, flanqueado en los estribos por varios guardaespaldas.
De la Puente continuó con su discurso, al que puso fin con tono triunfal: "¡Compañeros, aquí se acabó la farsa de la derecha " "Aquí, en la cuna de la libertad y del aprismo. hemos enterrado a la Coalición Nacional!  ¡Viva el APRA, compañeros!" La multitud siguió con la maquinita: ¡APRA, APRA, APRA...!
Quedamos intrigados por el hecho de que alguien de la concu­rrencia voceara el nombre de los más destacados líderes del Apra, pero sin respuesta ni eco en el grupo compacto que rodeaba a de la Puente y, por el contrario, fue el nombre de Lucho el que dominó la tarde. Allí estaban Walter Palacios, el gordo Quezada, Pita Díaz, Malpica, Ángulo Ibérico, Ibérico Mas, Fernández Gaseo, Gonzáles  Viaña y otros, quienes sacaron a De La Puente en hombros y se dirigieron por la calle Pizarro, pregonando su triunfo y cantando la "Marsellesa aprista".
El grupo universitario cristiano tomó el asunto como un mal necesario, pese a nuestra posición de pluralismo y tolerancia. Habla­mos de la indispensable distribución de la riqueza y de acabar con las oligarquías y terratenientes.
El negro Crespo hervía de ira. Tenía cierta admiración por las gentes de fortuna, aunque reconocía la necesidad de compartir la riqueza. No le convencía nuestra posición de luchar por las reformas agraria, de la propiedad industrial y de las finanzas y menos si para ello había que utilizar la fuerza. Le repugnaba la violencia. Por eso, mortificado, nos echaba en cara: "Uds. son iguales que los apristas, amigos de repartir lo ajeno, por qué no reparten lo suyo. Lo que pasa es que son unos calatos". "En Piura -decía- los que tienen tierras trabajan de sol a sol y ¿por qué no han de gozar lo que ganan o es que sólo han de sufrir lo que pierden?". Sus razonamientos tan prácticos no se hacían fáciles de responder y mejor cambiábamos la conversa­ción.
Intercambiando opiniones y comentando los acontecimientos, marchábamos al café de "Kioko", ubicado en la esquina de los jirones San Martín con Bolognesi. Dejábamos el tema político y hacíamos mención a lo sabroso del café en esencia que se servía en ese sencillo y simpático salón, a precios estudiantiles, a la bondad del propietario y al espíritu de trabajo de los Inafuku-Higa. Este café, por su cercanía a la Universidad, era una estancia de descanso para profesores y estudiantes, entre clase y clase.
Como el tiempo es el mejor mecánico de la transparencia, hace algunas semanas me enteré que el responsable de la contra-manifestación a Roselló fue nada menos que Sigifredo Orbegoso. En ese entonces, Sigifredo Orbegoso era secretario de Organización de la juventud aprista y, como lo narrara en amena reunión, sus ocupacio­nes estaban en otro lugar, de modo que en esa oportunidad no estuvo en la Plaza de Armas, aunque sí en los hechos diversos que desem­bocaron en esa acción.



9.-  LAS SERENATAS
Palacios, Figueroa, Izquieta, Olaya, el negro Crespo, Chalo de Bracamonte y yo, hacíamos un grupo que se desplazaba por las calles para ofrecer recitales a domicilio, frente a distintos balcones, venta­nales o portones trujillanos. No eran serenatas escandalosas, simple­mente pulsaciones de guitarra y la melodía de las voces que recitaban. Un poco más alto era el volumen del acordeón de Oscar, pero eran tan deliciosas sus melodías que hasta los guardias de las esquinas se quedaban discretamente a la vuelta de las mismas para matar el tedio de la noche.
Las serenatas rompían el silencio de la medianoche. Para evitar molestar a los vecinos no excedíamos de una hora. Se alternaban las casas, evitando hacernos los cargosos y molestar al mismo barrio más de una vez por semana. Por eso, sucedía como si fuéramos esperados y extrañados por la gente del vecindario.
Cavagnaro nunca nos acompañó a estas reuniones y eso nos apenaba. imaginábamos el éxito que tendríamos con sus bolerísticas interpretaciones. Al fin, todos estábamos como él en románticos idilios becquerianos. Lamentablemente, cosas como éstas ya no se ven ahora.
Las serenatas terminaban en la esquina de Pizarro con Orbego­so, en la carretilla del emolientero, con un bizcocho y un jarro de chocolate caliente, o con una cebada fresca, si era verano. Izquieta y Olaya no terminaban allí, eso sólo era el comienzo. Sus dotes artísticas los comprometía intensamente. Con ellos hacíamos una alianza entre abstemios y giradores. Para nosotros era la aventura y para ellos sólo el inicio de la noche.

10.-  UN AMIGO DE TODOS
       Crespo, natural de Chulucanas, tierra del mango y del limón, estudiaba el penúltimo año de Derecho. Como paradigma del vecino de un pequeño pueblo de agricultores, era conversador, enterado de la vida y milagros de pobres y prominentes, sin propósito de hacer daño y sólo como el más popular deporte de pueblo chico. Gustaba saberlas todas, como una seña de conocer el mundo que lo rodeaba. Era mejor llevarse bien con él, antes que empezara a recitar el pasado, a hurgar el presente y a fastidiar el futuro.
De contextura gruesa, más o menos de 1.75 m, cabello ensorti­jado y de color oscuro. Lo llamábamos el "negro Crespo de la Zeta Arrióla" o simplemente el "negro Crespo". La estima que se le tenía alcanzaba no sólo a sus profesores y compañeros, sino a las autorida­des universitarias, personal administrativo y a numerosos estudiantes de las distintas especialidades. Estudioso y amante de su carrera, no descartaba el éxito económico que tanto deseaba, de pura boca, pero que no se lo augurábamos por su inmensa vocación de servicio y su sentido de justicia. Le venía a pelo aquel dicho: "Un negro con alma blanca".
Solía viajar de Chulucanas a Trujillo en los camiones que llevaban mangos o limones a Lima, los que a su retorno cargaban cualquier tipo de mercadería. Para viajar a Chulucanas, esperaba esos camiones en la arboleda de Mansiche. De vez en cuando lo acompa­ñábamos haciendo un poco de bohemia y nos entreníamos con la guitarra de Izquieta o el acordeón de Osear. No era Crespo el único viajero que esperaba los camiones, sino muchos más estudiantes del norte o comerciantes o simplemente viajeros a los pueblos entre Trujillo y Chiclayo y entre Chiclayo y Piura.
En esos tiempos, la carretera hacia el Norte corría, a partir de Lambayeque, por una serie de poblados: Mochumí, Illimo, Pacora, Jayanca, Motupe, Olmos y Ñaupe, poblado, este último, después del cual había que viajar sobre una cuesta muy empinada, en cuyo extremo norte se alzaba una pequeña capilla en memoria de quienes fueron víctimas de accidentes fatales.
Crespo arribaba en ese viaje sólo hasta el Km. 50, paradero del cruce para Chulucanas, a donde se llegaba después de recorrer unos ocho kilómetros hacia adentro.
La diferencia en precio de los pasajes en camión con los ómnibus era significativa, por lo que los camiones eran los vehículos preferidos. Todos los viajeros mataban el tedio de la espera con la algarabía de nuestras canciones, aunque lo único afinado eran la guitarra y el acordeón.

11.-  UNA BROMA PESADA
Apenas terminó el año académico, antes de navidad, despedi­mos a Crespo, deseándole felices vacaciones y un próspero Año nuevo. Tenía que ayudar en el campo a su hermano Eleodoro, el mayor, a quien debía sus estudios y que veneraba, como expresión de una educación de jerarquía y de valores familiares.
A mediados del mes de enero, se nos ocurrió darle por muerto y hacer una colecta con el argumento de enviarle una corona de flores con algún delegado de los amigos contribuyentes. No recuerdo quién fue el autor de la idea, sólo puedo afirmar que varios estuvimos en la confabulación y que la recibimos complacidos, con ese espíritu bromista de los piuranos, inocentemente irresponsable.
Dejamos correr algunos días y echamos a rodar la voz: "el negro Crespo ha muerto. Sucedió en un accidente, viajando a Chulucanas. El camión se desbarrancó en la cuesta de Olmos". Era un rumor creíble, por cuanto esa cuesta era estrecha y resbaladiza en épocas de lluvia. La cuesta no estaba asfaltada. Había que enrollar las llantas de los camiones con cadenas para superarla con éxito, pues la menor falla era suficiente para que se desbarrancara el carro. Fueron tantos los accidentes que, al fin se derivó, con la reconstrucción de la carretera Piura-Chiclayo, aún por el mismo recorrido, aunque sin ingresar ya a los poblados y con tramos importantes de nueva cons­trucción.
Esta fue una mentira despiadada, una broma pesada, hostil, infraterna e irresponsable.
Para la colecta, nos repartimos las misiones. Yo tuve a cargo a los charapas, gentes de buen corazón, como Juan del Águila, Rene Cárdenas, Froylán Masías, el flaco Villacorta, Tito Hidalgo, Carlos Lozano; unos de Iquitos y otros de San Martín y Chapapoyas. No tuve que convencerlos, pues no vacilaron en aportar 10 soles, cada uno de los seis que me asignaron. No tocamos a los piuranos, por obvias razones. Walter Palacios, más convincente, se ocupó de los chiclaya-nos y de los estudiantes de cualquier lugar de la serranía. Gastón Chunga se encargó de otros estudiantes cualquiera fuera el lugar. Reunimos casi 150 soles, unos 50 dólares de hoy.
No lo imaginamos, pero la noticia recorrió rápidamente el ámbito universitario y, en especial, entre los compañeros de la promoción del negro Crespo.
Alberto Vanini de los Ríos, entrañable amigo del negro Crespo, su compañero de promoción hacía yunta de estudio y diversión con él. Alberto era todo un caballero, de trato sencillo, criterio práctico, lejos de petulancias y muy servicial. Gozaba del aprecio de sus compañeros de estudio y de trabajo. Por mi parte, le tenía una gran estima. Llegó a visitarme, acompañado de Pedro González Cueva, para preguntarme sobre el rumor. "¿Es verdad lo que dicen? ¡No puedo creer que el negro Crespo haya muerto!" Es la noticia que dejó Ruesta, de paso a Lima, le respondí. No lo hemos dudado y debe ser cierto, pues, como sabes, acostumbraba treparse en los camiones y ya le habíamos advertido del peligro que corría, pero el ahorro es siempre el ahorro. Los dos amigos asintieron y quisieron dejar un aporte importante, pero me negué a recibirlo, diciéndoles que este asunto ya le habíamos encargado a León y que todo estaba conforme y hecho. Guárdense para la misa que mandaremos a celebrar, fue mi contrapropuesta. Les entregué una de las esquelas en la que se participaba la defunción. Vanini estaba realmente compungido. Con las manos temblorosas encendió un nuevo cigarrillo, dejando un tercio del que aún tenía en los labios, como una señal de alivio. Alberto era un fumador empedernido, de amena conversación. Gozaba mu­cho con las charlas y los comentarios del negro Crespo, su compañero del alma. Fumó un rato, parecía estar haciendo un esfuerzo para convencerse de aquello que siempre parece mentira: la muerte. Finalmente, moviendo la cabeza, se despidió y, ocultando su mirada, se alejó muy entristecido. González Cueva, acreditado profesor de matemáticas, también entrañable amigo de Crespo, lanzó algunas exclamaciones de reproche a la mala hora del accidente: "¡Pero que negro para terco, ya se lo habíamos dicho!" -exclamó a su estilo- y se despidió. Me sentí muy mal. Alberto Vanini y González Cueva eran buenos amigos. Me dolía engañarlos, pero decirles la verdad, era desbaratar la irresponsable broma que había corrido como pólvora y que habíamos prometido sostener hasta que el negro Crespo regre­sara de su tierra. Entonces, diríamos que, como todos, también habíamos sido sorprendidos
La esquela fue muy convincente. Se le ocurrió a uno de los paisanos, cuyo tío tenía una imprenta en Piura, allí la hicieron a la medida y con el estilo y contenido precisos, tal como él las pidió.

12.-  YOLANDA
Llegaron varias revistas de moda a la librería "Peruana", entre ellas, la esperada revista "Burda" y nuevas novelitas amorosas. Apro­veché el sábado por la tarde para ir a la "Casa de las Niñas" para cumplir con el pedido de doña Laura, quien gustaba mucho de esta revista alemana de modas. Le comenté a Crespo las perspectivas de mi visita, quien, sin que se lo pidiera gustoso se ofreció acompañarme y aunque me resistí con el pretexto de que perdería tiempo, él insistió con el argumento de que era mejor ir acompañado a la "casa". Comprendí su intención y admití la compañía, la que, además, no podía evitar.
Doña Laura se alegró al vernos. En medio de su ajetreo, recibió la revista y me pagó de inmediato y me autorizó para pasar a las habitaciones de un privado a buscar a Yolanda para quien traía el "Para Ti" y algunas novelitas nuevas.
Crespo se escurrió hacia los ambientes del servicio común a los clientes. Ejercía allí una paisana a quien solía visitar como un amigo, una relación social de intercambio de informaciones. Su paisana lo proveía de información valiosa sobre los hábitos sexuales de algunos prominentes. Su nombre de batalla "La Queca", una mulata de fina figura y de ojos verdes. La Queca gustaba del chisme y buscaba las noticias de la tierra, de los muchos personajes que ella conocía, queriendo a algunos y odiando a otros.
Según afirmaciones de Crespo, la Queca era hija ilegítma de uno de los hacendados de su tierra en una morena morropana que trabajaba en la hacienda. La vida que ahora había asumido sólo era una forma de protesta. Estaba seguro de poderla convencer para que retorne a Chulucanas a reclamar lo suyo. La herencia era grande y él se haría cargo de la defensa. Le faltaba poco para obtener el título de abogado. Me parecía un imposible que la Queca aceptara ese retorno, pero él tenía mucha fe en todo esto porque le irritaba la idea de que se mantuviera tanta injusticia. Según él, la había conocido desde niña y hasta habían sido compañeros de juego. Años de inocencia, entonces, cuando nada hacía prever semejante destino
Yolanda me recibió con entusiasmo. Hojeó rápidamente la re­vista como si buscara alguna noticia. El arreglo de la habitación era algo exótico: hermosas cortinas de terciopelo azul, lámparas elegan­tes y una cama a modo de las que se ven en las películas de reyes. Se percibía un ambiente exclusivo. Yolanda, reclinada en un sofá hojea­ba y hojeaba la nueva revista. "Sabes -me dijo- consigúeme un libro con los horóscopos y con la interpretación de los sueños, el que trae esta revista no me sirve de mucho, tengo el presentimiento de que este año próximo me irá muy bien". Pero todavía es noviembre -le respondí. "No importa, ya deben haber salido los horóscopos del próximo año". Me hablaba con ilusión, de modo que me picó la curiosidad. ¿Estás enamorada, Yolanda? -le pregunté-. "No seas indiscreto, Librerito, pero algo hay de eso". "Ven mañana, iremos a la playa de Buenos Aires al mediodía. Mejor, allá me encuentras y te contaré". No es que yo fuera chismoso, pero tenía simpatía por esa chica, tal vez si el momento de su liberación había llegado o se encontraba cerca.
Me costaba aceptar que ella estuviera allí. Era tan joven. Me parecía llena de esperanzas y de sueños. Ya me había contado en una de mis visitas comerciales, que venía del interior de Tarapoto, de padre francés y madre nativa. Su padre se perdió en alguna parte de la selva, cuando internado en ella buscaba plantas exóticas y raras mariposas que enviaba a Francia. Jamás se supo de él. Todo intento de búsqueda terminó en el fracaso. Cosas de la selva, la que parece devorarse cuanto ser vivo se interna en ella, a los que devuelve, si le viene en gana. En fin, es el precio de querer desentrañar el misterio.
Así quedó Yolanda huérfana de padre, siendo aún muy niña. Su madre vino a Trujillo y entró al servicio de doña Laura, quien la protegió hasta que murió, cuando Yolanda ya tenía 16 años. Nunca le pregunté si su madre había atendido a clientes en las zonas de servicio o si ella misma prestaba esos servicios. Quién sabe le hubiera resultado tan natural, pues jamás le noté que asumiera una actitud de vergüenza o de reproche sobre la profesión del amor y el trabajo de doña Laura.
Yolanda tenía todo el perfil de inocente criatura, increíble para el ambiente en el que siempre están recibiendo directas e indirectas, insultos e insinuaciones. Creo que había llegado a asimilar todo ello con el natural sistema de autodefensa. Yo mismo paseaba por esos ambientes, como si estuviera en cualquier casa de vecindad, saludan­do cortésmente a todas las vecinas que, en ocasiones, en las mañanas veraniegas, las encontraba en sus puertas con enaguas transparentes, los senos al aire y con el sosiego de haber cumplido con su jornada de trabajo. Por mi parte, era una cuestión de negocios. Había que tomarlo con calma y ponderación. Jamás les eché el tú, si no las conocía. Aprendí de mis mayores que respetos, guardan respetos. Además, ¿quién era yo para hacer alguna observación o reproche? Ellas también tenían derecho a vivir en paz, olvidando o envolviendo su desgracia en un capullo de aparente resignación.

13.-  EL SÓTANO AZUL
Esa noche, después de la gira de serenatas, fuimos los cinco de la confabulación al "Sótano Azul" para invertir el producto de la colecta en churrascos montados y papas fritas. Al "Sótano Azul" concurrían todos los expulsados de los bares que cerraban entre la una y las tres de la madrugada y los que requerían de revitalización, después de sus faenas en la mansión de doña Laura. Sus churrascos montados eran famosos entre los lechuceros.
En el camino, comentábamos que tan rentable había resultado la sucia mentira sobre la muerte del negro Crespo, nuestro insepara­ble amigo. Hacíamos cálculos para cuántos churrascos alcanzaría la suma recolectada. Llegamos allí casi a las 10 de la noche de un día sábado. El propietario del Sótano Azul era muy amigo de Izquieta. Nos recibió con alegría. Le pidió que interpretara Osito de Felpa, pero todos nos opusimos. "Esa canción es muy triste -dijimos- no quere­mos perder el apetito". La verdad era que temíamos que la melancolía de esa canción despertara nuestros cargos de conciencia. "Entonces, échense una ranchera", dijo resignado el anfitrión. Empezó a sonar el acordeón de Óscar y la guitarra de Izquieta con los aires de "Allá en el Rancho Grande". La música atrajo a los transeúntes que se unieron a la alegría. Nuestros churrascos fueron servidos de forma muy especial, rebasando los platos, con una deliciosa y suculenta ensalada, cortesía de la casa. El jolgorio que se armó con la música permitió que comiéramos sin mayores remordimientos.
Por aquel entonces, Trujillo era una linda y tranquila ciudad. Se podía deambular de amanecida, sin compañía, si a uno le daba la gana. ¿Quién recorrería hoy en día, de madrugada y solitaria su alma, las últimas cuadras 7 y 8 del jirón Junín o la vía hacia el barrio Chicago?
El "Sótano Azul" se ubicaba pasada la octava cuadra del jirón Junín, después del cine "El Pueblo", más allá de lo que fuera el paso de la línea del ferrocarril, de la que ya no hay rastros.
En esa cuadra, "El Sótano Azul" abría el inicio del barrio Chicago. Se llamaba así, porque el primer plano estaba a poco más de 60 cms. bajo el nivel de la calle y sus paredes y puertas estaban pintadas de azul.
Hoy en día, la ciudad de Trujillo luce más hermosa que linda. Sólo los inconscientes y los audaces o los que no tienen otra alterna­tiva se atreven a caminar durante altas horas de la noche o en la madrugada por sus ya no más silenciosas calles. Las pandillas juve­niles ha infestado barrios conexos al centro de la ciudad. En la misma Plaza de Armas, alrededor del coloso monumento a la libertad, los indeseables han sentado sus reales. Ahora, es difícil cruzar la Plaza Mayor por la madrugada sin toparse con gente de mal vivir, dispuesta a "expropiar" al pacífico transeúnte o molestar o buscar pendencia, como simple diversión.

14.-  IDIOMAS Y CULTURA
Un joven académico alemán estableció un Centro de Idiomas en el que se impartía enseñanza de secretariado comercial; lenguas alemana, francesa, italiana e inglesa; taquigrafiarte. La llamó "Aca­demia Cosmos". Funcionaba en el segundo piso del edificio "San Carlos", situado en la plazuela Iquitos.
Lingüista de profesión, el joven alemán asumió en la Universi­dad Nacional de la Libertad-Trujillo(UNT) la enseñanza del inglés y del alemán, al que nos aficionamos algunos. El concepto de discipli­na, que traía de un pueblo que emergía rápidamente de las ruinas, chocó con la laxa actitud que practicamos con frecuencia y a la que llamamos "flexibilidad". Pronto tuvo problemas con aquellos alumnos que querían ingresar al aula a la hora que les venía en gana, que exigían las materias casi digeridas y los cursos de especialidad dictados en lenguaje vulgar, lejos del propio de la disciplina, técnica o científica. Estudiantes para quienes el aprendizaje de idiomas era un medio de dominio del imperialismo; pero que, para su desgracia, carecían de habilidad para las lenguas no nacionales y aducían como pretexto "falta de metodología". Según ellos, la carencia de método no les permitía entender lo que, por sus limitaciones, nunca enten­derían. En esta controversia nos conocimos con el profesor y coinci­dimos en que la única forma de cambiar las cosas era sobre la base de trabajo y disciplina. Menos mal, los estudiantes conscientes de su destino profesional lograron imponerse, con el apoyo de una docencia y dirección institucional responsable.
Fue alrededor de ese Centro o Academia que, preocupados por las cuestiones sociales y económicas, decidimos constituir una aso­ciación cultural que bautizamos con el nombre de "Asociación Cul­tural Cosmos". Guillermo Fuentes Díaz, profesor de antropología y el director del Centro se preocuparon de la difusión de los objetivos de la asociación.
Integramos el grupo no sólo de estudiantes universitarios, sino también de colegios secundarios, procurando unir inquietudes polí­ticas, científicas y literarias. Se agruparon como fundadores Oswaldo Zegarra, "Finquito"; Roberto Mariani, el Gringo; Gonzalo de Braca-monte, "Chalo"; Feliciano Velázquez, "el Santo"; Víctor Irribarren, "el Cura", Roberto Ato del Avellanal, "el Intelectual"; Juan Manuel del Águila, el "Charapa"; César Liza Ortiz, Orlando Hernández, Lucho Tincopa, Elio Pimentel y con ellos muchos más. Guillermo Fuentes fue el primer presidente de la Asociación. Ahora, algunos estamos dispersos en el país y, otros, en el más allá, gozando en el paraíso o, simplemente, en la inmensidad de la energía universal.
Tratamos de abarcar las diversas ramas del conocimiento. Nos propusimos convertir a la Asociación en un agora de las inquietudes intelectuales de entonces.
Llegaron a nuestros conversatorios Augusto Salazar Bondy con su exquisita propuesta de arte y la estética, César Augusto Reinaga, profesor de economía en la Universidad San Antonio Abad del Cusco; Néstor Martos, profesor en el colegio nacional "San Miguel de Piura". Este maestro trajo la inquietud sobre la misión del periodismo en el cambio social junto con Jorge Moral, director, por entonces del Diario "La Industria". El profesor de Sociología General y del Perú, Víctor Camacho Ugaz, interlocutor permanente en nuestras sesiones; Ra­fael Narváez, expuso el panorama histórico del Perú; Antonio González Villaverde, dio lecciones magistrales de preceptiva literaria; los sacerdotes Romeo Luna Victoria, jesuíta y Ulises Calderón, diocesa­no; Luis Jaime Cisneros; los poetas Julio Garrido Malaver y Carlos H. Berríos nos legaron sus lúcidos conocimientos en materias sociales, literarias, lingüísticas y filosóficas. Muchos de ellos, jóvenes acadé­micos o profesionales, dispuestos a ofrecer su mensaje a una juven­tud, ansiosa de participar en él o de contrastarlo de modo positivo y productivo. Frecuentemente nos acompañaron Grimaldo Luna Vic­toria, Augusto García Llerena, Enrique Vanini, Víctor Ganoza Plaza, Manuel Ángel Ganoza, Virgilio Rodríguez Nache, Lucho Navarro Cueva, Francisco San Martín y muchos otros que con generosidad contribuyeron con los fines de la Asociación.
Luis Gorritti, recién venido del Brasil, trajo nuevas técnicas sobre proyectos de inversión y teorías de política económica, en los tiempos que la economía era dominada por ingenieros en lo referente a matemáticas y por los abogados, en lo que requiere de política y sociología.
Virgilio Roel nos ilustró sobre las corrientes de la planificación económica-social, en debate intenso en el país. La planificación recibía serios reparos desde las tiendas liberales, atrincheradas en el diario "La Prensa" de Lima. Desde estos predios, la planificación era considerada como la punta de lanza del intervencionismo estatal y había que cerrarle el paso.
El maestro don Jorge Ángulo Argomedo insistió en la construc­ción de una doctrina laboral, sobre la base de la doctrina social de la Iglesia. Se buscaba ya la participación del trabajador en las utilidades de la empresa y se promocionaba su gestión en la empresa.
El director-propietario del diario "La Prensa" era don Pedro Beltrán Espantoso, promotor de la Coalición Nacional. Beltrán fue Ministro de Hacienda y Comercio, audazmente nombrado por don Manuel Prado, en su segundo gobierno. Ironías del acontecer social, imagino cuan feliz estaría don Pedro Beltrán con el modelo político-económico del Perú de hoy, no obstante tengo ciertas dudas sobre ello. No sé si don Pedro aceptaría como modelo liberal lo que ahora se hace en el país.
La "Asociación Cultural Cosmos" alcanzó gran prestigio. Reunía en sus encuentros y coloquios semanales a estudiantes, profesionales.empleados y obreros; todos, interesados en las académicas confron­taciones de los problemas políticos y culturales y editó importantes publicaciones con la técnica del mimeógrafo. Fue una muestra de que para hacer algo, las limitaciones económicas no son un obstáculo.
Creo que los que aún andan por allí, no han olvidado aquella reunión motivada por el profesor Alvaro Mendoza Diez.
El Dr. Mendoza Diez no disimuló jamás su inclinación marxista y, por el contrario, sus lecciones de economía siempre estuvieron orientadas de modo erudito y científico en el marco de estas corrien­tes. Hay que advertirlo, el profesor Alvaro Mendoza jamás compro­metió su labor académica como instrumento de negociación prose-litista, aunque, de modo consciente y responsable, hubieron muchos estudiantes que asumieron posiciones y concepciones propias de las doctrinas marxistas, como instrumental de análisis de la historia del mundo y de la vida. Él y el Dr. Mauro Herrera Calderón representaron una línea de conocimiento desde la perspectiva de la concepción marxista. Don Mauro Herrera, profesor de pedagogía, puso siempre el sello de seriedad y de dignidad docente.
Esa noche, con todo entusiasmo, con un auditorio lleno, el profesor Alvaro Mendoza expuso sus tesis marxistas, explicando el fenómeno de la evolución política y económica de Rusia. Al momento del coloquio, fue contestado por Luis de la Puente Uceda. Sostuvo de la Puente que la economía rusa era un "Capitalismo de Estado" sin la necesaria libertad para adoptar decisiones, con un sistema político inaceptable de partido único y la creación de una clase política que reemplazaba a las castas oligárquicas. En su exposición, de la Puente trajo a colación el texto que escribiera Haya de la Torre el "Anti-imperialismo y el Apra", haciendo una glosa de su contenido y afirmando esos programas, el máximo y el mínimo, como base de lucha de los pueblos de "Indo-america". La vehemencia, con la que Lucho de la Puente sostuvo estas tesis, dejó en mí la impresión de que en el fondo abrigaba con firmeza una posición social demócrata, propia de su realidad. Una posición americanista, popular y antioli­gárquica, para decirlo en los términos de entonces; pero, al mismo tiempo, percibimos algunas vacilaciones y una especie de angustiosa búsqueda de nuevos caminos para la lucha por la revolución popular, sin renunciar a la libertad, en democracia y polipartidista. La agonía de siempre en las posiciones políticas es la combinación de estrategia y tácticas. Nuestra adolescente vehemencia no nos permitió com­prender esta agonía política, ni buscar un diálogo más cercano. Más bien nos parecía una contradicción en él y mantuvimos absurdas distancias de grupo, pero con una inicial simpatía por su convicción. No menos convincente fue la exposición y réplica del profesor Men­doza Diez, quien tenía en su contra la densidad de sus proposiciones y la rigurosidad académica de su exposición, más intelectual que anímica.
Algo había en la exposición del maestro Alvaro Mendoza que estimuló y sensibilizó nuestra emoción social, aunque nos distancia­ban las posiciones religiosas, como si la existencia de Dios dependiera en creer o no en él o en ser ateo o agnóstico. Dios es el supremo hacedor, trascendente a nuestra contingente realidad y siempre fue y será por encima de todas las cosas. Dios vive en el corazón de quien quiere o puede creer en él.
En otra oportunidad, Luis de la Puente hizo una exposición magistral sobre la problemática político-social del Perú contemporá­neo.
La Asociación Cultural Cosmos fue un modelo de encuentros de pensamientos diferentes, políticos y religiosos, que no alcanzamos a profundizar y a poner en práctica,arrastrados por una época y un sistema sustentados en el conflicto y en la desconfianza.

15.-  TRUJILLO EN EXPANSIÓN
Trujillo es llamada la capital de la primavera. No gratuitamente, sino por su frescura y el ambiente lleno de lozanía que durante mucho tiempo se respiró en la ciudad y sus alrededores
Por aquellos años, superando apenas el primer lustro de la mitad del siglo, no podíamos hablar aún de urbanizaciones. Recién despun­taba la Urbanización California, como asentamiento de los funciona­rios y técnicos de la firma a cargo de las obras portuarias de Salaverry, al oeste de la ciudad, incorporada al distrito Víctor Larco, conocido como Buenos Aires. Tampoco había pueblos jóvenes, apenas si se consolidaba la llamada barriada la "Huaca", en el lado noroeste de la ciudad, que ahora se denomina Urbanización "Torres Araujo"


Declinaba el apogeo del Ferrocarril, administrado por la Peruvian Corporation, concesionaria de este servicio. Su muerte estaba ya anunciada y, al parecer, su administración se afanaba en hacerlo fracasar. Ya no existía la línea Trujillo-Buenos Aires; pero sí, las Kneas al Valle Chicama y a los puertos de Pacasmayo, hacia el norte y Salaverry, en el sur. Era tan agradable escuchar las campanas de la "Estación del Ferrocarril" y el silbato de las máquinas, cuya sinfonía rompía la monotonía del silencio característico de Trujilo. El Ferro­carril era el reloj orientador de la ciudad, por su puntualidad inglesa. Diría que el latrocinio que cometieron con el Ferrocarril es la prueba irrefutable de como el país se gobernó sobre la base de los intereses de las grandes firmas extranjeras y de los políticos codiciosos que amasaron grandiosas fortunas que se pierden en la memoria del pueblo que los ensalza de por vida.
La historia se repite y, aunque con otros personajes y métodos, el Perú de hoy vive nuevamente ese riesgo de las concesiones. Se trata de reacomodos de los contratos y de exigencias del financia-miento. En resumen, la plusvalía del trabajo y la explotación de los recursos se transfieren a las cuentas nacionales de otros países. Hoy se usan nuevos nombres para lo mismo: privatización, globalización, expansión de mercados y otros expedientes que son la falsificación y la mascarada de la explotación del hombre por el hombre, que hunde en la desesperanza a pueblos enteros.
Sin embargo, hay que aprender del pasado y asumir los riesgos de modo calculado, buscando el beneficio del país para capitalizarlo e independizarlo económicamente. No se trata de resistirse a la inversión extranjera. Queremos que nuestro país pueda negociar con los otros en igualdad de condiciones y ventajas. Que permanezcan en él parte equitativa de los excedentes y que éstos devenguen en capitales nacionales propios. Al parecer, no tenemos alternativa, o usamos los excedentes de los países ricos para crear los nuestros o quedamos en la pobreza crónica. Nadie tiene la receta mágica para fabricar de la noche a la mañana un porvenir venturoso que no sea con disciplina, trabajo y ahorro interno, evitando la anticultura del desperdicio. para el transporte colectivo, los ómnibus rojos de Zarzar, grandes y cómodos, circulaban por las calles de la ciudad, cubriendo las rutas entre el centro y los barrios Chicago, en el sur y la Unión, hacia el este. Para Buenos Aires existía un servicio de góndolas, más o menos arregladas. Gracias a Dios, que los vehículos llamados microbuses no existían. La vida transcurría tranquila y alegre. La gente era indiferente a los relojes de la torre de la catedral, como al de la estación.

16.-  EL BALNEARIO "BUENOS AIRES"
Era un domingo del mes de marzo. El calor se dejaba sentir con fuerza. Tenía que ir a Buenos Aires, según le había prometido a Yolanda. Corrí al pasaje del mercado central y justo alcancé la primera góndola que salía hacia el balneario. Eran las 11 y media y, casi a las doce, estaba ya arribando al malecón del balneario más cercano a la ciudad. Entonces, el vehículo no se detenía con frecuencia en el trayecto.
Las chicas de la "casa" solían bañarse detrás del restaurante de Santiago Morillas, conocido como el Casino de Buenos Aires. Este local era -y aún lo es- una construcción de madera, al modo de una glorieta que despunta unos metros adentro del malecón. Perteneció al Ferrocarril de Trujillo, haciendo de estación local, mientras aquél existió. Era un típico local de playa, levantado sobre la arena para que las aguas, durante la marea alta, discurran por debajo de la casa sin dañar las estructuras. Las playas eran limpias. La concurrencia, consciente de la propiedad colectiva, llevaba consigo los restos y desperdicios de los fiambres para echarlos en lugar adecuado, evitan­do contaminar las playas.
Alguien puede pensar que estoy narrando un cuento de los años verdes, pero, aunque no lo crean, así era esa playa del ahora distrito Víctor Larco. Se podía pasear sin temor a lo largo de su orilla y gozar del plenilunio, aún pasadas las 10 de la noche. Todo era tranquilo y seguro. Sólo se temía que apareciera algún ahogado en pena y que lo arrastrara a uno al mar para llevarlo como compañía al más allá. Se creía aún en las sirenas y no faltaban quienes aseguraban haberlas visto escurrirse entre los totorales.
Desde el malecón, alcancé a ver a Yolanda, flotando sobre las olas como una hermosa sirena. Ella también percibió mi llegada. Salió de las aguas, sacudiendo su hermosa cabellera, vino a la playa y, dando saltos sobre la arena caliente, reposó sus pies húmedos sobre la toalla de baño. Doña Laura había ido al restaurante a saborear el delicioso cebiche de Morillas. "¿Me has traído el horóscopo?", preguntó introduciendo la conversación. Aún no, tan luego salgan, te los llevaré gustoso. Ahora, quiero yo adivinarte la suerte, tienes que contarme lo que te sucede, respondí ansioso. Se tiró boca bajo sobre esa enorme toalla. Dejó que su mirada se perdiera hacia el norte de la playa. Al verla, era su figura tan graciosa, el vestido de baño escurría el agua del mar y estaba tan ceñido que traslucía la belleza de su cuerpo. Tan armonioso era el juego de su cintura, glúteos y piernas que dejé volar por un momento mis fantasías eróticas; pero, a mi disgusto, me deshice de ese sueño fugaz y preferí seguir con la conversación. "Estoy enamorada, verdad que estoy enamorada", dijo resuelta como hablando sola y siempre con la mirada perdida. "El es un médico joven, parece un príncipe árabe, de esos que salen en las películas de Erroll Flyn"-contaba suspirando. Sólo puede ser carita, el físico engaña, pero ¿el alma y el corazón? -le repliqué- un poco preocupado. "Es un ángel". ¿Qué dice de esto doña Laura? -pregun­té-. "No lo sabe aún, pero creo que lo sospecha, pues lo recibe muy bien "-contestó tranquilamente-. "Ah, sí-continuó- el otro día, doña Laura se sintió muy mal, su edad ya no la ayuda y también quiere descansar; pero, menos mal, él estuvo allí y la atendió rápidamente". ¿Cómo? ¿Piensa ya, doña Laura, en el más allá?, interrogué con inquietud. "No seas bruto, quiere retirarse y traspasar el negocio", replicó como asustada. En ese momento, saltó mi sentido religioso y pensé en la realización de un milagro. Si los fanáticos puritanos escucharan esta conversación -pensé para mis adentros- sabrían interpretar mejor el mensaje Evangélico de amor y de perdón. En­tenderían que todos los seres humanos tienen derecho a desear la felicidad y a buscar el camino para alcanzarla. Por un momento, me asaltó el pensamiento de que todo fuera pura ilusión de Yolanda. Tuve el temor de que la desilusión pudiera ser catastrófica para ella, como, lo fue para la Queca. "Bueno, ya lo sabes, si quieres una consulta gratis, te voy a recomendar para que vayas a su consultorio. Lo necesitas, estás muy flaco", dijo Yolanda riendo. "En este papel está su nombre y dirección, tómalo y ahora métete al agua que está bien fresca". Retrocedió unos pasos, recogió arena con el empeine de los pies y jugando la echó, sobre mí. Levantó su toalla y, sacudiéndola, me la entregó pidiéndome que le sacara la arena de la espalda. Su cabellera se deslizaba, húmeda y brillosa, hacia sus hombros. Puse la toalla sobre su cabeza remolinándola para secarle el pelo. Sacudí con la mano la arena de su cuello y de sus hombros y pasé suave y lentamente la toalla por toda su espalda. Ella, golpeándome el pecho con sus dedos y, sonriendo, se despidió con un ¡Chao! Se puso la toalla sobre el hombro izquierdo, se calzó sus sandalias y se dirigió al restaurante para hacerle compañía a doña Laura. Por mi parte, me saqué los zapatos, arremangué el pantalón hasta la rodilla y caminé hacia el norte, al filo de las aguas. Sentía el frío de la arena húmeda. Aspiré hondo para llenar los pulmones con el aire fresco, aplacando en algo la alucinación sexual que el tacto de su espalda y la belleza de sus formas me produjeron. Nada extraño, por cierto. A cualquiera le sucede.
Tomé el papel del bolsillo y grande fue mi sorpresa. El fulano era un médico conocido. Pertenecía a una destacada familia chicla-yana, allegada a la mía en esa ciudad. En alguna oportunidad, Gastón, mi buen hermano, me había hablado de él, describiéndolo como un muchacho inteligente y de buen corazón. Gastón terminó sus estu­dios secundarios en el colegio "San José" de Chiclayo, un par de años después que este médico. Ambos pertenecieron al equipo de balon­cesto del colegio. Casualidad de casualidades. ¡Qué chico resulta el mundo!

17.-  RESURRECCIÓN
Las matrículas para el nuevo año académico en la universidad estaban por cerrarse. Después de pasar por Tesorería para abonar los 300 soles -unos 100 dólares- por derechos de enseñanza, había que presentarse al departamento médico. Doña Susana atendía la parte administrativa de este departamento y, a pesar de su gesto adusto, tenía un corazón bondadoso, al punto que dejó caer algunas lágrimas al enterarse de la supuesta muerte de Crespo. Esa pena la compar­tieron los médicos y el dentista.
¡Buenos días!, dijo el recién llegado a la enfermera. Susana que estaba escribiendo algo sobre una tarjeta clínica, levantó la cabeza para contestar el saludo, pero inmediatamente se quedó muda, el rostro pálido, sorprendida y estupefacta. ¡Qué pasa! -dijo con sorpre­sa el interlocutor- parece que hubieras visto al diablo calato. ¡Jorgito de mi corazón, has resucitado! ¡Bendito sea Dios!, te creíamos muerto, exclamaba la enfermera Susana levantando los brazos hacia el techo. "¿Muerto Yo? ¡Qué chiste! ¿Qué clase de cuento es ese?"
Susana le contó que había corrido la voz por toda la Universidad que se había accidentado, viajando a Piura en un camión. "Ahora me explico -respondió Crespo- porque en la Tesorería todos me atendie­ron sorprendidos e incrédulos, como si hubieran visto a un fantasma". "Ahora lo entiendo todo". "Desgraciados, me las van a pagar".
Al escuchar los lamentos de la enfermera, salieron los médicos Tincopa y Holguín y, sorprendidos, al ver a Crespo, le preguntaron, al mismo tiempo, "¿ regresaste del infierno, muchacho? "No. ni en el cielo ni en el infierno me quisieron recibir". "Tengo mucho tiempo para fregar la paciencia en esta vida", respondió entre irónico y riendo el resucitado.
En el patio, Crespo tropezó con don Lucho Coronado, jefe de la administración de la Universidad, quien al verlo se echó a reír. "¡Vaya, ahora los muertos andan!" -exclamó con tono de sorna-. "Pero la gente te quiere, negro -le dijo como para consolarlo- todos nos llenamos de pena al saber lo que fue una mala noticia; pero aquí estás, gracias a Dios".
Alberto Vanini le dio la pista y Crespo vino a nosotros para reclamar parte de las cuotas. Le juramos que Ruesta nos había dado la noticia de su muerte y le mostramos el parte de defunción. No nos creyó una sola palabra. "Gallinazo no come gallinazo", replicó. Le prometimos devolver las cuotas a todos los contribuyentes. Pero Crespo se mostró inflexible. "Eso de devolver es cosa de ustedes" -enfatizó el resucitado- "allá con vuestra conciencia." "Si ustedes usaron mi nombre para estafar a la gente y sacarles el dinero, pues dinero tienen que darme". Después de nuestras argumentaciones y de sus insistencias, tranzamos con él y acordamos llevarlo al Sótano Azul para hacer las paces.
El sábado por la noche, enrumbamos hacia el Sótano Azul. Crespo pidió ir antes a la casa de Doña Laura. Traía un encargo que hasta ese momento no había podido entregarlo. Era un regalo de un pariente para la Queca. No tuvimos más remedio que aceptar.
Él era el dueño de la fiesta y teníamos que reivindicarnos a su vista. Le advertimos que sólo era para entregar el encargo. En las noches de sábado, la "Casa" se ponía algo difícil, con el ambiente pesado, con bullangueros y camorristas. No queríamos que la broma se convirtiera en hecho cierto, es decir, que sufriera algún percance serio.
Figueroa prefirió quedarse inmediatamente en el "Sótano Azul", haciendo un poco de música con su acordeón, al que solía acariciar como si fuera un bebé. Villacorta se apuntó para hacerle compañía y otros con él.
Efectivamente, no demoramos. Al ingresar Crespo al Sótano Azul, la mujer del dueño casi se desmaya al verlo." ¡Carajo! -exclamó Crespo- como saber si soy tan feo o que esto es por verme resucitado". "Qué tan crédula había sido toda esta gente. Lo mismo me ha pasado con la Queca -comentó- por poco me tira el agua del lavador, excusándose que sólo quería correr a los espíritus." "¡Dónde se han visto espíritus negros!" "Todo el mundo me miraba espantado." "¡Ustedes, desgraciados, tienen la culpa! y, ahora, me quieren enga­ñar con un churrasco." Terminó sentándose a la mesa para acabar con el delicioso plato de carne que ya estaba servido. En -esas circunstancias, la carne es la carne y no hay hambre que perdone.



18.-  LAS OPCIONES POLÍTICAS
Las elecciones generales de 1956 estaban convocadas. Los par­tidos políticos se movilizaban. Junto a los partidos tradicionales, de los cuales el único con una ancha base popular era la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), emergían Acción Popular (AP) y la Democracia Cristiana(DC), como expresiones de nuevas corrien­tes de pensamiento y de opciones de organización política y econó­mica.
Acción Popular engrosaba sus filas con un contingente ciudada­no contestario al APRA. Resultaba una versión de centro con gran opción a ocupar el vacío que dejaba la Unión Revolucionaria de Sánchez Cerro, aunque con un contexto de pensamiento diferente, diríamos con tendencia a las corrientes liberales, pero con opciones de promoción social. Recogía las aspiraciones participacionistas en las cuestiones del poder político de más de una generación, las que buscaban un espacio y un refugio para su realización cívica. Su cuerpo de ideas se plasmaba en una frase: "El Perú como doctrina". La piedra fundamental de su organización era el liderazgo. El líder, su constructor, tenía muchas condiciones carismáticas para atraer a las falanges juveniles profesionales que no gustan comprometerse ideológicamente con un sistema definido de ideas.
La Democracia Cristiana atraía a sus tiendas a la intelectualidad educada en la doctrina social de la Iglesia Católica, sin ser por ello confesional. Era una versión de centro que buscaba constituirse en una opción de las clases trabajadoras y medias, pero con un lenguaje que no fue para la época: la dignidad de la persona humana; la cogestión en la empresa; el Estado de Derecho, la administración del bien común y el equilibrio entre el capital y el trabajo. Es posible imaginar que podía significar esto, en un pueblo en el que la versión cristiana es sólo para las misas de domingo, de salud o de difuntos y no para un testimonio de vida. Además, con otro origen y lenguaje, este espacio de clases trabajadora y media (alianza de trabajadores manuales e intelectuales) estaba ya ocupado por las tendencias social-demócratas, una versión de las cuales era el partido aprista, ideológicamente visto. El partido aprista resultaba muy compatible con la idiosincracia del pueblo peruano, de aquella época; de modo que la Democracia Cristiana fue sólo un intento para construir una colectividad política alrededor de un cuerpo de ideas, recusando idolatrías y condenando la violencia como táctica política. Craso error. Tales fórmulas no eran ni para el espacio ni para el tiempo histórico de aquellos momentos, teñido de tensiones entre el capital y el trabajo, como si fueran enemigos y no aliados, se perdía en el vacío lo precioso de un discurso que sólo tuvo la admiración de propios y extraños.
El retorno del APRA a la "legalidad" había sido condicionado a no presentar candidato propio e inducido a embarcarse en un gran frente, cuyo candidato era un abogado capitalino de círculos notables: Hernando de Lavalle. Al inicio, pareció un candidato no comprome­tido y presentaba un perfil apropiado para el consenso, capaz de aglutinar a las diversas fuerzas políticas y, como refiere algún analista político, contaba con el respaldo del Apra y hasta de los diversos nuevos grupos políticos. Por discrepancias diversas, sin embargo, se produjeron alejamientos y surgió frente a él la candidatura de don Manuel Prado Ugarteche, banquero destacado, domiciliado en París, quien retornaba, al decir de sus promotores, "convocado por las masas populares" para hacerse cargo de la dirección del Estado peruano. Las elecciones para la presidencia de la República se definirían entre tres candidatos.
Las tendencias que parecían polarizarse entre Hernado de Lavalle Vargas y don Manuel Prado Ugarteche, fueron interferidas por la emergencia de la figura de Fernando Belaunde Terry, como expresión de un pujante movimiento juvenil que sería base del nuevo partido. Este candidato se ubicó en el segundo lugar de la elección con más del 36 por ciento de los votos emitidos, contra el 45 por ciento de Manuel Prado y casi el 18 por ciento de Hernando de Lavalle que se quedó con el apoyo de la Unión Nacional.
La correlación política para los próximos 30 años estaba plan­teada. En aquellas elecciones participaron, postulando al parlamento (diputados y senadores), otros grupos además de los presidenciales, como la Democracia Cristiana, Izquierda y la Unión Revolucionaria, la que quedó, prácticamente, minimizada.

19.-  EL CANDIDATO
La visita a Trujillo de don Manuel Prado estaba anunciada para ese día a las 7 de la noche. El estrado se había levantado en el lado norte de la Plaza de Armas, al filo de la acera, frente a la casa de la familia De Bracamonte, donde después funcionaría el Banco Hipo­tecario y hoy una sección del que fuera Instituto Peruano del Seguro Social. Los asistentes eran numerosos. Se extendían a lo largo de la calle, haciendo una media luna entre la puerta principal del edificio de la Sociedad de Beneficencia Pública y el que fuera el Hotel de Turistas y bordeaban el filo de la Plaza de Armas, un poco hacia el fondo.
El grupo de demócratas cristianos percibimos cierta disposición de la gente a no aceptar a este candidato, quien gobernó el país de 1939 a 1945. Aquella vez llegó a la presidencia de la República, como delfín del dictador don Osear R. Benavides, después de oscuras maniobras para salir a la palestra con un supuesto apoyo del partido Aprista que, en esa oportunidad, no fue cierto. También, en aquel entonces, don Manuel Prado, de refinada inteligencia, logró conven­cer a sus adversarios iniciales para que lo apoyaran.
El candidato apareció de pronto en el estrado. Tenía la presencia de un venerable caballero, de mediana estatura, de fina y elegante figura, de andar sereno y seguro. Fue anunciado por el maestro de ceremonias, mi paisano y amigo, locutor de una radio local y presen­tado por el responsable del Movimiento Democrático Pradista, en Trujillo. Al iniciar el candidato su discurso, empezamos el griterío. Fui alzado en hombros y acercado al estrado. Don Manuel Prado, sin inmutarse, me alcanzó la mano, pero la esquivé. El pueblo se enar­deció y, de pronto,por el lado este, casi frente a la casa Pinillos, sobresalió levantado en hombros don Rómulo León Ramírez, líder aprista, expresión de una generación sufrida. Surgió así una definida orientación para una masa políticamente desubicada.
Hasta hoy estoy convencido de que no hubo consigna oficial por parte del partido Aprista para dañar la manifestación del movimiento pradista. Al parecer, los círculos dirigenciales estaban a la expectativa de los acontecimientos y de las definiciones. La candidatura de Lavalle se desmoronaba. El asunto fue espontáneo, libre, circunstan­cial, abortado por la euforia del movimiento juvenil, sin distinción de color político.
El candidato, con mucho tino, se retiró con sus acompañantes, haciendo gala de serenidad y cálculo político aprendido en el mundo de las finanzas y los asuntos de Estado. Casi de inmediato me encaramé al estrado y empecé un improvisado discurso. Las luces y el micrófono fueron desconectados, lo que no fue impedimento para seguir. De pronto,por el lado sur, ingresó Luis de la Puente Uceda y se posesionó en la cara norte de la parte superior del monumento a la Libertad. Lucho llegaba de Santiago de Chuco, donde tenía algunas tierras, herencia de familia. Entonces, al grito de ¡Vamos a la plaza!, nos movilizamos hacia allá, no para combatir contra el recién llegado y sus huestes; sino para aglutinar fuerzas. En esos momentos, la causa común era evitar que lo más representativo de la derecha pudiera llegar a capturar la dirección del Estado para el próximo período.
Al acercarnos al monumento, el "cholo" Encalada, piurano, chulucaneño, estudiante del quinto año de Derecho, parado en las primeras gradas detrás de un cerco de sus compañeros, gritó seña­lando al grupo que me conducía en hombros: ¡Allí viene Jesucristo! ¡Allí viene Jesucristo! ¡Amén! ¡Amén! Se había formado un círculo impenetrable alrededor del monumento. En la base estaban trabaja­dores de las haciendas, formando fuerza de choque. En la parte alta del monumento, Lucho de la Puente era sostenido por Walter Pala­cios, Fernández Gaseo, el gordo Salazar, Quezada y otros. De pronto, los búfalos se volvieron contra nosotros que hacíamos un grupo compacto con Amado Ezaine, Eleodoro Villanueva, Domínguez, De Bracamonte, Rodolfo Armas, Figueroa, Irribarren, Augusto Velezmo-ro, "El Chino", un nutrido grupo de estudiantes secundarios de la Pre-UNEC (Unión Nacional de Estudiantes Católicos) y también un grupo de jóvenes obreros, artesanos y estudiantes que se unieron espontáneamente a nosotros y que se mostraban indecisos con res­pecto a los bandos, que pronto se formaron, cuando todo parecía una sola voz.
No obstante nuestras razones, el grupo de "choque" dándonos empujones e insultos se alistaban a cumplir las consignas dispuestas a gritos desde la parte superior del monumento: ¡Golpe con ellos, búfalos! ¡Afuera, los cucufatos! ¡Viva la revolución popular! Algunos quisieron lanzarse contra nosotros, pero con unas pistolas de fogueo que alguien nos prestó los paramos en seco.
Hicimos un último intento para conciliar, con los agresorespero fue en vano y, dirigiéndonos al ocasional grupo dirigente, les gritamos: ¡Estos mismos búfalos los golpearán mañana! No fue una profecía, ni menos un deseo; sino una simple deducción a partir del panorama de tensiones que presentaba su colectividad política. Algunos años más tarde, ésta sería la situación. Muchos de ellos, aglutinados bajo el nombre de "APRA Rebelde", serían asediados en las calles de Trujillo por el mismo sistema disciplinario, siguiendo la lógica del escarmiento.
Nos plantamos allí un momento mientras Lucho de la Puente decía: "El APRA no dejará jamás que el hijo del traidor vuelva al palacio, ni que los banqueros sigan haciendo del Perú un festín". Palabras que, a pesar de su dureza, las sentimos muy nuestras, pero la euforia es mala consejera y la pasión política echa por tierra la capacidad de reflexión. Era la expresión de una mentalidad totalitaria y exclusivista, ahora superada. Por lo menos, así lo creo, si tomamos en cuenta el esfuerzo por transformar el perfil y las actitudes políticas de esta colectividad por Alan García, su joven secretario general en el quinquenio del 85 al 90. En todo caso, es deseable la desaparición de cualquier aparato represivo en asociaciones que deben tener como fundamento la libertad de afiliación y el debate abierto de ideas.
El grupo del lado este, con Rómulo León a la cabeza, había tomado otro rumbo, en dirección a la calle Pizarro, al parecer sorprendidos por los hechos, pero con el entusiasmo de la masa cuando alguien la motiva. Ese panorama fue para nosotros un sínto­ma de que algo ocurría dentro de la unidad del partido aprista, como puede suceder con cualquiera organización llegado el momento de las definiciones.
Por nuestra parte nos dirigimos al café de los Masami y, mientras ellos continuaban por el jirón Pizarro hacia su local, nosotros toma­mos el jirón Gamarra en dirección al sur.
El negro Crespo, siempre con nosotros, más como curioso que como partícipe, se burlaba de la actitud de haber esquivado la mano de don Manuel Prado. "¿Cómo es posible que no recibieras esa mano blanca, suave como un guante de seda ?" -decia riendo- y se gozaba recordando el grito del "cholo Encalada": "¡Allí viene Jesucristo! ¡Amén! ¡Amén!".

20.-  EL JIRÓN PIZARRO
Qué trujillano o amante de Trujillo -como el que esto escribe-no siente el jirón Pizarro como un poema impreso en su alma. El jirón Pizarro es un bello trazo y fue siempre una deliciosa ruta para el caminante. No importaba la razón de transitar por sus calles: por trabajo o por itinerario obligado o, simplemente, para ir y venir por las dos aceras, gozando de los escaparates de las tiendas o de sus aires y haciéndose, sabe quién, cuántas ilusiones aún desconocidas.
Mucho tiempo atrás, parte de esta vía fue llamada calle Progreso. Eso fue en una vieja época. Hoy, pese a todos los cambios y giros de la localización comercial, sigue siendo el eje del centro comercial de Trujillo.
Ahora florecen tiendas y oficinas desde la primera cuadra, donde antaño sólo se asentaban dos bodegas, una en cada esquina; en la de la avenida España, antes circunvalación interior y otra, en la de Alfonso Ugarte. En el medio de la primera cuadra existía un negocio llamado el "Licor de los Incas". Una pequeña fonda en la que todavía se preparaba chicha, esa bebida de maíz que alegrara a nuestros antepasados prehispánicos. Un manjar raro, en estos tiempos de las mil y una cervezas. Más allá, en la cuadra 3, estaba la cárcel, ahora "Centro de Adaptación y Rehabilitación Social". Este "Centro" fue, hace algún tiempo ya, trasladado a las afueras, hacia el noreste de la ciudad, en un lugar llamado "El Milagro".
Descontando la Plaza de Armas (Plaza Mayor), la luminosidad comercial del jirón arrancaba desde la quinta cuadra, con el Bar 'Torturas" y la tienda de Leónidas Moreno, en cada una de las esquinas, derecha e izquierda. En esta última, seguía la Librería "Peruana" de Carlos Guijón Miranda, la "Imprenta de don Ismael Otoya y la sastrería de mi paisano Cherres, la que conservaba en una de sus paredes un mapa de Europa con los trazos del avance de las tropas de la Alemania de Hitler y de las fuerzas aliadas. En la acera opuesta, a la tienda de Moreno seguía la de Juan Franciso del Campo y después de varias casonas, la sede de la Corte Superior de Justicia, al costado de la iglesia de la Merced, como que todo el complejo fue el convento de la congregación religiosa de los mercedarios.
Frente a la corte estaba la Botica Llontop, al estilo de la vieja usanza, con una serie de pomos, una balanza de precisión, polvos, sales, jarabes y esas cajitas de pomada de zinc para las zafaduras o de belladona para las inflamaciones y las cápsulas de trementina para los resfriados. Su amable boticario, siempre solícito, listo para prepa­rar las fórmulas que escribían los médicos con esa letra horrorosa, con la que suelen, aún hoy, expedir sus recetas.
La esquina oeste de la cuadra 6 de este jirón servía para las tertulias vespertinas de conocidos caballeros, personas de experien­cia que intercambiaban información con lo vivaz de la calle y los recuerdos acumulados a lo largo de sus años. Cómo no recordar a don Antonio Melly y a don Juan Chávez, tesorero y secretario admi­nistrativo de la universidad; a don Humberto Landeras, tesorero fiscal, a don Víctor Julio Rosell y, en fin,a tantos otros que sería interminable nombrarlos en tan poco espacio.

21.-  EL PASEO DE DOÑA LAURA
Doña Laura solía pasear por el jirón Pizarro de largo a largo. Empezaba desde la última cuadra, en el encuentro con la plazuela "El Recreo". Despachaba su correspondencia en el Correo Central, en la cuadra 7, aquella casa, en cuyo frontis exhibía, empotrado en su pared, un león de cobre, cuyas fauces servían de buzón. Solía detenerse un momento ante la enorme puerta del "Club Central", mirando hacia el interior las impresionantes y fastuosos columnas y lujosos ambientes. Quizás soñaba con un local parecido para su negocio, con salones semejantes para noches palaciegas de diversión y placer. Doña Laura se santiguaba al pasar por la iglesia de la Merced y se detenía, suspirando, en la plazoleta de enfrente de la Corte Superior, como deseando no verse nunca dentro de ella. Algunas veces, terminaba su paseo en la Plaza de Armas para tomar uno de los taxis que solían estacionarse en la recta del mismo jirón Pizarro y otras veces, avanzaba hasta el Palacio Municipal o hasta la Prefec­tura para recomendar alguna gestión. Sabía que allí sería bien reci­bida.
Un día doña Laura se antojó hacer una estación en la "Librería Peruana" para recoger ella misma las revistas que yo le solía llevar. Estaba allí un grupo de asiduos contertulios, comentando con Carlos Guijón sobre los acontecimientos políticos y las perspectivas de la vuelta a la democracia y apostando si habrían o no elecciones muni­cipales. Entró de pronto doña Laura, quien como entre sorprendida y maravillada exclamó con algarabía: ¡Ah!, aquí están estos mucha­chos. ¿Pero quién los ha corrido de mi casa? ¿Ya no se divierten? ¿Es que con los años han perdido las energías o están volviendo a la ilusión de la adolescencia? Don Carlos Guijón, arrecostado sobre las lunas de las vitrinas, reía divertido por la ofuscación de sus amigos. "¡Librerito! -llamó doña Laura- dame mis revistas y recomiéndame un libro de decorados, de esos buenos. Yolanda me ha encargado uno, el mejor". Atendida que fue y mientras Carlos Guijón daba vueltas a la manija de la caja, doña Laura con gran desparpajo, agarrándole los vellos del brazo exclamó: "¡vaya con este hombre, parece un oso y está bueno para el invierno!" Luego, dando un giro, como una dama del elegante mundo burgués, dijo un adiós, con cierto tono de ironía y salió del modo más natural, con la respetuosa respuesta de los concurrentes, quienes, sólo después de un buen rato, soltaron la risa y comentaron el hecho, culpándose mutuamente por las alusiones de doña Laura.

22.- UN INTELECTUAL VEGETARIANO
Entre solidaridad y desacuerdos transcurría la vida en los am­bientes del Nuevo Hotel. No es posible referirse a una época o año. Los estudiantes iban y venían. No faltaban quienes ya tenían una ocupación profesional y sólo esperaban cambiar pronto de vivienda hacia ambientes mejores. Sin embargo, vale la pena recordar algunos pasajes que descubren las delicias de la vida de estudiante, la escasez del que lidia solo, la tranquilidad del hijo de familia, la irresponsabi­lidad del que vive al día, sin importarle el mañana y las angustias del que tiene que dar examen, por simple que este fuera.
Todos los días, desde las seis de la mañana, se disponía en una mecedora a la vera del principal Roberto Ato del Avellanal, con sus textos en inglés, repasándolos en voz alta que disonaba con su tamaño. Roberto era de baja estatura, voz grave con potencia de locutor, fanático de dietas vegetarianas y de beber agua pura. Reco­mendaba no comer cadáveres de animales mamíferos. Tenía siempre a su lado uno de los 2 tomos de "La Decadencia de Occidente" de Oswald Spengler, por quien sentía gran admiración. En cierta opor­tunidad, visitó la Universidad Arnold Toynbee, escritor inglés, famoso filósofo de la historia, quien ofreció una brillante conferencia en el paraninfo de la Universidad. Roberto no resistió las críticas de éste a las tesis de Spengler, escritor alemán, otro gigante de la filosofía de la historia. Ato solicitó la palabra -con mucha seguridad- expuso las razones de su autor predilecto y la fuerza de sus predicciones para un mundo que, Roberto, también consideraba decadente. De gran sentido pragmático, dejó el "Nuevo Hotel" para residir con la comu­nidad de habla inglesa de la congregación que administraba el colegio San José. Tenía un gran deseo de leer a Schekeaspeare en su idioma nativo. Terminados sus dos años de estudios de Letras -pre-derecho-emigró a Lima para continuar en la Universidad de San Marcos.

23.-  DOS LOCOS EN CONFLICTO
"El Picho" Noriega, sanpedrano, estudiante de Derecho, aplica­do y práctico, era una persona radical en sus simpatías, como en sus antipatías. Noriega tomaba partido definitivo por una posición y a ella se enajenaba. Si se trataba de tangos, su ídolo era Gardel y ningún otro como Gardel. "Gardel, cada día, canta mejor", exclamaba ante la enorme foto que colgaba en la pared de su cuarto. En política, se decidió por Belaúnde y era más belaundista que el mismo Alva Orlandini o que el propio Belaúnde. Todas las mañanas, desde que salía de su habitación, levantaba el brazo derecho y, haciendo la seña de estilo, gritaba el slogan del Partido: ¡Adelante!
Noriega había conseguido un compañero de cuarto y estaba orgulloso de haberlo hecho. Es el gentleman modelo, el filósofo del futuro -decía, orgulloso, por él-jactándose de ser su amigo.
Al amigo de Noriega, en la universidad, lo apodaban "Nietzsche". Era menudo, de unos 30 años, acostumbraba el pelo corto y barbilla. Su terno azul, el de siempre, le bailaba en el cuerpo. Su camisa de cuello duro parecía más bien una pechera y gustaba de corbatas de colores encendidos. Particularmente excéntrico y fanático de la higiene, de la tranquilidad y de la oscuridad. Eso sí, era muy respe­tuoso y estudioso. Éstas fueron las causas por las que él y el "Picho" Noriega no pudieron ponerse de acuerdo en cómo realizar la limpieza de la habitación, el arreglo de la iluminación, las horas de descanso y los momentos de estudio. El problema llegó al punto de trazar una línea divisoria en el cuarto para separar las jurisdicciones. Ninguno de ellos podía violar esa frontera sin ofender al otro. No pocas veces vimos correr a "Picho" perseguido por todo el hotel por su entrañable compañero, quien la emprendía a escobazos, por el mero hecho de poner la punta de la pantufla en su territorio.
Cierto día, la sangre llegó al río. "Nietzsche" perseguía a "Picho" Noriega con un cuchillo de cocina, echando mil maldiciones, mien­tras Noriega corría recitando: "b-a-ba, b-a-ba, tu madre corcoveaba, mientras mi padre la montaba" y, dando saltos, reía a carcajadas. Era tal la rabia de su compañero de cuarto que no entendía razones y no era parameños. El "Picho" Noriega había consumido su enorme tarro de talco, lo había rellenado con sal refinada; se había orinado en un rincón del lado que le correspondía a su compañero de cuarto y, encima, le insultaba la madre.
Noriega tuvo que desaparecer por unos días, esperando que su eventual compañero se fuera. Efectivamente, un día domingo se fue. Salió "Nietzsche" impecablemente vestido, parsimonioso, con una maleta en cada mano y sin mirar a nadie. Para él, todos éramos culpables. A su juicio, debimos haber sancionado al "Picho" y no lo hicimos. Nosotros comprendimos su angustia y nos despedimos con señas que él no respondió. Tampoco podíamos dejar que lo mate en un arrebato de cólera. Eso sí habría sido una desgracia que lamentar toda la vida.

24.-  EL BAR AMERICANO
En la esquina, formada por la quinta cuadra del jirón Pizarro y la cuarta del jirón Orbegoso, se situaba el "Bar Americano", conocido también como el "Bar Porturas". Padre e hijo compartían la atención de este viejo local, no sólo por la antigüedad del mismo; sino por sus arreglos: mesas y mostrador de mármol, sillas de madera en una peculiar forma, con brazos y respaldar cóncavo; escaparates con espejos y una gran heladera de madera para conservar sus embutidos y refrescar sus bebidas. Sobre el mostrador y en los escaparates habían unos lindos depósitos de vidrio en los que se conservaban las aceitunas, las frutas secas, los licores macerados y otras delicias hechas en casa.
Este local con el de la Librería Peruana eran casi gemelos. En alguna época habrían formado un solo ambiente, por la precariedad de la solución de continuidad entre los mismos.
Este Bar era el refugio de comerciantes, abogados y poetas, algo así como el centro de alivio de las tensiones de la tienda y de los litigios. Era una especie de estación para el diálogo artístico o comer­cial. Con cierta frecuencia estaban allí los parroquianos con el cachito, los dados y una Cuba libre. Los poetas del grupo Trilce o de Cuadernos Trimestrales solían hacer largas tertulias de crítica y de composición literarias. Era un ambiente tranquilo, de gente que sabe como echarse unas copas sin llegar al escándalo. Era cuestión de matar las angustias del juicio en marcha y de final incierto, del negocio posible o del poema apretado en el alma que se niega a ver la luz.
De cuando en cuando y siempre que no hubiera concurrencia de público en la librería, me trasladaba a la bodega, donde se escuchaban los diálogos de los parroquianos. Allí disfrutaba de las recitaciones que los poetas hacían de sus recientes composiciones, algunas de ellas inspiradas en la misma mesa. De esa vena eran los abogados y poetas Wilfredo Torres Ortega, Carlos H. Berríos y Marco Antonio Corcuera.
El gordo Porturas(hijo) y su mujer eran nuestros vecinos en el Nuevo Hotel. Habían ocupado las habitaciones del principal, después de que sus antiguos inquilinos se mudaron. El solía sentarse en una silla, poniéndola al revés. Se posaba en la entrada del Hotel. Abría de par en par el portón del edificio para poder gozar de la vista de la calle. Así, disponía de un amplio panorama, miraba a los transeúntes, evaluaba su andar y sus vestidos y, no pocas veces, recordaba la historia de alguno de ellos. Temíamos que subiera al segundo piso; pues era tal su exceso de peso que bien podía acabar con unos cuantos peldaños de la vieja escalera de tan viejo edificio: nuestro "Nuevo Hotel".
También llegaba a este antiguo bar un viejo hacendado, jactán­dose de su hombría y supremacía. Con unos cuantos whiskys en la cabeza, sacaba una pistola, la ponía sobre la mesa y solía confrontar a sus contertulios, preguntando: "Digan cualquiera o todos Uds. ¿A cuántos hombres han matado y a cuántas hembras han montado para llamarse hombres?" Las respuestas disparaban siempre por la segun­da parte, quién menos tenía impresionable contabilidad de amores con nombres y con todo; mas no los muertos, ya que todos eran hombres de paz.
Resulta que el viejo siempre las ganaba en todo. En muertos y en mujeres. Según él, además de los derechos de pernada, bien gozados en su hacienda, tenía varias religiosas en su haber. Recitada su proeza, volvía a preguntar, a ver ¿ quién es el machito que me supera. Nadie se atrevía a confesar semejante lisura. Además, se ufanaba de no tener que utilizar anticonceptivo alguno. "Esas son cojudeces" -decía- "yo monto yeguas y mujeres sin aperos","yo soy gallo en cualquier corral". Con semejante ventaja de no tener que responder por los resultados, cualquiera se manda de hacha. Imagí­nense la cantidad de descendientes que este viejo dejó, con su apellido o sin él; pero, para el efecto, lo mismo da y por allí andarán algunos o muchos, quien sabe si orgullosos de tener ese apellido con el "de", colgado adelante del sustantivo.
Ahora, en este bar, con eso de la moda de pollos a la brasa, de hamburguesas, salchipapas y menús, funciona allí una mezcla de restaurante, pollería y cafetería. No es ya la sombra de lo que fue.

25.- EL MAROMERO
Cierta tarde de un domingo se armó un gran alboroto a la entrada del "Nuevo Hotel". El flaco Villacorta, estudiante de medicina, quiso hacer una proeza a los ojos de las chicas que habitaban en el edificio de enfrente.
El "Flaco" empezó a saltar de un balcón a otro. Tenso por las miradas de una de ellas, en el cuarto y último salto, no alcanzó la baranda del balcón siguiente y cayó al suelo. No se hizo daño, ni siquiera se dislocó alguno de los tobillos, ni sufrió zafadura y menos rotura de algún hueso. Lo vimos dar una vuelta en el aire y caer con la técnica de un felino. Hubo un momento de suspenso. Las chicas que lo miraban dieron gritos de angustia y terror. Era tan buena gente que, si algo le hubiera pasado, nadie hubiera dejado de sentirlo. Todos sus amigos, entre alegres y consolados, corrimos a él. "¡Flaco eres lo máximo, eres un tigre!", le dijimos abrazándolo. Sin inmutarse, el flaco Villacorta respondió: "No fue nada. Todo, por una mujer que llevo en el corazón, ensartada como anticucho. Por ellas, aunque mal paguen". También es cierto que las maromas no se volvieron a repetir, de modo que, un gran susto debió haberse llevado este flaco maro­mero, aunque lo disimulara con cierto porte de serenidad y triunfo.

26.- DESARMONÍA
El comején de la discrepancia política llegó de modo súbito a los ambientes del "Nuevo Hotel" y a la Universidad. Antes, era como si todos participáramos de la misma opinión idealista, sin colores ni tendencias. Se trataba de salvar al Perú y debíamos hacerlo juntos. Aparecieron los partidos tradicionales y los modernos y con ellos, las consignas de los locales y las corrientes de opinión. Se pasó de la concordancia y de la unidad de criterio a la desarmonía y a la confrontación ideológica para imponer la suya como la mejor opción.
Entonces, más que combatir a las oligarquías, empezamos a combatirnos a nosotros mismos, expresiones de clase media y popu­lar. Los dueños del Perú seguían enriqueciéndose, en ciertos casos, con el apoyo, forzado o intencional, de fuerzas políticas que siempre se reclamaron "populares".
Sin comprender las reales angustias internas de los grupos que hacían la mayoría de entonces, no perdíamos la ocasión de enrostrar  les sus errores. Lo peor era que ni siquiera se esforzaban por esgrimir argumentos que sustentaran su razón, si tenían alguna. La situación era difícil de sostener. Evitaban la verdad de las cosas. Pero ese tipo de comportamiento era explicable, en función de la coherencia y de la disciplina, característica de su colectividad, pues, de otro modo, podían perecer como organización. Eso se comprende con el tiempo y después de ver otras experiencias en el mundo.
No se trataba ya de discusiones; sino de disputas que llegaban a lo personal. En el fondo, había ambiciones de protagonismo e inte­reses individuales que comprometían a las colectividades. La solida­ridad para las serenatas se convirtió en insostenible desarmonía. La música era ya un insoportable ruido.
Una absurda pasión política, sin norte colectivo y llena de emociones irreflexibles, nos cegó. No pudimos ver más allá de los anillos ideológicos que nos abrazaban o de las especulaciones que tomábamos como verdad, sin llegar a verificarla. Pensábamos con parámetros que no nos permitían analizar la realidad de los proble­mas concretos, porque no cabían en nuestros sistemas. Las coinci­dencias eran más que las discrepancias, pero nos aferrábamos a estas últimas y distorsionábamos las primeras.

27.-  COSAS Y SORPRESAS DE LA POLÍTICA
Hernando de Lavalle, en alguna de las entrevistas que suelen hacerse a los candidatos, declaró que de ser elegido presidente de la República continuaría con la política de orden y disciplina del general Odría. Esto produjo la deserción de las agrupaciones políticas que simpatizaban con su candidatura y, particularmente, del partido aprista, que era el más auspicioso. Los líderes de este partido lo exhortaron a que se rectificara. El candidato advirtió que era un caballero de palabra y no admitió dar paso atrás. Alguien, de su entorno inmediato, esperaba esta conducta y ese alguien hasta la habría inducido, con el fin de cambiar el curso de las cosas, pues nadie puede prever los siniestros propósitos de las altas esferas de los poderes de la política y de la economía que, no siempre, son cosas distintas.
Trujillo preparaba una gran recepción al nuevo candidato de las mayorías, don Manuel Prado Ugarteche. El estrado se había levanta­do al costado del palacio arzobispal. En esta oportunidad la promoción y el entusiasmo de la visita era auspiciada por el partido aprista, quien exaltaba a don Manuel Prado como un paladín de la democra­cia y el hombre más capaz para dirigir el país en orden, lejos de las atrocidades de la dictadura de Odría.
El panorama era sombrío, pero el banquero había logrado su propósito, tan finamente como el más exitoso negocio de sus finanzas. El imperio de los Prado había conseguido, no sé con cuanta facilidad, abrir en el APRA aquella brecha y espacio que no consiguiera en los años del 1939 al 1945. Entonces, fueron muchos los trances doloro­sos ocasionados por el mariscal Osear R. Benavides y los Prado a Haya de la Torre y a los más connotados líderes de este partido.
Prado estaba convencido que sin el apoyo del APRA su candi­datura estaba perdida. El maquiavélico financista, el personaje de las más inexplicables negociaciones, a quien se atribuyen máximas políticas que expresan lo indeseable de ésta, el Stalin peruano, como incomprensiblemente lo llamara un caudillo comunista, había en­contrado la coyuntura favorable y la aprovechó, como cualquier hombre de negocios.
Pudiera ser que el APRA estuviera en un callejón sin salida, en ese momento y que muchos de sus líderes estuvieran agotados de combatir frontalmente sin los resultados esperados. ¿Quién lo sabe?. Al fin, alguien ha dicho que la política es el arte de lo posible y de lo conveniente. Dejemos esta preocupación a los politólogos e historia­dores.
El candidato fue recibido multitudinariamente. En el estrado lo acompañaban dirigentes de los trabajadores de las "haciendas" caña-veleras del alrededor de Trujillo. La suerte estaba echada y el próximo presidente de la República sería nada menos que el más conspicuo representante de las más rancias derechas en el país y, peor que eso, "el más refinado e inteligente de su frivola clase, como lo calificara don Luis Alberto Sánchez", dos años antes de las elecciones y un año antes de la indeseable alianza política.
Aquella vez, metido en la multitud, pero un poco en los círculos externos, tuve oportunidad de ver correr lágrimas de los ojos de viejos y anónimos combatientes apristas, con quienes siempre sostuvimos coloquios serenos en reuniones que se realizaban en clubes deportivos y asociaciones culturales del barrio Chicago y en la liga de artesanos y obreros.
El desencanto en las juventudes apristas se hizo evidente. Por cierto que no faltaron aquéllos que siempre calculan los rendimientos personales. Los viejos luchadores procuraban convencerse a sí mis­mos de no estar soñando y que sólo se trataba de una pesadilla que acabaría con el despertar. Otro sector, más realista, pasaba con dificultad su amargura, pero tenía la convicción que se trataba de un mal menor y que por delante estaba la subsistencia de su colectividad política la que tenía que prepararse para ser gobierno. Estos últimos esperaban en un futuro muy próximo poder hacer la revolución en democracia y realizar el ideal lanzado alguna vez por el propio Haya de la Torre: " Pan con Libertad". Sobre todo, estaba la posibilidad de ordenar el País y de encauzarlo por sendas democráticas, sacando ventaja de la desventaja, como corresponde a todo político. Se tenía esperanza que don Manuel Prado convocaría a elecciones municipa­les, en las que, con seguridad, ganaría el partido aprista. Esperanza cifrada en lo que sólo fue una promesa incumplida.
Como hemos dicho, la situación para los grupos universitarios apristas fue desastrosa. Muchos aceptaban los hechos con resigna­ción. Otros los recusaban con fuerza, llegando a calificar de modo muy duro a las cúpulas partidarias, pero la disciplina podía más que la razón. Había algo más importante, la juventud aprista se estaba disolviendo en un puro activismo, buscando el camino hacia el Poder más próximo, explicando estos hechos como una táctica partidaria que los encauzaría con éxito a la meta triunfal en el futuro. Luis de la Puente ya lo había manifestado con preocupación. Lo malo era que aceptaban la violencia como algo inherente a la política, como propia de su naturaleza, hecho muy contrario a las tesis y postulados de democracia y tolerancia que predicaban y sostenían sus principales líderes que sabían de destierro y de prisión.
No conozco texto alguno que hable al desnudo de estos momen­tos políticos, excepto aquellos testimonios de don Luis Alberto Sán­chez, sobre los acontecimientos de 1939. Tampoco podría decir qué tan desesperada era la situación política del Partido Aprista para no superar los diferendos con el candidato, don Hernando de Lavalle, para obtener finalmente garantía para sus objetivos políticos. Por otra parte, como el APRA no podía auspiciar candidato propio, buscaba el modo de obtener el máximo de ventajas en las negociaciones políticas. ¿Cuál hubiera sido la situación si la alianza se hubiera concretado con el candidato del "Frente de Juventudes", liderado por el arqui­tecto Fernando Belaunde? Eso es historia de lo que pudo haber sido y no fue. Otra vez, el APRA se encontraba en la misma posición de 1945.
Era evidente, a todas luces, que algo se traían los dueños del Perú, es decir las altas esferas de las finanzas.
En aquella época no podía hablarse de presión internacional por parte de las potencias dominantes para presentar perfiles democrá­ticos. El diferendo con don Hernando de Lavalle tenía que ser salvado de algún modo y, como hemos dicho, el Partido Aprista sin opción para disputar electoralmente la Presidencia de la República, eligió el mal menor: la alianza con el viejo enemigo. ¡Qué enemigo! Tan enemigo que, con el tiempo, los hombres más conspicuos del pradismo resultaron en los predios del APRA, desplazando a quienes tenían derechos ganados con sus sufrimientos y la sangre de compañeros y de parientes y, al parecer, hasta desenrumbando al Partido, colocán­dolo a la derecha, con un lenguaje de izquierda indispensable para el encantamiento de las masas. ¿Pero por cuánto tiempo durarían los fuegos artificiales? La historia muestra que no es tan fácil matar las ideas. El problema es conservarlas con la pureza de sus orígenes y mantenerlas en su evolución, en el contexto de la honestidad de sus constructores. Esto es difícil, pero no imposible.
Por principio, quiero dejar sentado que, en la colectividad promovida por los Prado, no dejaba de existir gente de buen corazón y de buena fe; pero es el caso que sólo cuenta el pensamiento que inspira al Movimiento y los círculos que adoptan las decisiones finales.
Se sentía venir un cambio en el continente. En Cuba, luchaban Fidel Castro, Cienfuegos, el Che Guevara y otros revolucionarios, buscando la liberación de su pueblo de la codicia del capitalismo egoísta y de la corrupción oficializada por el exsargento Batista.


28.-  SOCIEDAD Y UNIVERSIDAD
Los años de la mitad de la segunda década del cincuenta fueron tiempos de grandes tensiones políticas y de reformas sustanciales del Estado. Fue una época de grandes divagaciones en relación al mejor sistema de organización de la sociedad y de su gobierno. Se buscaba la configuración de un tipo de Estado que no aparecía claro en la mente de la clase política. Se acentuó la tendencia de afrontar la vida pensando por sistemas, tratando de estudiar el bosque, abandonando la perspectiva del árbol, es decir de la persona. Era más importante adherirse a un sistema de ideas que resolver el problema específico en su propia realidad, sin que por ello dejemos de lado los principios fundamentales que hacen la vida individual y social.
En todos los ambientes y foros eran temas de discusión las reformas agraria, financiera y de la Administración Pública. Se pontificaba sobre el cambio de las relaciones de la propiedad de los medios de producción, la distribución de la riqueza, romper la de­pendencia del exterior o aniquilar la explotación del trabajo por el capital. En el lenguaje era frecuente el uso de términos como antiirnperialismo, oligarquía, gamonalismo, plusvalía, etc. Es posible que en el fondo estuviera siempre presente la dicotomía libertad ¿reeminencia de la sociedad civil) y control gubernamental (premi­nencia de la sociedad política), pero con escaso conocimiento y conciencia de lo que ello pudiera implicar.
Semejante fenómeno no podía dejar de afectar a la Universidad, institución que toma sus características de la sociedad en la que se desenvuelve. La Universidad tiene la misión de crear ideas y de analizar las que se producen en la confrontación o en la dinámica de las tensiones sociales, no por el puro objetivo de conocimiento; sino con el propósito de cooperar en el encuentro de las soluciones. Esta misión se llama proyección social que, en un afán promotor, también se le designa como Universidad y Empresa, además de otras mencio­nes que buscan hacer de la Universidad un agente de transformación, orientación y cambio social.
Mucho de esto se produjo con la engañosa esperanza de ventajas institucionales y académicas que era más que disfrazar la triste realidad de la desconfianza y recelos que se generaron contra las universidades, en cuanto éstas orientaron a los movimientos contest-arios al sistema, no siempre con acierto. No en todos los casos esta actividad tuvo suficiente sustento y fue, más bien, sólo el reflejo de la mediocridad y de la indisciplina. Tampoco es justo negar que, en muchos de los campos, la Universidad ha entregado productos de su actividad científica y tecnológica al área productiva del país y a la solución de serios problemas sociales. Sin embargo, hay que mante­ner ese anhelo de hacer de la Universidad un ente promotor del crecimiento y del desarrollo económico, social y cultural del país. Ayer, como hoy, debe mantenerse la Universidad como el faro que ilumina las sendas de la libertad y de la justicia social, valores que deben sustentar cualquier organización social. Esto supone trabajo arduo, compromiso vocacional y testimonio de vida.

29.- LA LIBRERÍA PERUANA
Una librería no es almacén en el que simplemente se adquiere un texto o una revista. Una librería es el arroyo en el que se busca orientación para el saber o la ilustración. Esta fue la actitud y el pensamiento que animó a los Miranda al fundarla con el nombre de "Librería Peruana".
Establecida en la quinta cuadra del jirón Pizarro y permanece allí como un elocuente testigo de los afanes políticos de esos tiempos y de los proyectos de varias generaciones que empezaron a visitarla escogiendo los colores, las acuarelas y los textos para el colegio.
La librería quedó en propiedad de Carlos Guijón Miranda, sobrino del fundador. Carlos Guijón, ya casado con Inés Guerra, quiso llevar el libro al nivel de primera necesidad y hacerlo accesible a todos, sin excepción y se afanó en la importación del libro argentino y español que, por aquellas épocas con la política del libro barato y aliento a los intelectuales hizo realidad el anhelo de la biblioteca propia.
Eran los libros, entonces, como la brisa llena de oxígeno, refrescantes del alma y tónico para las mentes. Se exhibían en sus vitrinas producciones de la editorial española "Aguilar" con sus preciosas colecciones "Eterna", "Joya" y "Crisol", ejemplares de lujosa encuadernación y en papel "biblia"; de editoriales argentinas y de Chile y de cuanto libro se publicaba en el país, en admirable esfuerzo de sus autores o de eventuales editoras que languidecían por la carencia de una política nacional del libro.
La "Librería Peruana" era el lugar de estación obligada de cuanto conferencista llegaba a la Universidad. Tal vez fue un error no abrir un libro de visitantes ilustres, pues si éste hubiera existido se podría constatar que por allí pasaron eminentes juristas como don José León Barandiarán y Jorge Eugenio Castañeda; literatos como don Enrique López Albújar o don Juan Camino Calderón. Por mucho tiempo fue centro de distribución de las revistas de derecho como Normas Legales, Jurisprudencia Peruana y la Revista Jurídica del Perú. El gremio abogadil desfilaba mensualmente por sus ambientes.
Cómo no recordar las frecuentes visitas de Manuel Jesús Orbegoso, buscando literatura jurídica o adquiriendo, mensualmente, las revistas de Jurisprudencia Peruana y Jurídica del Perú. Por entonces, don Manuel Jesús era profesor del Centenario Colegio de "San Juan", vestía muy pulcramente y, si la memoria no me traiciona culminaba sus estudios de Derecho o ejercía ya la profesión. Percibió mi inquie­tud por las faenas universitarias y, generosamente, me hizo partícipe de su visión de lo que debiera ser una universidad y un universitario; es decir, concebía a la primera como un centro de búsqueda de la verdad y al segundo, como una persona que debe procurar encon­trarla. "Esto -me decía- sólo es posible con trabajo duro, respeto a las tradiciones y a los valores". Para mí siempre fue un placer poder atenderlo.
Uno de los clientes asiduos de la "Librería Peruana" fue don Pablo Villacorta, conocido como "don Pablito", al que la gente llamaba "el Dr. Pablito", porque en él encontraban alivio todos aquellos males ocasionados por inflamaciones agudas o tumuraciones no malignas. Sus tomas y sus pomadas eran una maravilla para tales dolencias, como su sicoterapia previa a las operaciones que solía recomendar, con el conocimiento de los galenos, algunos de los cuales probaron también de sus yerbas, cuando sus cuerpos no resistían más los fármacos. La fama del "Dr. Pablito" trascendió las fronteras naciona­les. Don Pablito solicitaba libros de botánica superior y de medicina.
No existía revista que se produjera a nivel nacional o local que no se encontrara en la "Librería Peruana". Muchos de los poemarios locales adornaban sus escaparates y los esposos Guijón-Guerra no escatimaron esfuerzos para promocionarlos.
Los estudiantes universitarios concurrían a la librería y era la preferida. No habrá profesional, estudiante en aquellos tiempos, que no recuerde la "Librería Peruana" y que no haya solicitado un título para que se lo trajeran del lugar de edición.
La "Librería Peruana" coexistió con las librerías "Divulgación" de don Mariano Alcántara, situada en el jirón Gamarra, donde ahora se erige el Banco Continental; la librería " Mundial" de la Srta. Meza, dedicada más a lo que fueran textos de música y partituras y hasta a instrumentos musicales y la librería "Zig-Zag", especializada en revistas de entretenimiento. Habían otras librerías pequeñas, gene­ralmente, proveídas por la "Librería Peruana", como la de don Panchito Ramírez, cuyo local se encontraba en la esquina del jirón Bolívar con la plazuela " San Agustín".
Don Carlos Guijón, acucioso y atento, siempre dispuesto a orientar al comprador del libro y de la revista científica o de entrete­nimiento, sin distinción de arte, profesión u oficio. Tenía buen ojo para intuir las exigencias de lectura de cuantos se acercaban a sus escaparates, inquietos o no por los libros que silenciosos esperaban un dueño. Era el librero alegre y optimista que encontró en Trujillo una ciudad ávida de la sabiduría de los libros.


30.- EL MOVIMIENTO ESTUDIANTIL
La efervescencia social se polarizó en la Universidad entre los años cincuenta y sesenta. Aparecieron nuevas tendencias políticas, en remplazo de otras viejas. Movimientos insurgentes que buscaban llenar los espacios que desalojaban otras tendencias que, fueron radicales en los años treinta, iban encontrando caminos en la tran­sacción entre la democracia liberal y el socialismo. De estas mismas canteras, en dialéctico proceso, emergieron esas tendencias de nue­vos radicalismos, decididos a destruir las dependencias interna y externa y de generar un movimiento de liberación de las clases explotadas. El esquema se completaba con movimientos de esencia liberal y conservadores, con caudillos nuevos de atracción popular; y movimientos de centro, los que pese a su sustento doctrinario no consiguieron tácticas de entroncamiento popular. Este fue el caso de la Democracia Cristiana, fundada sobre una base de intelectuales y tecnócratas que, aunque pertenecientes a una misma corriente ideológica, adoptaron enfoques que abrieron tendencias conservado­ras y progresistas que poco a poco se fueron haciendo irreconciliables.
Se integraban en la Universidad organizaciones estudiantiles que querían y se disponían hacer frente a hegemonismos y a posicio­nes, que pretendían convertir a la universidad en mero instrumento o peldaño de partidos políticos o de ambiciones personales muy específicas. Se perdía la perspectiva del fin esencial de la Universidad, de orientar la formación de conciencia de solidaridad en la sociedad inmediata e influir en las concepciones y técnicas de gobierno, mediante la investigación y la formación de cuadros profesionales idóneos y suficientes.
En la Universidad Nacional de Trujillo, las organizaciones cul­turales o literarias se convertían en bases politizadas y se polarizaban las fuerzas entre politicismo y antipoliticismo partidario. Esta última posición no rechazaba las opciones políticas; sino las dependencias de partidos políticos. Entendían que la coincidencia ideológica, no tenia por que comprometer o enajenar el fin de la universidad, aunque el individuo pudiera enajenarse a su colectividad, si así le pareciera. Coordinación no supone subordinación. Era menester mantener la autonomía institucional y protegerla de intolerancias y argollas internas y de agresiones y manipulaciones externas, cual­quiera que fuera su origen.
El destino de la Universidad debía resolverse en la misma Universidad y de ningún modo, en los locales políticos o por consignas partidarias.
La autonomía universitaria no puede ser entendida sólo como protección del poder policial; sino como la condición necesaria y suficiente para que el pensamiento se desarrolle con libertad y amplitud de criterio. Esta condición vale también para el interno de la misma universidad, donde se suele manipular masas estudiantiles para achatar a los individuos pensantes y encumbrar a individuos útiles, fáciles instrumentos para las codicias personales.
Como consecuencia de esta controversia se desembocó en el campo de las estrategias de dirección del movimiento estudiantil, que se organizaba en Centros Federados a nivel de Facultades, Federa­ciones Universitarias, en cada Universidad y en la Federación de Estudiantes del Perú (FEP).
Los estudiantes polarizados se agrupaban en asociaciones que adoptaban nombres como Movimiento Universitario Reformista (MUR), Asociación Universitaria Reformista (AUR), Frente Univer­sitario Cristiano (FUC), que respondían a las ideologías aprista, acciónpopulista y socialcristiana, respectivamente. Las corrientes marxistas no lograban aún cohesión, pero se hacían presentes muy definidamente.
De cierto modo, los contenidos se mantuvieron, con variaciones, con nombres distintos, entre los cuales podemos mencionar al: (ARE) Alianza Revolucionaria Estudiantil, de tendencia aprista; (FESC) Frente Estudiantil Social Cristiano; (VER) Vanguardia Estudiantil Revolucionaria, de tendencia marxista y otras siglas de oportunidad y de las más variadas tendencias. Estas siglas vienen transformándo­se, en algunos casos, en razón de nuevas tendencias o de divisiones internas. Ahora, la gran tendencia es a la individualidad, al predomi­nio de corrientes independientes, como una respuesta a la oligarquizacíón de las viejas organizaciones políticas y sociales, en general.
El número de universidades era reducido y sólo existían la Universidad de "San Marcos", la Universidad Nacional de Ingeniería, la Escuela Superior de Agronomía y la Pontificia Universidad Cató­lica, en Lima; "San Antonio de Abad", en el Cusco; la "San Agustín", en Arequipa y la de "Santa Rosa y de Santo Tomás de Aquino", en Trujillo.
En la década del 50 se carecía aún de una Ley Universitaria, pues la Ley 10555 (Estatuto Universitario) de 1946, iniciativa del maestro Luis Alberto Sánchez, que recogiera los principios de la Reforma Universitaria, no llegó siquiera a implantarse, pues se frustró con la caída del gobierno del insigne jurista, don José Luis Bustamante y Rivero y la instalación de la dictadura del general Manuel A. Odría en 1948. Entonces se retornó a la Ley de Educación que mantuvo a la Universidad en cautiverio hasta la dación de la Ley 13417 en la década del 60.
Toda la comunidad universitaria buscaba su propio espacio normativo, consciente de que en ese período habían llegado al Congreso conspicuos maestros universitarios y que era el momento de lograr una ley que permitiera el desarrollo y la consolidación de la universidad peruana.
La dinámica de estos movimientos dio lugar a los llamados congresos de estudiantes, con el fin de homologar criterios, aunque no faltaron tendencias de quererlos convertir en fáciles instrumentos de manipulación para obtener ventajas en materia de política de partido. La participación en ellos no era lo que podríamos decir pacífica.
Serán los historiadores los que se encarguen de la historia. Ésta es una narración con fantasía, aunque aparezcan nombres de perso­nas que aún viven y de otras ya desaparecidas; así como hechos y lugares ciertos que, ya no son más, como entonces fueron.
Ahora me interesa repasar, con cierta creatividad, pero sin distorsiones, un momento de tensión que refunde todas esas inquie­tudes y situaciones. Me interesa hacerlo dejando de lado los porme­nores y las secuencias de principio a fin y concentrarme sólo en el acontecimiento específico para esta narración. Me refiero a la pugna entre el que llamáramos Pro-congreso Nacional de la FEP y el Anticongreso, generado por el temor del entonces grupo estudiantil aprista, a perder definitivamente la conducción del movimiento estudiantil que se les escapaba de las manos, a consecuencia de las alianzas del partido en la política nacional. El movimiento estudiantil aprista pasaba un momento de serias contradicciones internas, lo cual de por sí no era una situación negativa; sino el signo de vida y la oportunidad de proyectarse al futuro. Era una posibilidad de aplicar la inteligencia y la capacidad de trabajo social. Podríamos decir era una crisis de desarrollo, aunque no sé si lo llegaron a percibir de ese modo. Esto era también la consecuencia del fenómeno de las reade­cuaciones ideológicas, reflejo de las correlaciones internacionales posteriores a la segunda guerra mundial.
El Congreso Ordinario de la FEP, convocado por su presidente Carlos Enrique Melgar, debió realizarse en la ciudad del Cusco. Era presidente de la Federación de Estudiantes del Cusco José Tamayo y Valentín Paniagua Curazao, el vicepresidente. Una delegación de la Universidad de Trujillo, presidida por Hernán Rojas e integrada, entre otros, por Víctor Julio Ortecho, viajó al Cusco en representación de la Federación Universitaria de Trujillo (FUT).
En el Cusco se armó una gran confusión. El Congreso no se pudo realizar. La mayoría de las delegaciones acordaron realizar un Congreso Extraordinario de la Federación de Estudiantes del Perú en Trujillo, nombrándose una comisión para su organización, cuya presidencia fue confiada a Víctor Julio Ortecho. Esta situación fue motivada por la actitud intransigente de los grupos oficialistas que se reunieron en Sacsahuamán, pretendiendo celebrar allí el Congreso de Estudiantes, hecho que fue desconocido por los delegados de la mayoría de Universidades.
La corriente académica había tomado el liderazgo. Los choques serían recios, pero era hora de cortar hegemonismos y de romper con tácticas o métodos que nada tenían que ver con la dinámica del pensamiento y la libertad de opciones académicas. Víctor Julio Orte-cho asumió el compromiso y recibió el apoyo de los distintos grupos estudiantiles locales y nacionales. El reto estaba planteado y era una cuestión de honor llevarlo adelante. Los grupos oficialistas no darían tregua, se aferraban a su Congreso de Sacsahuamán.
Se sentían ya aires de cambio y un giro en los acontecimientos del movimiento estudiantil. El problema era el norte que tomaría.

31.- EL CENTRO FEDERADO DE DERECHO
En la búsqueda de caminos orgánicos, los estudiantes de Dere­cho se reunieron en el aula 11 del antiguo edificio de la Universidad. Se designo un director de debates para discutir y determinar la organización a fin de elegir a los integrantes del primer Centro Federado de Derecho. El sentir mayoritario era el de realizar esa elección en un proceso que garantizara la máxima participación de los estudiantes, de modo ordenado y democrático, por voto secreto.
El MUR discrepaba abiertamente de esa sistema y en esa oportunidad, Luis de la Puente, justificando esa posición expresó: "Lo que llaman sistema democrático no es sino la cobardía de no querer expresar de modo directo sus simpatías y adhesión por el estudiante más idóneo para dirigir los destinos de la organización estudiantil que significa el Centro Federado. Debemos aprender de los Griegos, quienes en el agora elegían a sus gobernantes cara a cara, asumiendo la responsabilidad por el error que en la elección come­tieran. Nosotros no permitiremos que se cometa ese latrocinio que significa el engaño de elegir representantes estudiantiles por la farsa del voto secreto. Propongo que se convoque una Asamblea de estu­diantes de la Facultad para exponer ideas y planes y allí escojamos a los mejores". Por cierto que fue la intervención de la que de la que mejor memoria tengo por lo lúcido y la fuerza de los recursos oratorios, pero fueron varios los que secundaron la opinión, entre los que recuerdo a Humberto Carranza Piedra, Walter Palacios y Miguel

Angelats, el más pibe, pero que despuntaba ya con una oratoria excelente. Estoy seguro que ésta no era una convicción, porque a todas luces contradecía los sustancial de la doctrina social demócrata, pero sí, una táctica segura, pues constituían un grupo muy compacto y disciplinado, al punto de poder resistir una maratón de oratoria que, venciendo por cansancio a los asistentes, ellos quedaran en número superior hasta llegado el momento de la elección.
Las réplicas no se dejaron esperar y surgieron las opiniones de Hernán Rojas, de convincente oratoria; Jorge Campana, de emotiva expresión; Elio Pimentel, cuya serenidad y sólida argumentación resultaba muy acorde con las nuevas corrientes de trabajo intelectual, aspiración de las juventudes del momento; Eduardo Monsalve, de gran emoción y directo lenguaje; Segundo Boggiano Estela, con un magisterio muy digno de recordar; Víctor Julio Ortecho, directo e implacable en sus apreciaciones; Amado Ezaine, conciliador, pero contundente más allá de las meras fórmulas de rutilantes oratorias; Carlota Paredes y Ofelia Rodríguez, liderezas respetables y con ellos muchos más.
La reunión del salón 11 sólo fu en un comienzo, el asunto se decidió en una Asamblea en el patio de Bolívar y Sánchez Carrión (el patio central del edificio) y no obstante las dilaciones a que se recurrieron, la decisión que se tomó fue la designación de un Comité electoral presidido por Eduardo Monsalve Morante.
El proceso electoral se llevó a efecto, la convicción real se impuso sobre el expediente táctico. Por cierto que se corrieron voces que a determinada hora se dispondría que los "búfalos" destruyeran las ánforas, lo cual estaba fuera de cuenta. Sin embargo, Lalo Monsalve tomó sus precauciones y con él, algunos de los miembros del Comité Electoral. Se advirtió a los miembros de las mesas del riesgo posible. Alguien, en una posición exagerada, recomendó que si era el caso, se tendría que defender el ánfora con la vida misma, a lo que Crespo respondió: "por mí que se lleven el ánfora, que las elecciones las podemos repetir, pero nadie me devolverá la vida". Las elecciones transcurrieron sin problemas.
No se logró una candidatura de consenso. El candidato electo fue Elio Pimentel, quien gozaba de una gran simpatía entre el estudiantado jurídico, no sólo por su aplicación, sino por su don de gentes y serenidad, que auguraba imparcialidad en los enfoques y decisiones necesarias para esos álgidos momentos.
A Elio Pimentel le correspondió una gestión que prometía ser agitada, pero que logró superar con éxito. Fue una faena, digna de la Facultad de Derecho, la que tenía que mostrarse como la Facultad Rectora del acontecer universitario, en lo que a principios de legiti­midad y legalidad se refería. Estas ideas primaron en todos los grupos, aun en aquéllos que se opusieron en un inicio.

32.- ALLANAMIENTO E INSPECCIÓN
Jorge Campana sugirió reunir a los capitanes de los tres "bata­llones", ya estacionados en diversos lugares, dispuestos a retomar por asalto los locales de la universidad. Los ambientes centrales de la universidad habían sido allanados y capturados por un grupo radical de estudiantes del Movimiento Universitario Reformista (MUR) que, al parecer, actuaban por su cuenta, con el fin de impedir la realización del Congreso extraordinario de la Federación de Estudiantes del Perú(FEP).
El objeto de la reunión era para dar a los capitanes un poco de chocolate caliente rociado con granitos de pólvora. Según Jorge Campana, era un secreto para enardecer y hacer perder el miedo a cualquier cosa que pudiera presentarse. Eran ya más de las diez de la noche, hora adecuada para la convocatoria. Los capitanes acudie­ron puntuales y entusiastas. Cada uno de ellos recibió dos baldes de chocolate caliente y 50 vasos descartables. Para el servicio se impar­tieron las instrucciones respectivas.
Se presumía que -con los estudiantes- también habían allanado el local central de la universidad trabajadores de las haciendas aledañas, afiliados a la misma colectividad política. Para tomar infor­mación directa, decidimos dar una vuelta a la manzana en el camioncito de Gutiérrez. En el curso del recorrido a la manzana, al cruzar por la esquina de las calles San Martín con Diego de Almagro, pasó disparado un perdigón entre la cabeza de Gutiérrez y la mía hasta atravesar el parabrisas. Esto nos enardeció. Gutiérrez cuadró el camioncito, al costado de lo que es hoy el Banco de la Nación y, desde esa vera, alcanzamos a ver en la penumbra algunas siluetas que corrían por el techo de lo que antes fue el comedor universitario. Gritamos algunas "alabanzas" a sus familias y, retrocediendo, dimos vuelta por el jirón Diego de Almagro, avanzando hacia el sur hasta la esquina de Independencia con Pizarro. Aquí bajamos y nos agrupa­mos en la pequeña plazoleta que precedía la entrada principal al local de la Universidad y a la capilla adyacente, ahora es el auditorio César Vallejo. No vimos a nadie en ninguno de los lados, ni asomarse por los techos, sobre los que habían colocado carteles alusivos a la captura del local. Dimos una segunda vuelta para asegurarnos de la situación de la puerta posterior de la universidad, que estaba ubicaba en la tercera cuadra del jirón San Martín, puerta que daba acceso a la carpintería o, lo que es lo mismo, una entrada o salida para la universidad. Consideramos que ésta era una puerta vulnerable, que pudieran haberle arrimado todas las carpetas, de tres y hasta de cinco cuerpos que se acumulaban para su reparación. También evaluamos como lado débil la puerta principal de Almagro-Independencia y todas las ventanas del costado que daban a esta calle, que correspon­dían a la biblioteca central. Las ventanas eran muy simples, no tenía barrotes y hubiera bastado un empujón para abrirlas de par en par.
A la luz de esa inspección obtuvimos la información necesaria para trazar el plan de ataque y rescatar de los intrusos el local de la universidad, que había sido allanado.

33.- EL LOCAL CENTRAL DE LA UNT
La universidad de ese tiempo -aún, ahora, en parte- funcionaba en lo que fue el convento de la Compañía de Jesús, asignado a ella por el Libertador Simón Bolívar, su fundador. Ocupaba este edificio parte de la manzana formada por las cuadras 3 de los jirones Inde­pendencia -Bolognesi-San Martín- Diego de Almagro. La Universi­dad compartía la manzana con propiedades de la Beneficencia Pú­blica de Trujillo.
Se ubicaban allí, alrededor del patio central, los servicios de la Administración general, algún salón de clase y el paraninfo, es decir el salón de actuaciones solemnes, lugar en el que se desarrollaría el Congreso Extraordinario de la FEP ya convocado. En una combina­ción de restos antiguos y construcciones adicionales, situadas en el lado norte del edificio, se ubicaban las aulas para Ingeniería Química y Ciencias Económicas y todas las aulas para las carreras de Derecho, Educación, Farmacia, etc. La Facultad de Medicina, recién gestada, se localizaba en un novísimo local al norte de la ciudad.
No nos imaginábamos la realización del Congreso en otro lugar que no fuera el Paraninfo, al que temamos como el agora de la esencia académica. Tal vez nunca entendimos del todo la majestad de la disposición de sus asientos, colocados en dos filas cuyos asientos se miraban frente a frente, en tres niveles y con un corredor en el centro, interrumpido por un pulpito, en el lado izquierdo, terminaba en la plataforma sobre la que se situaban los asientos de la más alta jerarquía. Su mobiliario conservaba el estilo eclesiástico, adecuado a la solemnidad cuando servía a sus antiguos propietarios, la Orden de la Compañía de Jesús.
En aquel entonces, el perfil de la Universidad por el lado de la calle Diego de Almagro era distinto del que hoy presenta. Allí se instalaba, en una edificación de dos pisos, el museo arqueológico, entre la pared lateral del actual auditorio "César Vallejo" y la puerta al patio de lo que era la Facultad de Farmacia. En este mismo lado estaba la pequeña biblioteca de Letras y la biblioteca de Derecho en los altos de lo que es ahora el Consultorio Jurídico Gratuito. Hacia la esquina, estaba el comedor universitario y, con cara al jirón Diego de Almagro, en ese extremo, había una puerta de acceso al mismo. El comedor era presa de las minúsculas ambiciones de individuos que se llama­ban así mismo dirigentes estudiantiles, grupos que fungían de físca-lizadores, pero que no eran más que aprovechadores de las ventajas que se tomaban en su condición de corifeos y en ejercicio deshonesto de esta función.

34.- LA QUECA
Crespo llegó triste esa tarde. Conversábamos animadamente Chalo Bracamonte, "el gringo" Mariani, Zegarra y Quezada, "el Santo". La Queca estaba en el hospital "Belén". Había sido herida por una de sus compañeras, la que le asestó dos puñaladas por la espalda. Según Crespo, desde tiempo atrás venían peleando por el mismo "protector", llamado vulgarmente "cabrón" o "cancho", es decir un proxeneta, alguien que se ganaba lo suyo arriesgando su propia integridad corporal para proteger a las chicas de los clientes necios o avivatos que pretenden los servicios sin abonar la paga o que buscan perversidades fuera del libreto que ellas admiten. A cambio de esa protección, se llevan buena parte del producto y de todo lo demás quemaba.
"El colmo de los colmos -decía Crespo-ya se lo había advertido, pero ella estaba enamorada de ese tipo, agarrado con la Chalaca desde hacía ya un tiempo". La "Chalaca" era una zamba de armas tomar y, si bien, no menos era la Queca; aquélla era más rápida y traicionera. "La Chalaca" se jactaba de ser una "buena puta", con todas sus letras.
Así, como estaban las cosas, sucedió la desgracia. Las puñaladas habían comprometido los pulmones. La Queca estaba grave, interna­da en emergencia. El hospital se ubicaba a dos cuadras del "Nuevo Hotel". Crespo narraba los hechos moviendo manos y pies, jalándose los cabellos ensortijados y con los ojos inyectados. "No es llanto -justificaba- es rabia, pues el desgraciado, encima de todo, echa la culpa a la Queca. ¡ Qué será de la pobre! Peor todavía, ¿qué será de la hija que dejó con su madre en Morropón?" En efecto, la Queca solía enviarles puntualmente la mesada para ayudarles a sostenerse. Para su familia, la Queca era una mujer de éxito aquí en Trujillo. La recordaban como la muchacha rebelde, agresiva y ambiciosa de llegar a ser alguien en la vida.
Tratamos de consolar el negro Crespo, advirtiéndole que su bondad y su deseo de rehabilitar a la chica no debieran agobiarlo hasta ese punto. El problema era que ya casi la había convencido para que volviera a la tierra y pudiera comenzar una nueva vida. Por nuestra parte, argumentábamos un poco desconfiados: ¿Nueva vida en un pueblo chico? ¿No te parece ingenuidad? Imagínate cuando algún estudiante de aquí o comerciante o agente viajero llegue a ese lugar y la reconozca. Tu sabes que a la gente le nace la maldad y evita la rehabilitación del caído en desgracia. Estas y otras reflexiones hacía­mos con Crespo, lo cual admitía, pero, como él decía, el campo es amplio y no necesariamente tenía porque estar en el pueblo mismo. Además, lo importante era que dejara esa vida que la estaba matando, pues en la tierra podía conseguir un buen hombre con quien pudiera hacer vida en común, afirmaba y reafirmaba Crespo.
Todos teníamos la convicción de que la Queca era una buena mujer, aunque algo chismosa. El chisme para ella era como ponerle un poco de sal a las conversaciones, pero lejos de la insidia y más de las calumnias. Gustaba gritar en la cara las verdades y se jactaba de ser una buena norteña, valiente, pero generosa. La hermosa mulata, de cintura fina y bien formadas caderas había marcado época en la "casa" de doña Laura. Ahora, las cosas podrían cambiar. Decidimos ir a visitarla y buscar ayuda, mientras ella se mantuviera en el hospital. Sabíamos que había logrado comprar una casita cerca de la "Casa", en la calle Zela, la que había arrendado a unos conocidos.
En la "casa" de doña Laura, las chicas se habían dividido. Unas, la mayoría, apoyaban a la Queca; pero otras estaban a favor de la "Chalaca". Éstas aducían que el cabrón era marido legítimo de la Chalaca y que la Queca era una entrometida. Esa era su razón. De todos modos, ese fenómeno de celos, en un lugar como la "casa" de doña Laura, no deja de despertar cierta curiosidad.
35.- PLAN DE ATAQUE
Reunidos, Jorge Campana, "Cheti" Martínez, Fernando Llirod, "el tenor"; Carlos Moreno, "Sayapuyo"; Alvaro Castillo, el "ateo"; Rodolfo Armas, "el loco"; Espejo, y otros comprometidos en la acción, procedimos a trazar la estrategia de la operación rescate de los locales de la Universidad.
El grupo que acampaba en la concha acústica de Mansiche entraría por el portón del jirón San Martín -la carpintería de la U- y el grupo que estaba en la plazuela de la Iglesia San Francisco, se desplazaría prudentemente y atacaría por la puerta principal y por las ventanas de la biblioteca central del Jirón Independencia. Cada grupo de ataque estaría precedido por 3 miembros provistos de bombas molotov y un miembro del mismo grupo que portaría un extinguidor -conseguidos por Jorge Campana-. Este último grupo se encontraba instalado en el segundo piso de una casa en la quinta cuadra del jirón Independencia. Era capitaneado por Carlos Moreno.
Para observar los ánimos y evaluar las posibilidades, realizamos una inspección a los "batallones". Si bien participaban estudiantes de todos los grados, en su mayoría eran cachimbos, siempre los más entusiastas y por allí alcancé a ver a Carlos Castañeda, Froylán Masías, Carlos Rentería, Carlos Lozano, el "charapa", todos estudian­tes de los primeros años universitarios, pero decididos a defender los fueros académicos de la Universidad. Me constaba su entusiasmo por el estudio y el trabajo universitario. Esto sembró cierta inquietud en mí, con respecto a las consecuencias que un encuentro violento podría derivar.
Establecido el plan de ataque, nos desplazamos hacia la Alame­da de Mansiche para probar el efecto de las bombas molotov, esas botellas llenas de gasolina con una mecha instalada y empapada con el líquido inflamable.
Era ya la medianoche y hacía frío. Las calles estaban vacías. Como siempre, uno que otro esperaba los carros que pasaban al Norte. Escogimos un árbol. "Sayapullo" tomó una de las botellas, prendió la mecha y con gran destreza la lanzó contra el árbol, el cual ardió sorprendentemente, al punto que las llamas casi cubrieron el ficus, robusto y alto. Nos sorprendió el efecto incendiario del artefacto y nos asustaron las posibles consecuencias que podrían producirse. Imaginé ardiendo la carpintería, la biblioteca y toda la manzana, pues las construcciones eran -y aún lo son-de adobe, quincha y madera envejecida. Ante ese espectáculo nuestros cálculos aconsejaron que los extinguidores serían juguetes y la confusión sería tal que de nada habría servido recuperar el local. Dimos una segunda vuelta y pedí "al comando" reunimos en el "Nuevo Hotel".

36.- INCENDIO FRUSTRADO
Nuestras reuniones estratégicas se hacían en el cuarto de Óscar Figueroa, por ser uno de los más amplios en el primer piso del "Nuevo Hotel". Expuse el planteamiento a todo el Comando. Era mejor buscar un nuevo local para realizar el Congreso extraordinario de la FEP, tal vez el de la Federación de Empleados Bancarios (FEB), cuya directiva estaba en la línea progresista. La cuestión no era ya un juego. Entrar con las bombas molotov sería un desastre e imprevisible el avance del fuego por toda la manzana. Sin luz en el interior de la Universidad, nadie sabría quién es quién y, sabe Dios cuántos mori­rían o resultarían lesionados.
Había que hacer tiempo y, más o menos a eso de las dos de la mañana, cada capitán advertiría que, por razones de seguridad y negociaciones adelantadas a fin de conseguir un nuevo local para realizar el Congreso Extraordinario, se suspendía la operación rescate y se les citaba para más tarde frente al hotel de Turistas.
Todos los capitanes y responsables del "comando" entendieron que no teníamos ningún derecho de arriesgar a los muchachos. Sin embargo, no faltó uno de los presentes que se opuso y, eufórico, la emprendió con insultos y, tildándonos de cobardes y de traidores a la causa, propuso aprovechar la organización y la voluntad de los estudiantes para atacar al Diario "El Norte". Semejante iniciativa era una idea absurda y, sin más, todos la rechazamos rotundamente. Por el contrario, reafirmamos la voluntad de mantener el máximo respeto a la propiedad, a la libertad de prensa, al pluralismo político y al libre juego de ideas. Estos eran nuestros ideales, por los cuales estábamos luchando. No se trataba de una confrontación con los partidos políticos y menos con la prensa. Llamé a la comprensión y advertí que el hecho de tener posiciones distintas, no nos hacía enemigos personales. Se impuso la razón. Todos estuvimos conformes que era la mejor opción y la más sensata y procedimos a desactivar la operación "rescate del local universitario".
Con el tiempo, los actores de uno y de otro grupo, ahora en distintas tiendas políticas a las que entonces pertenecieron, o ya en ninguna de ellas, nos hemos reído de estas aventuras. Uno de ellos, que estuvo adentro allanando el local de la universidad -me decía-"¡Pá su macho! Si que pasamos apuros. Adentro, no éramos muchos y de afuera recibíamos mensajes de cuántos eran Uds". "Si la insen­satez se hubiera impuesto, quien sabe no hubiéramos quedado uno solo para contarlo o recién estaríamos saliendo de la cárcel". Como entonces, este estudiante, un gran amigo, emigró de tienda política y, pasando primero por el "Apra Rebelde", llegó a ocupar la Secretaría General del Partido Demócrata Cristiano de Trujillo. Ahora, no nos acompaña más en este valle de lágrimas. ¡Qué en paz descanse!

37.-  SE ACABARON LOS MACHOS
Al hacendado prepotente y abusivo, con ínfulas de colonizador se le llamaba gamonal, explotador y manipulador de las personas en su propio beneficio. El gamonal no sabía de la dignidad de la persona humana, salvo de la suya. Era una especie que desprestigiaba a la buena gente del campo, al hacendado laborioso, humano, cristiano y creyente en la justicia.
Trujillo conoció de la prepotencia y angurria de los gamonales, generalmente dueños de grandes extensiones de tierras, de modo especial, en el interior del país, ya que los propietarios de los grandes latifundios vivían en el extranjero y los de las haciendas importantes lo hacían entre Lima y Trujillo, manteniendo cierto porte de bonhomía, de benefactores o de filántropos.

El gamonal de la serranía tenía a su servicio a las autoridades políticas -no menos en la costa- las que le debían el favor del cargo, por las influencias que éstos ejercían en las autoridades de las diversas instituciones administrativas y judiciales, en los centros de decisión departamental y hasta nacional. En la serranía, el gamonal era amo y señor. Se arrogaba por sí y ante sí ciertos derechos medievales que irrita el recordarlos.
Esto hacía que, como los gamonales tenían sus residencias en Trujillo, sus herederos quisieran también aquí, en la ciudad, extender sus privilegios más allá de la gestión "exitosa" en los estrados admi­nistrativos y judiciales, en asuntos en los que no tenían derecho alguno.
Una tarde de sábado, bebían tranquilos y animadamente, tres amigos en una de las mesas del Trocadero. Uno de ellos, de contex­tura muy delgada y no más de 1.60 m. de altura, decía a todo pulmón: soy chalaco de raza y de corazón y, golpeándose el pecho como tarzán, no cesaba en narrar audaces encuentros con matones de todo pelaje en más de un lugar del país, amorosas aventuras y halagaba su suerte de llevarse mujeres ajenas y devolverlas cuando le daba la gana. Los clientes de las mesas vecinas, lo miraban y sonreían. Con ese cuerpo, cualquiera lo derribaría con un soplo, nada más. De pronto, se acercó a su mesa un tipo robusto, blanco, de cabellos entre desteñidos, rubios y canos, de 1.80 m. de altura o algo más, dispuesto a dañarles el buen humor que aquel trío derrochaba a su gusto, alegrando de paso el ambiente. Con voz de mando y actitud prepotente, el intruso colocó dos botellas de pisco en la mesa, distribuyéndolas una al centro y otra frente al hombrecillo. Aquí se hace lo que yo digo, gritó el extraño gigantón. Puso las dos manos sobre la mesa y dirigiéndose al forastero, le habló amenazante: " si eres tan hombre como dices, bébete este pisco a pico de botella en treinta segundos, si no quieres que te aplaste como a un gusano". Surgió la tensión, el bar se sumió en silencio, los parroquianos pararon la respiración, la rockola se detuvo. El tipo no se inmutó, le fijó la mirada, tomó la botella y con la rapidez del rayo la hizo girar en el aire, la estrelló en la mesa y la ensartó en el vientre del intruso. "Conmigo se acabaron los machos", dijo con sarcástica ironía, dejó unos billetes en la mesa y se fue seguido de sus amigos. El bar se alborotó con acción retardada, debido a la sorpresa, no sólo por la técnica del chalaco, sino por el personaje que yacía en el suelo retorciéndose y desangrándose. Los dueños corrieron por la policía, mientras algunos parroquianos alzaban al herido para ponerlo en la camioneta de uno de los amigos del intruso.
Todo el mundo, me refiero a la clientela cotidiana del Trocadero, hubiera querido alzar en hombros a ese hombrecillo. Estaban hartos de aguantar las insolencias e impertinencias del "señorito". Este era descendiente de gamonales, con fama de hacer lo que les venía en gana en la sierra y pretendían, por eso, lo mismo en Trujillo.
Trato de ser lo más fiel a la narración de alguien que fue testigo presencial de los hechos y hasta donde puede dar mi memoria, pese a la desgracia humana que felizmente se superó en todo sentido.
Según cuentan, cuando se recuerda este epopéyico episodio, también el señorito hubiera querido abrazar al chalaco. Decía estar esperando a alguien que con agallas asumiera el reto y se levantara como símbolo de rebeldía contra cualquier opresión. En efecto, después de este acontecimiento, ahora olvidado, tales escenas no se volvieron a repetir.
Esto no fue sino el corolario de aquel refrán que dice: "La letra con sangre entra" o de aquel otro: "El que busca, encuentra".

38.- EL CONGRESO EXTRAORDINARIO DE LA FEP
Por mediación de Víctor Julio Ortecho, los dirigentes bancarios Eduardo Castillo y Marco Díaz Chávez gestionaron ante su directiva y consiguieron de ella que nos cediera el local de la Federación de Empleados Bancarios, sito entonces en la quinta cuadra del Jirón Independencia, frente al actual local del Conservatorio Regional de Música. Allí se decidió llevar adelante el Congreso Extraordinario de la Federación de Estudiantes del Perú.
Empezaron a llegar las delegaciones estudiantiles de las diversas universidades del Perú, algunas de las cuales se alojaron en el Hotel Americano de la calle Pizarro y otras, en casas de amigos con residencia en Trujillo.
Organizamos la seguridad del local. Encargamos esta difícil misión a "Cheti" Martínez, estudiante destacado de la Escuela de Medicina. El faccioso grupo que ocupara los locales de la Universidad seguía amenazando con frustrar la realización del democrático Con­greso Estudiantil. Esta gente no lograba entender que la mejor opción era el juego ideológico y el objetivo perseguido: la superación acadé­mica. Justo es reconocerlo, sin embargo, que un grupo de estudiantes de la misma asociación se habían acercado para manifestarnos su solidaridad y su desacuerdo con las acciones de sus consocios.
El estudiantado había logrado percibir la incoherencia entre el discurso y la acción concreta del grupo faccioso que, cada día perdía vigencia por su adhesión al gobierno de la plutocracia. El uso de la violencia fue siempre su mejor argumento para manejar a su antojo la vida universitaria. Ese espíritu de desorden había saturado la paciencia de los estudiantes, que pasaban por una primavera de reflexión y recuperación de los conceptos y las prácticas académicas. Algunos de ellos lo entendieron bien, pero poco podían hacer en su colectividad frente a la mayoría que los apabullaba.
Mientras recibíamos en el local a las delegaciones de estudiantes de las diversas universidades, se escuchó de pronto un ruido como si fuera el de una explosión, no muy lejana. Fue consecuencia de una botella lanzada desde el techo que llegó a quebrarse en el suelo del patio de ingreso, justo cerca a los pies del presidente de la Federación de la Universidad San Agustín de Arequipa. Se trataba de una botella con ácido que de haber caído sobre alguna persona, el daño habría sido de consideración, pero se esparció en el piso sin mayores consecuencias. Como era de esperar, el irresponsable tipo fugó y se perdió en los techos, pero alcanzamos a ver de quien se trataba, mientras corría por los mismos.

El Congreso se realizó sin mayores contratiempos. En el curso de su desarrollo, se discutieron diversos problemas, en particular, temas como el de la ley universitaria, que más tarde suscitara ardorosos debates parlamentarios; el de demandar el quechua como lengua oficial, en paralelo con el castellano. Se decidió apelar a la representación parlamentaria progresista, sin distinción de tiendas políticas para hacer realidad los acuerdos del Congreso. Se mencio­naron, entonces, los nombres de Cornejo Chávez Jorge Bolaños, Roger Cáceres, Benavides Correa, Polar Ugarteche, Alzamora Valdez, Bielich Flores, Raúl Porras, Tito Gutiérrez, Barreda Moller, Luque Luna y otros de diversas tiendas políticas e independientes.
Se reafirmaron tesis como la del cogobierno en la proporción de un tercio del número total de asambleístas, el derecho de tacha, la cátedra paralela, su correlato el de la asistencia libre y, particular­mente, el de la autonomía universitaria y la autonomía de las Facul­tades.
En muchas de estas tesis jugaba más la carga emotiva que el de la racionalidad. No se tenía aún muy claro el mecanismo para llevarlas a efecto de un modo estrictamente académico, mantenien­do en equilibrio todas o algunas de ellas, como el de la cátedra paralela con el de la asistencia libre o el derecho de tacha con el ejercicio imparcial de la docencia. Había que encontrar el modo de evitar el sesgo a lo extra académico en las acciones que se derivarían de lo que denominamos conquistas estudiantiles. No queríamos su desnatura­lización. Eran necesarias estas "conquistas" para garantizar el desa­rrollo científico y la formación profesional, en libertad.
El Congreso extraordinario finalizó con la elección de Oscar Espinoza Bedoya y de Enrique Bernales como Presidente y Vice presidente de la Federación de Estudiantes del Perú, entonces, líderes de las juventudes demócratas cristianas.
De esta forma se cerraba una etapa de la historia del Movimiento Estudiantil y empezaba otra que, como parte del fenómeno latinoa­mericano, sería influida por la revolución de Fidel Castro en Cuba.

39. -  EL CIERRE DE LA CASA
No puedo determinar cuándo, es decir, el año, el mes y día; pero recuerdo mucho lo que esa vez pasaba. La "Casa de doña Laura", situada en la novena cuadra de la calle Suárez del barrio Chicago, estaba decorada con guirnaldas de papel celofán y crepé; globos y otros adornos que daban un ambiente de fiesta. Los pisos de cemento pulido brillaban resplandecientes. Las chicas lucían elegantemente vestidas. Doña Laura mantenía su porte charmant y altivo, como si quisiera retar a alguien que se atreviera a faltarle el respeto. El ambiente estaba cargado de un perfume, llamado "Tabú".
Sucede que la hostilización había llegado a su límite. Los vecinos tenían toda la razón, pero mucho de lo que allí sucedía no era sólo culpa de las "niñas" de la "Casa"; sino de la impertinencia de los visitantes, incapaces de controlar sus propios impulsos. Que las chicas peleaban, era cierto. Cuando lo hacían, eran duelos pactados hasta ver sangre en el suelo. Muchas veces, las chicas tenían que defenderse de la prepotencia y de la desvergüenza de algunos clientes. Por tales escándalos, las gentes del barrio deseaban ver esta casa lejos del vecindario. Había llegado la hora del cierre y de la partida.
Como proveedor estrella de las novelitas de Corin Tellado y de las revistas de entretenimiento, de las que habían sido extraídos los modelos de vestidos que esa noche exhibían las chicas, me dejaron estar allí como un participante satélite; no como un invitado formal.
Entre los asistentes se contaban connotadas personalidades de la localidad, las que tenían sus anonimatos garantizados para prote­gerlas del juicio social. Por eso, la fiesta era a puerta cerrada y a mitad de semana, de modo que nadie llegaría a importunar. Bueno, eso era sólo una suposición.
Un barullo, que venía del externo, perturbó la tranquilidad. Afuera, alguien gritaba demandando que abran la puerta. No había eso que llaman ahora vigilancia privada. Los canchos estaban ocupa­dos en el interior. En ningún caso podía tratarse de la policía, menos de ladrones o muchachos palomillas. Tal vez de borrachos o alguna personalidad local, resentida por no haber recibido invitación.
Una de las chicas, que hacía de portera, salió a ver de quien se trataba. "Anuncíele a doña Laura que aquí está Orbegoso" -dijo uno de ellos, muy seguro y ufano. Regresó ella con la noticia de que alguien apellidado Orbegoso, con un grupo de personas -según él sus empleados-, pedían ser recibidos. Se produjo un murmullo entre los invitados. Doña Laura autorizó que lo dejaran pasar, pero sólo a él. Se trataba de un apellido notable, aunque faltaba el "de". De todos modos, eso era señal de honra para ella. Ya en el patio, la persona no fue aquélla que se imaginaron que fuera. Era un estudiante univer­sitario con el mismo apellido, en parte; pero, para su "mala suerte", de piel oscura, de modo que lo invitaron a que saliera y se llevara a sus "empleados", otros universitarios. La tranquilidad volvió a la "Casa". El espontáneo caballero salió tranquilo y respetuoso, no sin antes saludar atentamente a doña Laura, la que lo miró con cierto aire despectivo, pero cortés, devolviéndole el saludo con un leve movimiento de cabeza.
Doña Laura tomó la palabra. Con la voz entrecortada por la tristeza y con algunos suspiros de alivio, manifestó que, como en todas las cosas, siempre hay un final. Dijo que había llegado la hora cero para su "Casa" de la calle Suárez, cedida ya a otros titulares. Manifestó estar agradecida de la paciencia del barrio y no poder, ni querer seguir abusando de los vecinos, quienes ya le habían manifestado con sinceridad que era mejor que buscara otro sitio más retirado y discreto. Por eso, deseó mucha suerte a los nuevos conductores y dichosa fortuna a todas las chicas, exhortándolas a que arreglaran sus diferencias de modo comprensivo, acudiendo al consejo de las que tenían más experiencia. Liego un momento que no pudo conti­nuar hablando. Su voz se apagó por el llanto retenido y sostenido, en el esfuerzo de mostrarse valerosa en un trance tan difícil, como es el de decir adiós a una etapa de la vida, por dura que ésta hubiera sido. Junto a ella, al lado derecho, Yolanda la sostenía con cariño y, al lado izquierdo, estaba la Queca, aún convaleciente, permanecía atenta para ayudarla, si fuera el caso. La Queca estaba muy delgada, pero reflejaba en su rostro un gran optimismo. La "Chalaca" fue detenida y encarcelada. El fulano, la manzana de la discordia, se marchó de allí, sin que nadie supiera hacia dónde ni con quién.
Yolanda me confió que iban a Lima. Allá, ella se casaría con el médico enamorado. Él lo tenía todo arreglado. El médico era amigo del hijo de Nora, también un médico pediatra, en cuya casa lo había conocido. Me deseó mucha suerte. Con alegría, me recomendó no dejara de orar siempre en soledad, porque en el silencio el Señor escucha mejor las oraciones e insistió en que consultara el horóscopo cada fin de semana, por si acaso. ¡Vaya combinación!
Yolanda se retiró hacia sus aposentos, mientras la fiesta recién comenzaba. Me acerqué a Doña Laura. Le deseé suerte y le recomen­dé que cuidara a Yolanda. "¡Claro, Librerito! -me dijo- ella y mi hija son grandes amigas y, al final, las dos son mis hijas. Sabes, te confiaré un secreto". Me apartó un poco y me habló al oído: "Tu Biblia me gusta cada día más". Me sentí orgulloso de ello. Era para mí la muestra del éxito obtenido en la venta de ideas y de esperanzas ciertas y cristianas.
La Queca me preguntó por Crespo. Me encargó que le dijera que se iba a Lima acompañando a doña Laura, pero que de allí volvería a Trujillo a terminar de arreglar algunas cosas para viajar a Chulucanas. "Esto se acabó para mí -concluyó la Queca- de aquí en adelante sólo viviré para mi hija". Sentí la emoción que produce la inesperada buena noticia. Siempre creí imposible esa decisión. La abracé fuertemente y apreté mis ojos para contener las lágrimas. Era la redención por el sufrimiento y por el amor responsable de madre. Todo, gracias a la bondad de un idealista que jamás perdió la fe en el milagro y en la esperanza de la realización de todo ser humano. Me refiero al negro Crespo.
En realidad, no sabía si estaba en una fiesta, al estilo de ciertas películas italianas o en el cruce de caminos, donde hay que separarse para tomar cada cual su senda, en busca de destinos propios, pese a desgarrarse el alma y aunque duela el corazón. Lo cierto era que esa noche todos esos destacados invitados esperaban divertirse a la romana.
Empezó la música. En la rockola giraba un disco de 45 rpm. con la melodía de ese bolero llamado "Señora". "Señora te llaman señora y eres más perdida que las que se venden por necesidad. Señora..." se esfumaban en el aire los versos de esa canción, mientras me alejaba, lentamente, con la inmensa pena del que pierde algo. Se hacía ya muy tarde. Al día siguiente empezaba la faena académica muy temprano.
Al llegar al "Nuevo Hotel", mi residencia, era ya un poco más de la una de la madrugada. Estaba oscuro. Apenas si se distinguía por donde caminar, gracias a un foco de 25 watts que colgaba en el techo de la logia que precedía la zona principal.
Cuando cruzaba el patio, me sorprendió un grito de pregonero, venido del segundo piso: i La Reeees...! ¡La Reeees...! Era el anuncio que hacía un estudiante de avanzada edad, quien pasaba de una carrera profesional a otra, sin éxito final en alguna de ellas. Sin vergüenza ni escrúpulos, auspiciaba el negocio de una pobre mujer, impulsada, seguramente, por la necesidad. Ese grito era la señal que ya estaba libre de él para iniciar el trabajo. Las luces de algunos cuartos se prendieron y empezaron las carreras en la penumbra de los pasillos y corredores del segundo piso. Se escuchó la demanda de alguien que buscaba prestado un preservativo, aunque fuera usado. "¡Carajo! -vociferaba ese tipo-, sino encuentro un condón, no puedo hacerlo a pelo. Esa fue la recomendación de papá". "¡Compro un condooón! ¡Compro un condooón!" -gritaba el desesperado fulano. "¡Ponte un globo y no jodas!", gritó alguien, apurado por el sueño. El pregonero insistió: "¡La Reees...!  ¡La Reees...!" Se aceleraron los pasos. La cosa era ganar ubicación en los primeros lugares de la lista para participar en la clientela del comercio más viejo del mundo.
Muerto de cansancio, levanté los hombros y me dirigí a mi cuarto. Después de todo, había aprendido a conciliar el sueño en medio de esos y peores ajetreos. Muy a mi pesar -dije para mí mientras subía las escaleras- el mundo seguirá girando. Quizás, algún día, con mucha fe y constancia, podamos mejorarlo entre ensueños de alegría y pesadillas, aluciné, al reclinar la cabeza en la almohada, para caer profundamente dormido.

CAPITULO II
EL PACAZO

40.-  LOS ESPACIOS DE AYER Y DE HOY
Aún están allí los espacios de estas estampas. Ya no tienen los mismos perfiles de ayer. Allí están todos los ambientes de ese hermoso rincón de la cálida ciudad costera de Piura, al norte del Perú -entre los puentes Viejo y el Bolognesi- a la margen izquierda del río. Fueron lugares mágicos y románticos. Aún están de pie, regalando su deli­cioso fresco, los hermosos y enormes ficus del "Parque Pizarro". La abundante a de las semillitas que éstos dejan caer -gracias a que las bonitas locetas tenían bien calados bajo relieves- hacían seguro el piso del parque. Ahora el "Parque Infantil" y el "Parque Pizarro integran el "Parque de las Américas", delimitado por dos graciosas fuentes. Todo ese entorno está. Casas, edificios y zonas de recreación siguieron el afán de modernización que tanto atrae a la gente de este lugar. El piurano gusta mucho convertir lo viejo en nuevo. Pero -como en la gente- algo de lo viejo queda siempre.
El que fuera mercado central de abastos es, ahora, el "Palacio de Justicia". Quién sabe, siempre un lugar de compra y venta. Todas aquellas casas del alrededor -que fueron de adobe y quincha- son edificios de cemento. Aquellas altas veredas son normales veredas sobre calles de pavimento, en lugar de los sólidos adoquines. La gente no es ya la misma. Muchos de aquéllos, entonces arriba de los treinta, se fueron al más allá. Los más jóvenes son los ancianos de hoy, pero tampoco están allí. El cauce del río, que fuera aprovechado para la formación de chacras bien cuidadas en época de seca, es hoy lugar de refugio de desalojados e insoportable depósito de desechos de difícil limpieza. El cuartel "La Merced" está convertido en complejo residencial de oficiales.


Los pacazos y las lagartijas son ya escasos. Devorados día a día por la codicia humana que depreda su especie, son animales en proceso de extinción. Su medio donde viven va quedando desnudo y desprotegido. Los rebeldes algarrobos, resistentes al hacha, sucum­ben frágiles ante la fuerza de la sierra eléctrica. Menos mal, los tamarindos de la Plaza de Armas aún viven. Estos fornidos y bonda­dosos árboles obsequian la frescura de su sombra y el sabor de sus frutos agridulces a los cómodos paseantes que dan vuelta a la redonda en la Plaza o a los que descansan en sus bancas. Los chilalos -pájaros horneros-resisten indomables como su gente. Estas avecillas aprove­chan los árboles, que se protegen todavía en alamedas y urbanizacio­nes de la ciudad, para hacer sus nidos y, generosamente, comparten las ramas con los choquecos, cuya bulla mañanera los hace desper­tadores naturales.
El Puente viejo, hermoso refugio en el verano, ha cedido a la fuerza de las corrientes del río, fortalecido éste con troncos, ramas y cuanto objeto arrastra con su crecida, a causa de las torrenciales lluvias. Esta vez, más fuerte que en otras ocasiones, la crecida fue causada por el "Fenómeno del Niño de 1998". ¡Pobre mi "Puente Viejo"! Tal vez si ya no gozaremos más de su estética estructura, ni de la corriente fresca que por él corría.
En esos lugares, con su visión de ayer, surgen personajes que fueron y no fueron, pintados con la fantasía de un fanático del recuerdo. Estampas que siempre cruzaron en la imaginación de muchos de los que, como yo, no pueden olvidar los dulces años de la niñez de cuentos y fantasías. Allí emergen gratas imágenes de pací­ficos paisajes, de gitanas graciosas, de mitos de gente sencilla y conversaciones de beatas en el atrio de la iglesia "San Sebastián". Este bonito templo se eleva coronando la deliciosa plazuela del mismo nombre. Con cierta majestad, resiste el golpe del tiempo implacable, gracias al trabajo de los padres redentoristas y de las autoridades municipales de todos los períodos.
Lares de gente buena, ingenua, dispuesta a creer en las aparien­cias y confiadas en las fuerzas del más allá. Amas de casa trajinando todos los días al mercado. Trabajadores con horarios partidos. Cam­pesinos dicharacheros. Tardes silenciosas por la costumbre de su gente de tomar una larga siesta. Entonces, el diario se leía a la hora del almuerzo. La radio era un artefacto de lujo. La televisión, gracias a Dios, estaba fuera del pensamiento. En fin, épocas en las que se temía a los muertos y se confiaba en los vivos.
Así resultan de nuestra fantasía: una bella gitana, un militar romántico, un anciano enigmático, un artesano fantasioso, una maestra realista, un inocente creyente, un destructor de maleficios, encarnados en ofidios, saurios y en iguanas. A su alrededor, persona­jes que existieron y jugaron un rol histórico o que participaron en aquellos paisajes urbanos, cada cual en su rol; no exactamente como aquí los pintamos, sino alumbrados con la ilusión que sabe dar el pasado. Sombras emergentes de un recuerdo infantil, fantasioso y juguetón.

41.-  LA NEGRA ALBIRENA
Allí estaba doña Mica Albirena, sentada sobre una banquita baja a la puerta de su oscuro aposento, lleno de yerbas de toda clase y para todos los males. Doña Mica vendía también huevos de angelote y algarrobina -formidables energéticos-y amuletos para la buena suer­te en los negocios y en el amor. Algunos la llamaban -siempre llenos de respeto y de cariño- la negra Albirena. Era tan negra que sus ojos parecían dos enormes perlas. Sus dientes se lucían en la oscuridad de las noches por las fundas de oro que recubrían esas piezas talladas en marfil. Si no se estaba familiarizado con ella, como los muchachos del barrio, se sentía cierto temor al verla. Doña Mica gozaba asustando a mis amigos, cuando los llevaba para comprarle las yerbas mágicas o las muñecas de chancaca. Luego, con sonrisas y caricias, les regalaba un bocadillo de Ayabaca.
La tienda de yerbas abría la calle del extremo derecho del parque Pizarro. Hacía un trío con otras casitas, también de propiedad de doña Mica Albirena que las tenía alquiladas.
Se decía que la negra Albirena tenía mucha plata y que guardaba los soles de oro en el fondo de latas grandes, llenas de grasa de culebras, buena para las zafaduras y aberturas de carne. Nunca regalaba dinero. Siempre gratificaba con bocadillos o chancaca de Ayabaca o con un manojo de flores de manzanilla o de hojas de menta.
Solía zahumar el ambiente con palo santo para espantar a los insectos voladores y rastreros. Aseguraba que también era para evitar los malos espíritus. "Para eso -decía-llevo este diente de lobo colgado delante del pecho, mi escapulario de la Virgen del Carmen y puesta en cada puerta una penca de sábila para los envidiosos.
Al pasar por esa tienda, se sentía el aroma de la yerbabuena, de la menta y de la valeriana. En la penumbra, y con el farol del parque, se distinguía hacia el centro de la habitación una urna de hojalata, en la que ardían las ramas de palo santo.

42.- LA BELLA GITANA
La gitana era una chica hermosa. Parecía una de esas hadas de los cuentos. Tenía la gracia de la luna, a la que llamaba su madre. Nadie se atrevía a acercársele. No salía a pasear, ni a comprar, ni a visitar a nadie.
La Gitana no tenía amigos en la ciudad. Era una mujer encan­tada y encantadora. Lo tenía todo. Gozaba de una fortuna que la hacía tan independiente que se olvidó del mundo en que vivía. Se decía que el hombre, que se atrevía a mirarla con ojos de lascivia, quedaba convertido en uno de sus fieles colambos o en una minúscula lagartija. Esto dependía de lo malévola que fuera la intención. Era la leyenda que sobre ella rodaba en la ciudad. La llamaban "la Bella".
Si esa leyenda se realízara,ahora, ¿qué tan llenas estarían las calles, de colambos y de lagartijas? Imaginemos a nuestras ciudades, si se aplicara la misma pena para las miradas cargadas del instinto reproductivo, tan naturales como el aire que se respira. Tal vez, la leyenda esconde una alegoría sobre lo que puede hacer la pasión sobrepuesta al amor.

43.-    DON MANUEL Y DOÑA ALICIA
Don Manuel, el hojalatero, vivía al otro extremo de la casa de la Bella, en frente al cuartel de la Merced. Una hora antes de morir la tarde, acabadas ya las clases, nos contaba que esa dama era una gitana venida del viejo Egipto. Nos señalaba la figura de la portada del libro que llevamos a la escuela con el dibujo de las pirámides y del faraón. "No se acerquen a esa casa", nos advertía la buena de doña Alicia, su mujer, también nuestra maestra. "Cuiden su alma, tanto como su cuerpo", sentenciaba con voz de mando la maestra de la pequeña escuela.
Don Manuel tenía 70 años o algo más, de mediana estatura, más o menos robusto, lucía espesos bigotes. Con el cautil en la mano mantenía el porte de un gentleman en retiro. Su taller era muy concurrido. Convertía las latas de conservas en preciosos jarritos de toda forma y tamaño. Era prolijo limpiando el cautil, restregándolo en la pez, dejando un fuerte olor en el ambiente. Esa limpieza era necesaria para derretir fácilmente las barritas de estaño sobre las bien pulidas latas, de las que se retiraban las impurezas con ácido muriá-tico. Del taller de don Manuel salían la mayor parte de las antorchas que usaban los chicos de los colegios para sus paseos y celebraciones. Gustaba conversar con los pupilos de la Escuela, con los militares del cuartel y con muchos amigos que, de paso, hacían una breve estación en el taller. Entonces, había tiempo para todo.
Doña Alicia frisaba ya los 60 años. Era muy delgada, de estatura un poco más baja que su marido, de carácter decidido y reservada. Con sus sencillos vestidos, se esforzaba en presentar la imagen de una dama victoriana, adusta, de hablar ceremonioso y de selecto vocabulario. Al contrario de don Manuel, era una mujer práctica. Exigía a sus pupilos mirar las cosas como son, rechazar los chismes y pulir el lenguaje, cosa muy difícil para los piuranos, amigos de las palabras sueltas. "Hay que ganarle tiempo al tiempo", amonestaba, cada vez que nuestra excusa para no cumplir con las tareas era la de no tener tiempo. "El orden y la puntualidad son esenciales en la vida", insistía moviendo el puntero que corría por el libro. "La ociosidad es la madre de todos los vicios. ¡A estudiar!" -concluía. Ésta era siempre su última frase.
Don Manuel y doña Alicia tomaban el té a las seis de la tarde. Luego, salían a dar una vuelta por la plaza de Armas, reposando un poco bajo el fresco de los tamarindos. Asistían a los rezos de la iglesia San Sebastián y retornaban a casa para merendar muy ligeramente. Se acostaban muy temprano.
Los sábados por las tardes, don Manuel gustaba vestirse con temo de dril blanco, guantes blancos -que sólo solía exhibir- zapatos negros de charol y bastón de hueso que llevaba colgado del brazo izquierdo.
Doña Alicia, enganchada en el brazo derecho de don Manuel, solía vestir trajes de una sola pieza, bastante más abajo de la rodilla, con bobos en el cuello que corrían por el pecho; zapatos de medio taco que le daban cierta seguridad a su caminar. Así, dando muestras de una pareja unida y feliz, giraban en la Plaza de Armas, cada sábado desde las 4 de la tarde hasta caer el sol. Después de todo -decía la pareja-no habían tenido la fortuna de haber sido regalados con hijos por Dios. El único que logró doña Alicia murió a los pocos días de nacido e hicieron promesa de dedicarse a los niños. ¿De dónde vinieron? ¡Qué importancia tenía para nosotros! Ninguna. Siempre estuvieron allí. En Piura, es piurano quien vive y trabaja en esa tierra.

44.-  LAS FRONTERAS
"Debemos amar a la Patria" -decía la maestra Alicia-, ello no nos obliga a matar ni a matarnos". "Llegará la hora de ofrendar nuestras vidas y que sea por la vida misma, nunca por la muerte", terciaba don Manuel.
¡Hay problemas en la frontera norte! Era la noticia que corría por toda la ciudad. En nuestra tienda y en la tienda de los Azcárate, una de las más grandes en el "Mercado Central", el único en aquel entonces, se reunían por la tarde varias personas conocidas. Comen­taban sobre los sucesos de la guerra mundial y de las intenciones no santas del gobierno ecuatoriano que reclamaba Tumbes, Jaén y Maynas. Los Azcárate eran españoles, pero tenían un gran cariño al Perú y, particularmente, a Piura. Hay que estar listos -decían, los amigos del Norte quieren realizar su sueño amazónico. En ello, todos estaban de acuerdo, aunque opinaban de que era poco lo que el vecino del norte podía lograr con tan absurdas peticiones. "No hay enemigo chico", decía don Leonel, el menor de los Azcárate."Hay que estar siempre alertas y listos para repeler cualquier ataque, aunque el que pega primero, pega dos veces" -concluía- mientras despachaba la compra de algún cliente.

45.-  LA CASA
          El cuartel" La Merced" cerraba la ciudad de Piura, en esa parte del extremo sur. Estaba a pocas cuadras del río, contando las calles y el parque infantil que las dividía. Cruzando ese parque infantil, al otro lado de la calle, estaba aquella casa de madera, un poco alzada del piso, sobre muros de piedras y ladrillos. Parecía una de esas casas de playa, con sus corredores techados, cuyas barandas o pasamanos dan vuelta a la casa. Esta casa ocupaba toda la extensión de la calle hasta la pequeña huerta, en la parte posterior. Concluía, en ese lado, con una cerca de sauces, cuyas ramas besaban el cauce del río
          Lloviera o no, la huerta siempre tenía fruta. Era cuidada por unos terribles colambos.
Se decía que los ahogados en el río salían por la noche a reposar, arrimándose a los árboles frutales de la huerta. Fantasía de pueblo chico. Se muere para descansar eternamente. ¿Diciendo qué deja­rían los muertos su morada para salir a reposar?. ¿Será, cómo se dice, que los condenados al purgatorio no tienen paz ni descanso, porque el purgatorio es la mansión de los ahogados? ¡Quizás! También pudiera ser como castigo por las desesperadas maldiciones que echaron a la hora en la que se metieron en el río. Maldecir es una terrible cosa contra la fe. Por eso, si no se hunden en el infierno, se quedan a sufrir en el purgatorio o a deambular por el espacio. Estas pobres almas sí necesitan descanso.
46.-  LOS GITANOS
Recordaba, don Manuel, aquella vez cuando don Albino, el dueño de aquella casa, alojó a una bella joven gitana que, enamorada de un oficial del cuartel, fue expulsada de su tribu, bajo las terribles maldiciones de las gitanas ancianas y la burla de las jóvenes. La gitana esperaba un niño, tal vez una niña, producto de la seducción y de las artimañas de ese malvado oficial. El rey de la tribu, su padre, dictó ese tremendo castigo, sin hacer caso de los llantos y ruegos de la reina gitana, su esposa. "Era la ley gitana y un rey debe hacer respetar la ley; aun contra su pensamiento o en contra de los suyos". "El rey es rey -sentenciaba el acucioso artesano-, para dar y hacer cumplir la ley, aun por él y contra él mismo".
Los gitanos solían levantar sus carpas cerca del cuartel en un solar, también de don Albino. Contaba don Manuel "que la gente concurría a las elegantes carpas, levantadas por los gitanos, para presenciar las danzas y cantos de jóvenes y hermosas gitanas y, también, para hacerse adivinar la suerte". "Muchos ancianos visitan­tes recuperaron la juventud con la magia de los brujos gitanos", evocó suspirando con tristeza, don Manuel. "No engañes a los niños -decía doña Alicia- no dañes sus fantasías. Las fantasías ayudan a vivir; pero, no son la vida", concluía la maestra.
"Son cosas misteriosas -continuó don Manuel- nunca se supo que, después de haber muerto don Albino, hubiera muerto alguien o existido otra persona en esa casa". "Lo raro es que, a pesar de los muchos años, esa mujer se conserve siempre joven y bella", recalcó el artesano, como si recién descubriera un prodigio. La maestra Alicia, con ira, sofisticadamente reprimida, le reprochó y le exigió que declarase, cómo es que la había visto, en razón de qué la fue a espiar y muchas cosas más que, entonces, no entendíamos. "Vuestra maes­tra está celosa" -dijo don Manuel-, siguió, imperturbable, soldando la vajilla y, con cierto aire de suficiencia, continuó entusiasmado haciendo sus recuerdos, mientras nuestras infantiles fantasías reco­rrían los campos de sus relatos.
"Sí, chicos -afirmó con admirable seguridad don Manuel- lo recuerdo y cada vez más claro. Yo mismo fui alguna vez hasta allí y esos gitanos no eran como los que ahora acampan en Castilla. Aquellos eran elegantes, ostentosos, misteriosos, y generosos. Se llevaban bien con los militares y hasta los invitaban a sus fiestas, animadas con violines, panderetas y canciones entre alegres y nos­tálgicas. Uno de ellos tenía un oso enorme que obedecía como si fuera una persona y hasta bailaba; otro jugaba con cuchillos y un gitano flaco se tragaba las antorchas encendidas como si fueran alfeñiques. Hervían el vino y lo tomaban con canela. Comían cordero, asado en fogatas de explorador, prendían el aguardiente, vaciado en unas copas grandes y lo bebían con fuego y todo". "Recuerdo -dijo alzando y deteniendo un momento el cautil- que un día vi salir del cuartel al rey de los gitanos muy molesto, gritaba como demonio en el infierno: ¡Si Uds no hacen justicia, nosotros sí sabemos como hacerla! y salió rumbo a su campamento".

47.-   HUMOS Y REZOS
          Noche de sábado para domingo, Juanita, mi hermana menor, tenía fiebre y vómitos. Mientras iba por doña Mica Albirena, mamá la refrescaba con vinagre buí. Llegó, por fin, a nuestra tienda la negra Albirena, cogida de mi mano. Colgaba la manta de fino algodón negro sobre su cuello, sus polleras negras casi llegaban al tobillo. Yo no me perdía cada uno de sus movimientos. Pensaba, al mirarla, qué tan lejos vendría y me la imaginaba hija de algún rey del África, de esos que aparecían en las películas de Tarzán. Era alta y robusta, su porte era de aplomo y sereno. "Bueno -dijo doña Mica- quiero un cigarro puro y un huevo fresco". Mamá ya lo había conseguido todo. Se sentó y, mientras mamá sostenía a Juanita en sus brazos,doña Mica le pasó el huevo suavemente, en cruz, por la frente y por todo el cuerpo. Luego, encendió el puro, se lo colocó de medio lado en la boca, sacó de sus bolsillos unas ramitas aromáticas que dejaron sentir su deli­cioso perfume y empezó a hacerle cruces con ellas en la cabeza, en el pecho, en el estómago, al que apretaba suavemente. Enseguida empezó sus rezos y, en tanto santiguaba, echaba el humo por encima, no llegaba al cuerpo de la bebe y quedaba más bien como suspendido en su aura y rezaba y rezaba. Mascó el tabaco que luego escupió por los rincones de la habitación. Se levantó como agotada y me pidió que la acompañara a su tienda, lo que acepté gustoso, pues sólo era cuestión de cruzar el parque. Juanita se había quedado profunda­mente dormida y ya sin fiebre. Para doña Mica Albirena era, simple­mente, mal de ojo. Supongo que, también, para mamá; si no hubiera hecho llamar al Dr. Luis Michilot, el médico de la casa.

48.-  ALGO MÁS SOBRE LA CASA
La bella solía sentarse en una mecedora a la entrada de su casa, con sus atavíos gitanos, grandes argollas en sus orejas y relucientes collares, en medio de la penumbra. Nunca se vio luz en su casa, las ventanas no eran transparentes. Entre la calle y la casa había una área libre, toda enrejada, sobre muros de ladrillo enlucidos con yeso. Era inusual en Piura tales modelos de casa; pero, como se contaba, don Albino siempre fue extravagante. Su fortuna había crecido, aún más, desde la llegada de aquella muchacha.
La casa tuvo muchos y grandes espejos, con marcos decorados y bañados en pan de oro o cosa semejante. Don Albino los trajo de Francia. Sin embargo, cuando los peones sacaron el féretro de Don Albino, no vieron un solo espejo, ni grande ni pequeño. Las paredes estaban llenas de pinturas diversas que representaban figuras miste­riosas, con animales desfigurados, medio seres humanos y medio bestias; demonios y brujas gitanas.

49.-  DON ALBINO
          La gente decía que don Albino tenía pacto con el diablo, ya desde mucho antes de que alojara a la gitana. Lo describían como un anciano, de cuerpo enjuto, cabello cano, mediana estatura y extrava­gante, avaro y sumamente desconfiado. No se dejaba ver. Afirmaban y juraban haberlo visto paseando, alrededor del parque Pizarro, con el mismo diablo en sendos caballos negros, después de la media noche, y pasar a Castilla sobre las aguas del río, sin hundirse en ellas.
Mucho tiempo atrás, don Albino tuvo una hermosa mujer fran­cesa con la que solía pasear todos los días en el parque Pizarro y, los domingos por las noches, en la Plaza dé Armas, exhibiéndola orgu­lloso, al son de la retreta y provocando la envidia de los hombres. Entonces, era comunicativo, alegre y le gustaba contar la deliciosa vida que pasó en París, en esos locales famosos de bohemia y de amor. Sucedió que, un día, su hermosa francesa -sólo Dios sabe por qué-se fue con su mejor amigo. El último amigo que tuvo.
Desde entonces, don Albino entristeció. Algunos aseguraban que de esa pareja había nacido un niño que nunca, pero nunca lo mostraron y don Albino estaba tan atado a él, que hasta parecía aborrecerlo.
¿Cómo y de qué murió don Albino? nadie lo refirió ni lo comentó. A sus funerales sólo asistieron algunos soldados, según fue su deseo. Lo llevaron al cementerio de Castilla en una carroza, tirada por cuatro caballos negros, conducida por un cochero vestido con elegante traje y una escolta de jóvenes gitanos. Ningún sacerdote quiso acompañar el funeral. Decía la gente que don Albino volvía todas las noches en su caballo negro, trotando sobre las aguas cuando el río estaba en llena. Cuidaba que nadie se acercara a su casa. Cuando él no podía venir, había siempre algún sujeto misterioso haciendo la guardia en la mansión, cabalgando también en un caballo pinto.
¿Pacto con el diablo? ¿Cómo pensar semejante cosa de un hombre que da posada a una desconocida, a la que su propia familia expulsa y sus allegados maldicen? Tal vez, la soledad lo acosaba y lo hacía sufrir. Tal vez era un hombre decepcionado. Tenía que ser un hombre bueno, golpeado por el sufrimiento y la ingratitud. En fin, la gente es así, gusta hacer misterios y tejer fantasías de todo aquello que no entiende. Así se crean las supersticiones.

50.-  EL CONFLICTO
Había un poco de confusión en las calles. Las tiendas estaban llenas. La gente compraba todo lo que podía. A las cuatro de la tarde se reunieron en la tienda de papá varios de los vecinos. Recuerdo entonces a los Zapata, dedicados a los géneros, a Orozco, a los Azcárate y también a otras personas que no tenían que ver con el comercio del mercado; sí, con la agricultura, el periodismo y otros menesteres. Estalló el conflicto. El general Ureta está en la frontera, decían. Si el general estaba o no en la frontera, vaya Ud. a saberlo. Es necesario que todos nos mantengamos unidos, exclamaban. No sé si se entendían, porque hablaban unos a otros y todos al mismo tiempo. Lo que quedaba en claro era que los dos países vecinos, con la misma lengua, historia y religión habían entrado en guerra y la gente salía dispuesta a pelear.
Desfilaban los camiones llenos de entusiastas voluntarios, dando vivas al Perú. Era la hora de pelear, de dar la vida por la patria. Yo no lo entendía muy bien, pues siempre habíamos recibido amigos del Ecuador y los muchachos de allá y de aquí jugábamos sin darnos cuenta si éramos de aquí o de allá. La gente mayor hablaba de los intereses políticos y económicos de unos cuantos y exoneraba al pueblo de toda responsabilidad. Era un problema de poder y de dinero.
Tengo memoria de un buen muchacho que, un par de años atrás, se quedó en casa por algún tiempo; pero que por su voluntad regresó a Guayaquil, de donde era oriundo. Papá nos enteró que era hermano nuestro. Entonces, él tenía ya dieciocho años. Mis herma­nos mayores le reprocharon a papá el hecho de dejarlo ir. Él respon­dió: "es hijo de una ecuatoriana, su madre, sus hermanos de madre y sus abuelos viven en el Ecuador y sus deberes están allá". Fue dura la despedida. Yo era muy niño aún para entender lo que sucedía, sólo recuerdo su bondad. Seguramente, él se habría enrolado ya en el ejército del Ecuador para pelear en su tierra contra otra tierra que también aprendió a amar. ¡Maldita sea la guerra! No supimos más de él.

51.-  LOS COLAMBOS
Los muchachos no nos atrevíamos, ni siquiera en el día, a traspasar las rejas de la casa por ningún lado. Tampoco pretendíamos hacerlo por la huerta. Algunas noches, vimos salir despavoridos a más de un curioso, azotado por los colambos. Parecía que estas bestias, más que la fruta, protegían algo de mayor valor.
Decían los curiosos invasores que la dueña se cubría medio rostro, como esas mujeres del oriente y vestía con lindos trajes de seda de varios colores y alhajas preciosas. Contaban maravillas de la huerta. Nadie podía entender cómo una joven sola podía mantener tan bien algo que por lo menos requería de cinco personas o más. El que mejor había visto, narraba que en medio de la huerta, bajo un árbol frondoso, la joven bailaba al son de una pandereta entonando un canto bello. Por momentos, ella conversaba dirigiéndose a ese árbol, con alguien que ellos no podían ver mientras los colambos, protegidos por la sombra de la noche, se enroscaban o se erguían placenteros y encantados. Eso se lo comentamos a don Manuel. "Fantasías ociosas -gritaba doña Alicia desesperada al escucharnos-¿acaso todas las huertas del cauce del río no tienen colambos?, ¿qué tiene de raro que cada cual proteja lo suyo con lo que puede?".
Nunca pude ver un colambo. Algunos lo describen como una culebra larga, del color de la noche, de cola delgada, fuerte, cuyo extremo termina a modo de látigo, con el que azota a los intrusos, en los cuales se envuelve en las piernas hasta que venga el dueño de la finca y lo aprehenda. También dicen que es un reptil no venenoso que se come a las víboras y protege chacras y hasta las casas.
Cuentan que este animal, ofidio o saurio, gusta de la leche materna y penetra en las casas para prenderse del seno de las lactantes, las cuales no perciben si es el niño el que mama o es ese reptil, pues coloca la punta de la cola en la boca del niño para entretenerlo.
Otros describen al colambo como un saurio. Dicen que es un animal entre ofidio e iguánido, algo así como un pacazo con extremi­dades muy pequeñas, como si estuvieran desapareciendo. Sale sólo de noche y puede ser entrenado para vigilante nocturno, pues su vista está adecuada para ver de noche solamente; de cola muy larga, que le sirve de azote y que pega tanto a sus víctimas hasta hacerlas caer al suelo y desmayarlas, para luego cruzarles la cola por los oídos de lado a lado. Este saurio se esconde en el día en cuevas oscuras, entre las piedras, y sale por las noches en busca de su alimento. Quizás temen o los daña la luz del sol, dada la disposición de sus ojos y su capacidad para ver en la oscuridad.
Constantemente solía molestar a los que hasta allí llegaron para que me digan cómo eran tales animales; pero siempre me dieron respuestas equívocas. Insistía en preguntarles, cuál fue la razón por la que los colambos no los tumbaron ni retuvieron para que los  capturase la bella. "Quizás sólo les importaba asustar", respondían. Aseguraban que fueron sorprendidos y azotados por la espalda por colambos que quedaban como vigías en ronda; mientras los otros se embelesaban mirando, en las noches de luna, a la bella gitana bailando y cantando. El ataque era tan rápido como rápida era la huida de los intrusos, impulsados por el susto y el misterio. Una cosa era cierta: "Esa mujer era de una belleza extraordinaria y parecía no ser de este mundo", concluían.

52.-  EL TENIENTE GARCÍA
El cuartel estaba al mando del general Vinatea. Los soldados estaban muy ocupados preparándose para ir a la frontera. El teniente García era amigo de la casa y frecuentaba la tienda para conversar con papá. Pertenecía a una antigua familia piurana, gente de trabajo, de mediana fortuna. Fue Espada de Honor de la Escuela Militar, entrenado en Estados Unidos de América y, según los suyos, haría una brillante carrera y hasta podría llegar a la presidencia de la República. ¿Por qué no? diría su tía Angela, a quien le gustaba narrar el pasado piurano y de los valientes soldados que ese suelo diera tanto como le placía tocar el piano y poetizar.
Ese día viernes, al salir de la escuela, vi al teniente parado junto a los columpios, mirando aquella misteriosa casa. Me acerqué silen­ciosamente, pero advirtió mi presencia. "Chino, te esperaba -me dijo-, allí, en esa casa, vive mi novia, toma esta carta, ahora en la noche se la entregas, ella estará en su mecedora; no tengas miedo, ella ama a los niños". ¿Verdad?, ¿no se los come?, le pregunté, ingenuamente, y él se echó a reír. Es que don Manuel cree que allí está el diablo, me excusé. "Don Manuel vive de fantasías, cree en tonterías" -dijo molesto."Ella es mi novia" -recalcó- dale, dale la carta y, desde ahora, serás mi cabo asistente". ¿Sin pasar por soldado recluta? -le pregunté. "Sí, si cumples tu misión, te ascenderé".
Yo no sabía qué hacer. Me molestaba hacer de alcahuete, pero el teniente García siempre fue bueno con nosotros. A los chicos de la escuela nos paseaba en su caballo y nos cuidaba en el río, cuando acudíamos a bañarnos y hasta nos instruía en cómo nadar, arte en el que conmigo no tuvo mucha suerte, a pesar de la atención que puso en enseñarme. Además, la curiosidad me ganaba. Un hombre debe ser valiente y no tener miedo, repetía para mí mismo. En mi cabeza daban mil vueltas los peligros más extraños. Si alcanzo a oler azufre -decía para mis adentros- no me acerco; si veo un colambo, le tiro una piedra; si ella me agarra de la mano, al darle la carta, la muerdo con todas mis fuerzas; pero tendré cuidado de no sacarle un pedazo. Bueno, un soldado debe cumplir su misión y yo la cumpliré -afirmé para mí- presumiendo de ser una prueba de valor.

53.-  LAS CARTAS
El calor era intenso. Era el mes de marzo. La luna colgaba del cíelo, entera y luminosa. La luz de los postes no llegaba a esa cuadra; pero algo hasta la cuadra del otro extremo, donde estaba la escuelita. Los ficus que rodeaban el parque echaban más sombra y opacaban la luz.
El corneta del cuartel tocaba ya el silencio. El reloj público instalado en una pequeña torrecilla anunciaba las nueve de la noche. Yo corría alrededor del monumento a Francisco Pizarro, mientras mi madre con la comadre Edita conversaban en una banca, frente al mercado central y miraban la torrecilla del reloj. Tomé valor y me dirigí a la casa de la bella. Allí estaba ella, entre los claros de luna y la caricia de la sombra de los ficus. La reja de la casa estaba entreabierta, como si aquella mujer me esperase. Tal vez -pensé- ella vio, desde su casa, cuando el teniente me entregaba la carta. El silencio era interrumpido por el canto de la chicharra y el croar de las ranas.
No bien había pasado la reja, sentí un fresco delicioso, como si las aguas del río se acercaran para refrescar el lugar. Avancé caute­loso. Sin llegar a comprenderlo, no tenía miedo, estaba sereno. Ella se mecía lentamente, mientras sus collares y sus enormes argollas sonaban deliciosamente. Llegué frente a su mecedora, tenía en sus faldas un enorme pacazo que, clavando sus rasgados ojos en mí, parecía vigilar el menor de mis movimientos.
No era de esos pacazos que se suele llevar en el hombro como mascota. Sentí, más bien una corriente de mutua y natural antipatía con ese animal. ¿Celos? Ella estiró la mano y yo le di la carta; mientras con la otra mano me entregaba otra carta. "Llévala, es para el teniente", me dijo dulcemente. Era realmente bella, de misterioso encanto, de mirada tierna y rostro pálido. Entre claro y claro me pareció ver otro rostro, envejecido, áspero y desconfiado. Ella alargó su mano para acariciarme, pero el pacazo estiró su cresta, su pescue­zo se movía, como si lo inflaran con un fuelle y me pareció que apretaba sus garras en el regazo de la gitana, quien volvió la mano y posándola en el lomo del antipático pacazo, lo amansó. "Anda -me dijo- pero no olvides que todos tenemos dos rostros; uno es el ansia de permanecer joven, lozano, pleno de energías y confiado; y, el otro, el de las huellas del tiempo, del devenir de generaciones, de las amarguras, de las injusticias y de las traiciones de seres que amas". Entonces no entendí una sola de esas palabras.
Siempre sereno, retrocedí lentamente y sin dar la espalda, desconfiando del pacazo que parecía querer tirarse sobre mí, descen­dí por los peldaños de la ya vieja pequeña escalinata, prendido del áspero pasamanos. Ya en el piso, seguí retrocediendo hasta la reja y salí a la vereda. Sentí, entonces, la intensidad del calor y por la descarga de ese subyacente, quizás reprimido miedo, me empapé como si saliera del río. Volví la cabeza para mirarla. Ya no estaba allí y tampoco había escuchado puerta alguna que se cerrara. Entonces eché a correr y no paré hasta la banca en la que mi madre conversaba con la tía Edita. "Has estado en el río" -me reprochó mamá. No -le contesté- estoy sudando. He corrido desde la casa de la bella hasta aquí. Ella no me replicó, porque distrajo su atención el chillido agudo de una lechuza, contra la cual soltamos los tres, al mismo tiempo, gruesos insultos para espantar a esa ave de mal agüero. Era la creencia que tales chillidos convocan a la muerte, así como, que las lechuzas son tan delicadas y vergonzosas que no resisten los insultos y dejan en paz a la gente, llevándose la mala suerte.
Muy temprano al siguiente día fui al cuartel. El teniente García me esperaba con dos panes de tropa, los que eran enormes y delicio­sos, parecían panes franceses gigantes. Le entregué la carta, la que abrió ávidamente y empezó a leerla. Vi como se le iluminaba el rostro. Se sentía un triunfador."¡Chao, chino!, es un secreto militar. Ya sabes" -me dijo sonriendo- y corrió hacia el interior del cuartel. Me pareció un niño, tan alegre, como cuando recibíamos los juguetes en la catedral el día de los reyes. Por mi parte disfruté del pan, compran­do antes un plátano y un pedazo de chancaca de Ayabaca en la tienda de doña Angélica Morales, la reina de las natillas

54.-    ENTRE EL DEBER Y EL AMOR
Era Domingo de Ramos. Del cuartel salieron los camiones más diversos llenos de reclutas. Cerrando la fila iba el teniente García. Montado en su hermoso caballo encabezaba un pelotón de caballería. Los militares acompañarían a los camiones hasta la salida a Sullana y regresarían al cuartel para luego marchar a la frontera norte. Eso escuché a mi padre y a sus amigos. Los reclutas iban entusiasmados hacia la muerte. Dos pueblos hermanos estaban dispuestos a desan­grar a sus hijos en beneficio de la riqueza y de los intereses de unos pocos. Yo no entendía por qué estaban alegres, si no sabían si regresarían. Creo que eso no les importaba. Los chicos corríamos detrás de la caravana y fingíamos ser soldados. "Mataremos a los enemigos y ganaremos muchas medallas", gritábamos entusiasma­dos.
La tarde caía lentamente. El teniente García paseaba ya sin uniforme por el parque infantil. Yo jugaba al sube y baja con mi amigo Gabriel Wong. "Cabo asistente -me dijo el teniente García- acompá­ñeme, tenemos una misión". Estoy reclutado -dije a mi compañero-mientras el teniente me tomó del hombro y continuamos su paseo. "Pronto no estaré más por aquí -me conversaba- tú sabes mi gran secreto y te encomiendo que lo cuides. Voy a pelear por mí patria; pero antes, quiero despedirme de ella". Yo estaba perplejo y no llego a comprender, hasta hoy, porque puso su confianza en mí. ¿Acaso creyó que yo era hechicero o amigo de santos o de ángeles? Por mi parte, quise contarle que cuando vi a la bella, también había visto el rostro de una vieja, pero no me atreví. Después de todo -hoy lo sé- a la gente le gusta vivir en su propio engaño y se irrita si alguien quiere abrirle los ojos. Se prefiere vivir engañado que sufrir la amarga verdad. ¿Quién, no? Continuamos un rato en silencio, hasta llegar al puente viejo, el primero de todos los que ahora unen los dos distritos: Piura y Castilla.
El río estaba en crecida y el agua tapaba los castillos de fierro que sostenían el puente. El teniente, arrimado a la baranda,con el pie en el descanso, fijó triste su mirada hacia el cauce, como tratando de reflejarse en esas aguas turbias o de arrancarle el secreto de su futuro. Corría aire fresco, como aquél que sintiera en la casa de la bella mujer. Así debe ser ella de fresca y de lozana, decía, hablando para sí. Su rostro era sereno y reflejaba grandes esperanzas. De pronto entristeció, como si previera que jamás volvería. "No -decía, como pensando en voz alta- debo ir a Zarumilla, esta es mi patria y debo defenderla, es mi sagrado deber. Vivo o muerto vendré por ella". Por mi parte seguía sin entender nada. Tenía la impresión de que nunca había estado cerca de ella, ni ella cerca de él. De repente sentí una extraña corriente de aire pasar cerca de mí. Vi iluminarse el rostro del teniente, como si algo muy raro lo invadiera. "Es ella" -dijo- y apretándome fuertemente el hombro echó un hondo suspiro. Tuve que resistir para no quejarme. ¡Teniente! -grité- dígame la misión; se hace tarde y pronto oscurecerá. Volvió en sí y me invitó a tomar un helado, al otro lado del puente, en el café llamado "El Río Bar". "La misión ha terminado" -me dijo- y salió sin rumbo, dejándome los dos helados que, por supuesto, devoré ansioso como deseando librarme pronto del intenso calor, amenguado muy levemente por la brisa de las aguas del río que rozaba los muros del local.

55.-  ELADIOS
La Semana Santa había terminado. Era Domingo de Gloria. El obispo celebró la misa en el cuartel. Los oficiales y los soldados que se disponían a partir recibieron la bendición con admirable recogi­miento, confiando, tal vez, que ella les ayudaría a matar muchos enemigos o que los traería de vuelta sanos y salvos o, quién sabe, les aseguraría ser recibidos en el cielo,si muriesen en batalla. ¿Qué pasa si los enemigos también asisten a misa y reciben la bendición?, pensaba yo para mis adentros. Al fin, los dos pueblos somos catóücos. El teniente García estaba al lado del general Vinatea, según se decía, era su ahijado y lo quería para yerno. Estaba muy pálido. Se percibían leves arañazos en el rostro. Parecía débil, pero sostenía el porte que -según él-debía tener todo militar. Al terminar la misa, me miró sonriente; pero triste. Se acercó y me habló: "Cabo, te encargo una delicada misión, todos los viernes, por la noche, le dejarás a ella un clavel que tomarás del altar de la virgen del Perpetuo Socorro, en la iglesia de San Sebastián, el mismo viernes por la tarde". "¡No lo olvides, chinito!" "¡Teniente García -gritó el general Vinatea- ¡En marcha!"
Salió la caravana con el redoblar de los tambores de guerra. El teniente, al mando de su pelotón de caballería, al dar la vuelta al parque hizo que su caballo se alzara sobre sus patas traseras y saludó reverente aquella misteriosa casa, de la que nadie parecía asomar. La gente murmuró. A mi me pareció que por una hendija de la ventanita del altillo asomaban los rasgados ojos del maldito pacazo.
La gente aplaudía la gallardía marcial de la tropa. Algunas madres enjugaban sus lágrimas. La maestra Alicia levantó su delantal para secar sus ojos. "Presiento cosas terribles -le dijo a don Manuel-¿quién cuidará, ahora, de mis niños en ese río tragón? ¿Quién les aconsejará no bañarse solos en el río, ni arriesgarse en sus turbulentas aguas?" "Sé optimista, mujer -la consoló don Manuel- ya habrá una buena persona en el cuartel". "Como el teniente García, nunca" -sollozó doña Alicia agregando-, no llego a comprender su razón de escoger la carrera militar, un muchacho inteligente, incapaz de hacer daño a nadie. Seguro y más que seguro que lo matarán". "¡Ya, pues! -exclamó don Manuel-no seas pesimista, ni ave de mal agüero. García es muchacho valiente y eficiente en su carrera. El país necesita militares inteligentes, buenos, honestos y valientes para defender la patria y el orden". "Claro -musitó doña Alicia-, pero esos se mueren".

56.-  LOS CLAVELES
El día lunes, por la mañana, el teniente Arellano, amigo íntimo de García, fue a contarle a don Manuel que el teniente García había abandonado sigilosamente la cuadra durante cada noche de la Se­mana Santa y que, al parecer, las había pasado en la casa de la bella gitana. También le contó que, muy extrañamente, el teniente había estado yendo por las mañanas, muy temprano, a la iglesia San Sebastián, de regreso de la casa de la bella, para reintegrarse después a su cuartel. "Claro -dijo don Manuel- tenía que lavarse con agua bendita para expulsar al maligno.
Llegó el viernes. Por la tarde, después de salir de la escuela fui a la iglesia. Al pie del altar de la Virgen había un hermoso y perfumado clavel rojo. Mi piel se puso como carne de gallina, pero nada tenía que temer. Estaba en la casa de Dios. De súbito me asaltó una idea, ¿si el diablo se disfraza de cura? No, imposible - seguí dialogando conmigo mismo para vencer el miedo- tendría que hacerlo de obispo para esconder los cachos en la mitra. Tomé el clavel. Me pareció que la Virgen me miraba complacida, como diciéndome llévalo y cumple con tu promesa.
Cenábamos en la fonda de Seminario, a dos cuadras de nuestra tienda del mercado central. Fui allá con mamá a las 8 de la noche y, mientras ella conversaba con doña Catalina, la esposa del fondero, yo me escurrí y fui por el clavel que había puesto en una caja de zapatos. Se acercaban las nueve de la noche y marché a la casa de la bella. Justo al llegar a la verja, el reloj daba las nueve campanadas. La verja se abrió, como impulsada por una gran fuerza, igual que esas puertas electrónicas de hoy en día.
La bella reposaba en su mecedora, estaba radiante, como si de ella se desprendiera una luz tenue en la oscuridad. Me acerqué con temor por el pacazo; pero el animal no estaba más allí, ni me atreví a preguntar por él. Muy serenamente le entregué el clavel que ella tomó con alivio, estrechándolo contra el pecho y, sonriendo, me dio las gracias. Entonces me sentí un héroe y me gustó así hacerlo cada viernes.

57.-    LA OCUPACIÓN
Había algarabía en plazas, calles y parques. Los soldados perua­nos habían tomado Santa Rosa y Máchala. Las gentes opinaban que las tropas debían avanzar hasta Guayaquil y de allí a Quito. No comprendían porque el ejército se había detenido. Nuevamente las tertulias se nutrían con los más pesimistas y hasta recelosos comen­tarios. Como siempre, se acusaba al presidente de la República de cierta colusión para evitar el avance del ejército nacional. En España esto no habría sucedido, exclamaba uno de los hermanos Azcárate. Precisamente, papá tenía encargo de proveer no sé que tipo de víveres para el ejército, de modo que iba y venía. Justamente ese día había retornado y trajo entusiastas narraciones, pero también serios temo­res de que todo iba a quedar como antes y quién sabe si peor para el Perú. "Chile se llevó Arica; Colombia, Leticia; sabe Dios que se llevará Ecuador", decían amargamente los contertulios. Sucede que las cosas, así vistas, pasan por los deseos de vencedores y las elementales generalidades de una pelea cualquiera. Las cosas entre países son más complicadas y los gobiernos proceden atados a circunstancias y compromisos misteriosos.


58.-  LA METAMORFOSIS
Doce claveles y doce viernes pasaron. Ese día sería la procesión de la Virgen del Perpetuo Socorro, mamá me dijo que iría a la escuela sólo por la mañana y por la tarde acompañaríamos a la Virgen. Me alegré de veras. No perdería clases, ya que la maestra Alicia también iría a la procesión. Me levanté temprano con la intención de ir al cuartel para preguntarle al teniente Arellano sobre alguna noticia del teniente García, pero no llegué hasta allá y me detuve en el camino.
Frente a la misteriosa casa había un gentío. Me colé entre el tumulto hasta llegar a ella. Los policías trataban de abrir una jaula, dentro de la cual había un raro ser entre hombre y bestia que pareció reconocerme. La bestia tenía la cara de un pacazo, el rostro cuarteado y envejecido de un modo muy raro. Tenía el pelo pegado como una gruesa cresta y expelía un olor a serpiente. Es el diablo -decía la gente. La bestia gruñía, alargaba sus brazos cubiertos de escamas, como desesperada, y mostraba sus descomunales uñas. Lo raro era que parte del cuerpo estaba cubierto con una especie de traje militar. La piernas eran entre humanas y de lagartija. Este monstruo era horri­ble.
Me escurrí a las habitaciones interiores. En una de ellas, sobre una tarima, estaba una anciana, pero no de muchos años, de rostro amable, rodeada de 12 claveles que eran los que correspondían a los doce viernes. Los claveles estaban como si recién se hubieran cortado y en la habitación se sentía su delicioso perfume.
En la huerta habían personas extrañas vestidas como los gitanos.
Algunos de cierta edad; otros, jóvenes; varones y mujeres. "Gra­cias, por cuidar a mamá", me dijo una de las gitanas, la de mayor edad. Lucía ella cierto garbo y hermosura, era el retrato de la bella. "Gracias también por lo que hiciste por nosotros-continuó la gita­na-venimos de muy lejos, de aquellos lugares donde apareciera la Virgen del Perpetuo Socorro. Ahora, somos libres y allá retornamos" -concluyó, acariciándome. Los jóvenes me miraban con curiosidad. Estaba sorprendido. ¿Dónde estaba el pacazo y dónde los colambos? ¿Se habrán deslizado hacia el río? -pensaba-, sólo tal vez. ¿Desde cuándo cuidé yo a esos gitanos? ¿Cómo así, si recién estaban llegan­do? ¿Se fueron y volvieron? ¿Su mamá? Entonces, ¿cómo? La policía se acercó a los gitanos y algo acordaron que se llevaron a ese extraño ser dentro de la jaula. La cargaron atravesándola con unos largos maderos. La bestia se resistía a ser sacada de la casa y gruñía y gruñía. Al ser expuesto a la luz, se desmayó o no sé si se murió.
La procesión estuvo muy concurrida. Entre empujones y apre­tones, escurriéndome debajo de las axilas de las devotas, un poco mareado por los humores, me deslicé hasta el altar de la virgen y le devolví un clavel que furtivamente retiré de la casa de la bella. Me pareció que la Virgen sonrió aprobando la devolución y quizás si complacida porque supe cumplir una promesa. Pronto sentí que mi madre me tiraba suavemente de las orejas. La había pasado muy mal con mi desaparición entre el gentío. La pobre tenía que cargar a una de mis pequeñas hermanas y llevar de la mano a la otra y yo la había abandonado. Perdón, mamá, tuve que cumplir una promesa -le dije-y continuamos rezando el rosario, mientras la procesión avanzaba en dirección a la Plaza de Armas. Por mi cabeza cruzaban mil incógnitas: ¿Quién era ese extraño ser de la jaula? ¿De dónde salieron los gitanos? ¿Cómo y de dónde me conocían? Y ¿Quién era la anciana? ¿Y su hija? ¿Su hija? ¿Qué virtud o magia tenían los claveles? Traté de concentrarme y continué rezando. ¡Es tan consolador orar en la angustia de la incertidumbre!

59.-  LOS ESPÍRITUS
La noche era serena. Se escuchaba el eco de la banda de músicos que acompañaban a la procesión hasta el final. Eran ya algo más de las diez de la noche. Las campanas anunciaban la llegada de la Virgen a su templo. Mi madre y mis hermanas se habían ido al altillo de la tienda, donde teníamos un improvisado dormitorio. Algo me impulsó a ir hacia el parque infantil. Aunque tarde estaba abierto. Esto era muy raro, porque siempre lo cerraban a partir de las 10 de la noche, los columpios. Allí estaba el teniente García, de pie, con su uniforme de gala y un galón más. La bella joven se mecía en uno de los columpios como una adolescente, libre, llena de felicidad, llevando un clavel en la oreja. Pero, ¿cómo podía resultar tan joven y lozana, alguien que me pareció, en parte, una anciana?. Era raro, no sentía el más mínimo temor. Por el contrario, tenía la sensación de tranqui­lidad y alivio de encontrar a tan buenos amigos. "Gracias, sargento -dijo el teniente- hemos cumplido nuestras misiones y, en premio de ello, quedas ascendido". Ella hizo como si me diera un beso, pero sólo sentí algo así como la frescura de la brisa del río. Me sonrieron. Quise decir gracias capitán, pero me quedé con la palabra en la boca porque ellos se habían esfumado.
Nadie volvió a saber de ese tipo raro de la jaula, ni de los gitanos y gitanas que, seguramente, dieron el aviso para que la policía sacara a ese engendro a la luz y con ello muriera o desapareciera. El cadáver de la anciana fue llevado al cementerio "San Teodoro" por los gitanos, antes de desaparecer. Nadie más requirió un entierro por varias semanas en ese pabellón del cementerio, como si se aguardase a alguien que debía llegar antes.

60.-  EL SEPELIO
Comenzaba el mes de julio. Al salir de la escuela, ese viernes, partía del cuartel un cortejo fúnebre presidido por el general Vinatea. Era el sepelio del teniente García. Lo enterraban con honores, al compás de la marcha fúnebre destacando sus acciones heroicas en batalla.
Intrigado, seguí al cortejo hasta el cementerio "San Teodoro", el mismo en el que se quedara la gitana. Colocaron la caja mortuoria sobre un soporte delante del nicho, ya reservado para él. Varios oficiales se pusieron a cada costado. El general se acercó, leyó una resolución por la que se ascendía a capitán al teniente García y depositó una condecoración sobre el féretro, visiblemente entristeci­do. Mientras eso ocurría, sentí una presión en el hombro, como sucediera en el puente viejo. Era el teniente y su novia, la bella gitana, liberada del cuerpo anciano que ahora yacía en el nicho. Nadie los percibió, cruzaron el gentío y se instalaron al lado de sus correspon­dientes tumbas, mientras varios oradores empezaron a exaltar las virtudes de García, cuyos padres,2 hermanas, su tía Angela y otros numerosos parientes estaban sobrecogidos de dolor. García vino hacia mí, me exhortó para que dijera a sus parientes que él estaba bien, que estaba feliz. Eso resultaba una misión imposible y hasta ridicula, ¿cómo podía yo decirles tales cosas? Me habrían tomado como un impertinente o, peor, como un loco. Seguro que me habrían llevado al manicomio.
El padre Sauer, quien fue su profesor de matemáticas, hizo las oraciones de estilo. El teniente Are llano dobló la bandera que cubría la caja y la entregó a la madre del ahora capitán García. Los rifleros hicieron disparos al aire. Cuando se disponían a levantar el féretro para depositarlo en el nicho, junto al de la anciana, un profesor del Colegio Salesiano pidió a la muchedumbre que escuchara y empezó la lectura de un poema que García le había confiado antes de partir. Era un poema al romántico estilo de Carlos Augusto Salaverry, en el que elogiaba su amor por la gitana. No faltó quien murmurara, diciendo: ¡Vaya! un militar poeta. No se hicieron esperar las lágrimas de algunos amigos y amigas. Allí estaban don Manuel y doña Alicia, tomados del brazo, tristes, algo llorosos. Asistió mucha gente del mercado central, pues la sencillez del teniente fue siempre apreciada por la gente humilde. Doña Mica Albirena no era amiga de acompañar sepelios, decía que resultaba más consecuente acompañar vivos o enfermos, pues los muertos ya no lo necesitan. Allí estaba ella, con un rosario en la mano. Introdujeron la caja al nicho, pusieron la lápida y el corneta tocó el silencio del descansa en paz.
La gente del cortejo se dispersó, algunos decidieron dar un paseo por el camposanto, otros ingresaron a la pequeña capilla que en el cementerio existía y muchos volvieron a casa. El teniente,digo su espíritu, blandía los brazos como haciendo adiós a tantos y tantos amigos y camaradas de armas que se retiraban ya del cementerio. Me sonrió y se despidió haciendo el saludo militar.

61.-  LA PRENSA DE ENTONCES
Al salir, el general Vinatea fue aclamado por la gente. Había asistido acompañado por una chica de más o menos 18 años, de cabello suelto, delgada, de porte elegante y de rostro triste. Se sabía de la buena, dura y eficiente labor realizada en defensa de las fronteras del norte. Se comentaba de los sinsabores que él y sus soldados tuvieron que tragar por la forma como los mandos políticos del país conducían el conflicto. Le dolían las perspectivas pesimistas que asomaban para su solución, no necesariamente de origen sobe­rano. Recuerdo las tertulias de papá con Garcés del Diario "El ' Tiempo". Feijó de la Industria y Rivera del Ecos y Noticias quienes comentaban irritados todo ese problema del probable retiro de las zonas ocupadas por el ejército peruano, a lo cual el general se resistió. Sin embargo, el general era un militar y tenía muy en alto el valor de la disciplina. Reconocía que los intereses políticos eran superiores a sus fuerzas y voluntad. Decían que su opinión fue por un avance en la ocupación territorial del Ecuador para zanjar definitivamente ese problema. En realidad, ese problema era una complicación interna­cional, pues no sólo era una cuestión bilateral sino que, por algún motivo o razón, se complicaron con los "buenos oficios" de países conciliadores. Allí quedaron las cosas. Oportunamente se formula­rían y firmarían los documentos diplomáticos de delimitación fron­teriza y de paz entre ambas naciones.
"Fue el teniente García -refirió el general a los periodistas de los diarios El Tiempo, La Industria y El Ecos y Noticias- quien con su arrojo y valentía deshizo una columna enemiga, de no haberlo hecho no estaríamos aquí contando el cuento. A él, al teniente García, le debo la vida, como se la deben tantos otros que hubieran caído en terribles emboscadas de esa columna estratégica" -enfatizó con convicción el general- anunciando que tenía que retornar al norte. Luego, haciendo un saludo militar hacia el cementerio y, dándole el brazo a la joven dama, se marchó acompañado por el teniente Arellano, quien tenía cubiertos los ojos por unos elegantes lentes con luna oscura, como si quisiera ocultar sus lágrimas.

62.-  LA LIBERACIÓN
Ese mismo día viernes, antes de que dieran las doce de la noche, se produjo un gran alboroto en la calle cerca del cuartel. La casa de madera ardía, las llamas se elevaban muy altas, los soldados se esforzaban cargando baldes de agua para apagar el fuego, un fuerte olor a azufre se percibía en el medio. Corrí hacia la escuela, en cuya puerta estaba don Manuel y doña Alicia. "Ya te decía -Alicia- eso era un asunto misterioso, muy misterioso, tal vez era alguno de esos encantamientos egipcios" "Te convenciste -reiteró don Manuel-no, no era nada de fantasías". "Si tu sabías que era cosa de encantos, ¿por qué espiabas a la gitana? Con los años que tienes, ¿no crees que debieras estar rezando?", contestaba doña Alicia con irónicas inte­rrogantes. Por cierto que irónicas, la oración no sólo es para ancianos.
El fuego se apagó lentamente y la gente fue dispersándose. Mi curiosidad era grande. Me acerqué a la casa para apreciar mejor lo que sucedía. Cuando sonaron las campanas del reloj del mercado central dando las doce de la noche, de aquel tronco, ubicado en el centro de lo que debió ser la huerta, salió disparada una semiesfera multicolor achatada, de regular tamaño, de gran transparencia por el fuego, dentro de la cual podía distinguirse la figura de esa antipática lagartija. ¡ El pacazo! ¡ El pacazo! gritó la gente a una sola voz, mientras la esfera se encendía y se esfumaba en el aire como las coronas de los castillos de fuegos artificiales. El árbol ardía y chisporroteaba, quedando apenas un madero chamuscado, de lo que fuera, según testigos, un frondoso y hermoso árbol bajo cuyas ramas solía bailar la gitana.
i Oh Sorpresa!, junto a ese pedazo de tronco chamuscado estaba de pie un anciano, delgado, de porte elegante y sonriente. Tenía un clavel rojo en la mano, uno de esos que yo mismo había llevado cada viernes. El rostro del anciano era dulce y reflejaba el desasosiego del que sale de una cárcel de terribles suplicios.
Se dirigió hacia mí, levantó el clavel señalando su triunfo e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y, sin más, desapareció. Miré a mi alrededor, tratando de percibir si alguien más lo habría notado, pero estoy seguro que nadie más lo vio. Nadie dio señales de que así hubiera sido.
Yo, atónito, perplejo, sólo atiné a persignarme, recordando con alegría la liberación de mis amigos, la sonrisa de la Virgen del Perpetuo Socorro y el misterio de los claveles benditos.
Ya decía yo -pensando para mí- que el tal don Albino no podía ser un hombre malo. Prometí contarlo algún día y así lo estoy haciendo, aún a riesgo de la incredulidad de muchos. Ese pobre anciano no era otro, más que un prisionero del maligno, como lo somos muchos sin darnos cuenta, hasta encontrar a alguien que nos alcance el clavel de la redención o seguir en medio de ilusiones, hastíos y fracasos, hasta la autodestrucción definitiva, arrastrando a los seres que nos aman.
La madrugada avanzaba, el frío del sereno del desierto se dejaba sentir. Di media vuelta y me marché junto con algunos tenderos vecinos. Más tarde, tenía que ayudar en la tienda. Era día sábado y vendrían muchos campesinos para proveerse de víveres y de las nuevas de la ciudad. Ellos traerían también las nuevas de sus distritos y caseríos. Sería un día divertido, después de un día de tristezas y tensiones.



CAPITULO III
JAIME FRANCISCO
63.-  EL VIAJE
El viaje de Otuzco a Trujillo fue muy incómodo. Jaime Francisco fue traído a esta ciudad por una bondadosa pareja, viajando en la carrocería de un camión, encima de una carga de papas, ollucos y quesos, pasando de una falda a otra, de la mujer al varón, durante todo el viaje. Tuvieron que soportarse hasta llegar a la parada del camión, en las afueras del lado este de Trujillo.
Jaime Francisco no comprendía por qué tanto cariño de la pareja con él, si no era su pariente. Lo habían recogido en la campiña serrana desde muy pequeño, pues andaba perdido y asustado. Le dieron abrigo y buen alimento, al punto de, a pesar de ser un infante, se había puesto tan robusto como un adulto. Estaba muy orgulloso, pues no sería un retaco ni un esmirriado como muchos de sus parientes que habían quedado en Otuzco. Sería admirado y muy querido.
La pareja lo trajo en brazos desde las afueras hasta el centro de la ciudad. Sí que era pesado. Por eso, el varón, apenas si había andado una cuadra cargándolo en los brazos, sin vacilar, se lo pasaba a la mujer, la que lo cargaba hasta más de tres cuadras. En ese andar, Jaime Francisco conocía la ciudad y admiraba lo plano y lo ancho de sus calles, a sus casonas y la hermosura de sus iglesias. Se alegró al pensar que viviría en esta ciudad.

64.-  EL DESTINO
         Jaime Francisco se quedaría en la casa de un doctor y, por eso, se sintió seguro, porque sería bueno para su salud; pero, para su sorpresa, el doctor no lo era en medicina; sino, en leyes. De esto se dio cuenta muy pronto, pues la pareja se detuvo en una plazoleta en la que había una iglesia y un convento abierto. Bueno, parecía un convento, pero no veía a nadie vestido como los monjes que asistían a la procesión de la Virgen de la Puerta. La mujer avanzó hasta la enorme puerta y desde allí divisó el patio. Le pareció algo magnífico y se entusiasmó que lo dejaran allí, pues tendría mucho espacio para corretear y gritar llamando a sus compañeros, pero, ¡vaya desgracia! sus compañeros no estaban aquí, pero ya encontraría otros. El hombre ingresó al "convento", pero no tardó y volvió pronto con cara de decepción. El doctor no estaba, se había ido a Lima. El doctor era un vocal de la Corte Superior y lo habían promovido a vocal de la Corte Suprema. Ahora sí que resultaba incierta la situación. ¿En dónde viviría? Menudo problema para la pareja que lo quería tanto y peor para su destino. Por su parte, Jaime Francisco se sintió aliviado, pues era seguro que lo regresarían a Otuzco a donde había dejado algunos amigos en la vecindad, aunque también sentía pena, porque la ciudad le había empezado a gustar.
Era ya mediodía. La pareja estaba cansada y se dirigieron a la Plaza de Armas para sentarse en una de esas bancas de cemento blanco, jaspeado con colores. Acomodados ya, sacaron de sus alforjas el fiambre que habían llevado: cancha, pan serrano, jamón del país y queso. ¿Qué haremos ahora? Se preguntaba el varón en voz alta. De pronto la mujer recordó que en la calle Bolognesi vivía un compadre, quien trabajó muchos años en el Ferrocarril, como uno de los jefes y, en el poco tiempo que ella estuvo con su familia en Trujillo, el señor aquél le había dado trabajo a su padre, lo que les había permitido pasarla sin muchas preocupaciones. Hacía ya algún tiempo que se encontraba jubilado. No lo veían desde el bautizo de su primer hijo y de eso hacía lunas de lunas. "El compadre es muy bueno, seguro que recibirá a esta criatura de Dios"-opinó la mujer. "Claro que sí, don Julio,-respondió el varón- muy buena idea, vamos allá". Termi­naron de comer y cargando a Jaime Francisco se dirigieron a la calle Bolognesi. La mujer conocía a perfección el camino, aunque el varón parecía haberlo olvidado, sólo era cuestión de cruzar la Plaza de Armas y luego seguir por la calle Pizarro una cuadrita más y, de allí, a la derecha, junto a un puesto policial, allí estaba la casa.
Era una casa con una puerta grande. La mujer cargaba a Jaime Francisco, quien estaba ansioso por ver al tal buen señor que sería su guardador. El hombre se decidió a tocar el timbre, pero al hacerlo dio un salto y un ¡ay! de dolor. El timbre se había electrocutado. Esto tiene candela y golpea muy fuerte-dijo el varón- sobándose el codo Se abrió la puerta y apareció un hombre grande, colorado, calvo y muy amable. La mujer lo reconoció de inmediato, no había cambiado mucho. ¿Cómo está don Julio? ¿Ya no se acuerda de nosotros, compadre?

65.-  DON JULIO
Don Julio los miró medio desconfiado, pero los recibió muy amable y, después de mirar bien, hasta se alegró al reconocer a la mujer, cuyo padre trabajara de peón, en una cuadrilla de brequeros, en el Ferrocarril. ¡Jesús! ¡Cómo ha pasado el tiempo! ¿Cómo te ha ido? ¿Qué es del ahijado? Ay, compadrito, el ahijado murió quemadito –dijo- fue un grave descuido de la abuela, por el peso de sus años, nosotros no estuvimos en el pueblo, pero ya el Señor lo recibió y lo tiene en su santo seno. Ahora, hemos venido a Trujillo, porque Eleodoro tiene unos asuntos que arreglar y aprovechamos para traer a esta criatura, claro que con el viaje ha bajado un poco de peso. Don Julio la interrumpió y reaccionando tras la sorpresa los invitó a pasar, llevándolos hasta el comedor de diario. Jesús no se desprendía de Jaime Francisco. "Mujer, déjalo correr, lo tienes allí tullido" -le dijo don Julio-. "Gracias, pero es tan travieso, que temo vaya a malograr sus plantitas; y, como le decía -continuó Jesús-, no queríamos retor­nar a Otuzco hasta no dejar bien alojado a este angelito de Dios y hemos venido a saludarlo y a pedirle que usted acepte recibirlo". Don Julio, siempre receloso, se resistió a ello, diciéndoles, ¿pero no creen Uds. que los extrañará?" "Claro que sí, pero son cosas de la vida, contestó, Jesús. Nuestras crías crecen y él estará aquí mejor con ustedes".

66.-  DOÑA ALEJANDRINA
Jesús lo pasó a su marido para que lo tuviera un rato y, en esos afanes, entró la esposa de don Julio, la que reconoció a la mujer, a primera vista,"¡pero si estás igualita, Jesús ingrata! ¿Cómo te ha ido en tu tierra?" Las dos mujeres se abrazaron como dos hermanas. "Gracias a Dios y a la virgencita, me ha ido bien, doña Alejita, el marido que tengo, el único, que usted también conoce, es decir, su compadre, es muy bueno y aquí ha venido conmigo". Eleodoro, con los brazos ocupados, inclinó la cabeza y con una sonrisa saludó a la señora, su comadre. "¡Qué linda criatura que tienen ustedes"!, dijo con sorpresa doña Alejita, acariciándolo. "Sabe comadrita- continuó Jesús- sólo nos acompaña la pena del ahijado que nos dejó en el rato menos pensado". La señora se entristeció e hizo un gesto como si recordara alguna de las travesuras de su ahijado. "Bueno, seguro que se quedarán con nosotros algunos días", terció don Julio, muy amable. "¡Qué pena, eso no será posible! -contestó Jesús, excusándose"-. "Ya Eleodoro conversó la vez pasada con el abogado y el asunto está arreglado, sólo sentimos que el vocal que nos ayudó tanto ya no esté en Trujillo, pues lo han llevado a Lima a la Corte Suprema". Es tan buena gente que lo vamos a extrañar, pues siempre hay pleitos por eso de las tierras y necesitamos jueces justos.
Doña Aleja sirvió unos refrescos y los invitó a que los acompa­ñaran a almorzar. "Siempre tan buenos -contestó Jesús-, pero, por favor, acepten a mi angelito para que se quede aquí con ustedes". Los esposos se miraron y, don Julio decidido les replicó," bueno, eso lo veremos después, por el momento vamos a dejar al serranito en un lugarcito que es bastante amplio y vecino a la habitación de Olguita". La pareja aceptó gustosa y, muy humildemente, hicieron presente que comerían sólo un bocadito, pues habían ya almorzado antes de llegar a visitarlos. "¡Ah!, sí, claro, ¿cómo está Olguita?", preguntó Jesús, algo tímida. "De mal en peor, apenas si se moviliza, pero, en su estado, podemos decir que se defiende", respondió doña Aleja con algo de tristeza.

67.-  LA DECISIÓN
Jaime Francisco estaba desconcertado. Esas personas le agrada­ban. La casa era grande. El sitio que le brindaron y en el que lo habían dejado era fresco y daba directo al patio en el que se sentía el sol en todo su esplendor. Anduvo unos pasos y se asomó curioso a la habitación de la vecina y alcanzó a ver a una persona ya adulta postrada en la cama. Le pareció que la persona también se había percibido de él, de modo que retrocedió un poco asustado. No comprendía por qué se quedaba en la cama, mientras los demás trajinaban de un lado a otro. ¿Era .quizás, una minusválida, como la Mechita de una casa vecina, allá en Otuzco?
Entonces, ¿por qué no la llevan al altar de la "Mamita", cómo lo hacían con la Mechita?
Llegó la hora de la despedida. Jesús y su marido insistieron en que aceptaran, por favor, quedarse con la criatura. "Bueno –habló don Julio- si ustedes creen que no sufrirá, nosotros lo cuidaremos y lo alimentaremos bien". Doña Aleja les señaló el baño para que se lavaran y pudieran viajar frescos. Jesús y Eleodoro abrazaron a la criatura, le habían tomado tanto cariño y cuidado tanto para que gozara del destino que le tenían reservado. "Por la "Mamita", pórtate bien, preciosura", le dijo Jesús, despidiéndose con mucha pena, mientras Eleodoro lo acariciaba. Jaime Francisco bajó la cabeza, como queriendo meterla en su pecho.

68.-  UN NUEVO HOGAR
Jaime Francisco tenía un nuevo hogar. Crecía cada día de modo extraordinario. A pesar de ser un niño, tenía un sentido muy agudo de la responsabilidad y asumió el deber de vigilar la habitación de su vecina, pues presentía que algo malo, muy malo, pasaba con ella que no la dejaban salir. Se sentaba a la puerta de esa habitación y miraba con atención a quien hacía cariño, tanto a él como a la persona que estaba dentro de la habitación. Cierta vez, vino un médico para examinar a Olguita, Jaime Francisco se cruzó a la entrada de la habitación para obstaculizar el paso del médico y de doña Aleja. Jaime Francisco no tenía alcances para comprender qué era un médico, sólo percibió un hombre que portaba un maletín, con cara muy seria. "Jaime Francisco - lo llamó la señora- no debes estorbar, anda para tu sitio que, aquí, todo está bien". Jaime Francisco la miró altivo y retrocedió, reflexionando en el asunto. Bueno, como el hombre entró con la señora, quien era madre de aquella persona, seguramente, no había porque preocuparse.
Pasaron los meses, desde aquel día de mayo. Jaime Francisco se sentía muy bien. Nada de que quejarse. La comida era selecta. No faltaban las frutas, particularmente, el plátano, al que era adicto y la papaya, cuyo dúlcete adoraba. Además gustaba de los postres con nueces, que también le daban con frecuencia, aunque, a veces, mezcladas con maní.
Pronto llegó el mes de diciembre. Jaime Francisco era todo un caballero y tenía sueños bellos. Pensaba en el matrimonio, pero hasta el momento no conseguía chica. A veces, decía para sí, si yo me casara, ¿quién se haría responsable de la persona que estaba postrada en la cama de la habitación vecina? La pobre me necesita tanto, y concluía con un "no, mejor me quedo soltero y cumplo mi deber hasta el final. Así seré recibido en los cielos con beneplácito y gloria".

69.- INCERTIDUMBRE Y PREMONICIONES
En la casa había mucho ajetreo. La señora madre de Olguita y otra señora que era la hermana menor de la pobrecita, iban y venían haciendo arreglos en la casa. Era 22 de diciembre, las señoras traían muchas cosas de la calle, que guardaban secretamente para que nadie las viera, allí en el cuarto vecino. El esposo de la hermana de la vecina venía hacia él, lo miraba y sentía en esa mirada algo así como si le tuviera pena. "Qué bien has crecido, Jaime Francisco, le decía, pero tanta gordura te hace un manganzón y eso no es bueno para ti; pero sí para nosotros". Ese señor era bueno, pero no tanto como don Julio. Él si era bueno de verdad, pues cada mañana le traía unos desayunos que todos sus amigos que se habían quedado en Otuzco se morirían de envidia, y qué decir de los almuerzos y, claro, con tanto comer y poco movimiento, tenía que engordar.
El día 23 de diciembre, estaba sombrío. Se sentía mucho calor. Ahora, en Otuzco estará lloviendo, pensaba Jaime Francisco, sentado en la puerta de su cómodo rinconcito; y le vino al pensamiento, ¿por qué, ese señor, a quien debía su nombre, le había tenido pena? Él era bien tratado, cumplía de lo mejor su deber de vigilante y guardián de una pobre mujer que no podía moverse y que sólo de cuando en cuando la sentaban en el patio y Jaime Francisco sentía mucho no poder ayudarla a caminar. Su nombre estaba inspirado en dos perso­nas gordas y él tuvo que pagar las culpas. El primer nombre, se lo dio ese señor y, el segundo, la señora Alejita. En fin no comprendía esas expresiones que, aunque cariñosas, eran para él muy preocupantes. El día avanzaba y Jaime Francisco se sentía muy apenado. ¿Porqué será esta tristeza?- se preguntaba. ¿Será quizás nostalgia de la tierra? Bueno, si fuera semana santa, nada habría de raro, si uno siente tristeza, pero, ¿en diciembre? Recordó cómo en diciembre del año anterior, en Otuzco, la pareja que lo recogió un par de meses antes, lo llevaron abrazado a la iglesia del pueblo, de donde salió un gentío enorme y muchos monjes, llevando a la "Mamita" sobre los hombros. La gente iba lentamente, portaba cirios enormes. El sentía que causaba molestias, por aquello que el varón le decía a la mujer, pero lo soportaban y no quisieron dejarlo solo en la casa.

70.-  EL SACRIFICIO
¡Vaya tarde! El sol no se asomaba. A eso de las cinco de la tarde llegó la señora María, lavandera de la casa, a quien adoraba, pues no bien llegaba, ella le traía sus postres favoritos, hechos de nueces. Esa tarde, la buena mujer trajo un pocillo lleno de uvas y una botella con un líquido blanco de fragancia muy agradable, a uva en maceración. Jaime Francisco pensó que eso sería una de esas bebidas para curar los resfríos. La mujer le dio las uvas una a una y luego le hizo probar de esa agua blanca y cristalina y le gustó, de modo que se bebió el pocillo que le dieron. ¡Caray!, ¡qué alegría! Se tambaleaba y, poco a poco, fue perdiendo el sentido, todo le daba vueltas. De pronto, la señora lo cogió de los pies y quedó con la boca abajo. Eso sí que era una broma pesada. La sangre de su cuerpo descendió, su cabeza se puso roja como tomate maduro, se desprendió el moco y le tiró de la lengua. ¿Que pasa?, ¿se ha vuelto loca? ¡Oh, bellaca miseria!, la mujer tenía un cuchillo, el mareo como que se le disipó, el dolor lo sacudió, pronto todo se oscureció y el mundo se acabó para él.
Era "Noche Buena", todos esperaban las doce para darse el abrazo deseándose ¡Felices Pascuas de Navidad! La mesa estaba decorada con un lindo mantel y servilletas de colores. En el centro, en una enorme fuente, estaba el tradicional pavo de navidad, delicio­samente adornado y provocativamente horneado. Todos se maravi­llaban de lo grande del animal, no se pudo hornear en casa y se tuvo que llevar a una panadería conocida, con las recomendaciones del caso para que se dorase parejito.
Este fue el fin de Jaime Francisco. La criatura fue traída como obsequio por Fiestas Patrias para halagar a un magistrado y mostrarle su gratitud por cumplir con su deber de hacer justicia; pero terminó en una mesa de celebración de la Navidad, como símbolo del afecto y gratitud, aunque por razones ocasionales. Jaime Francisco com­prendería ahora el porqué de tanto cariño, un cariño interesado, pero ya no tenía nada que hacer y ni siquiera el consuelo del más allá. Su cariño y sus esfuerzos por la minusválida fueron desinteresados, él no le pidió ni salario y ni siquiera alimento. Jaime Francisco no tenía alma inmortal, como la tienen los hombres, aunque algunos no lo merezcan. Alma, cuya salvación es para recordar ahora, a propósito de celebrar el nacimiento del Redentor, Jesús Cristo. Es algo que muchos hombres no entendemos: la solidaridad con los que sufren. No, esa "solidaridad" de redentores falsos que predican justicia y son peores que las injusticias que critican. Jaime Francisco entendió bien eso de amarás a tu prójimo como a ti mismo y su corta vida bien valió la pena, pues asumió, sin que nadie se lo pidiera, la vigilancia y el cuidado de una desvalida que, por desgracia del destino, siempre necesitará de alguien, más aún en la vejez, pero para entonces Jaime Francisco ya no estará.

71.-  NAVIDAD Y NOCHE BUENA
Sonaron las 12 horas de la noche. En el tornamesa empezó a girar un disco con los villancicos navideños. La melodía de "Noche de Paz, Noche de Amor" promovió la solidaridad en la familia. Se abrazaron unos a otros. La madre, doña Alejandrina y la hija.la profesora Nelly, llevaron la imagen del "Niño Jesús" al hermoso nacimiento que habían armado con ayuda de Guillermo Ludwig y de Carlos Reiner, los niños de la casa, quienes siguieron con la mirada atenta todos esos movimientos. Pusieron al niño sobre una camita de paja a cuyo lado estaban las imágenes de María, la madre y José, el padre. "El Niño Dios acaba de nacer" -dijo la profesora Nelly a los pequeños que estaban a la expectativa- y, tomando la imagen del niño, se la acercó para que la besaran. "Ahora, dejémosle, pues quiere dormir y, más tardecito, ustedes también".
Al pie del nacimiento estaban los regalos de los niños. La madre fue recogiendo cada uno de los paquetes y leyendo las inscripciones sobre las tarjetitas que prendía en cada regalo, los alcanzaba a cada uno de los oferentes para que los entregaran al niño destinatario. Para los padres y abuelos, la sonrisa de los niños es la mejor expresión de la alegría de la navidad, pues reciben con ilusión el regalo que se les da, muchas veces, apreciando más el regalo sencillo que el regalo de lujo. Los regalos para los mayores yacían junto al hermoso árbol que con mucha ilusión armaba en cada navidad la señora de la casa, la que se esforzaba cada año en agregarle algún nuevo juego de luces o de adornos expresivos de las fiestas navideñas. El árbol estaba en el centro de la sala y con directa visión a la calle. La enorme puerta de la casa quedaba abierta, por tradición de la familia, como símbolo de que el Niño Jesús estaba visitando la casa.
Ya sentada la familia a la mesa de fiesta, sintieron como si un ambiente de nostalgia y de tristeza los invadiera en un solo sentimien­to de culpa. Todos tenían la mirada puesta en el pavo navideño, el que, por el dorado del horneado, parecía iluminarse. Era como si en el efluvio de su exquisito aroma estuviera una voz diciendo: "Aquí estoy para vuestro alimento y alegría de la Cena de Navidad". "Yo he cumplido con mi deber y es lo último que puedo hacer por ustedes. La obligación es ahora vuestra". "Hay muchos que sufren, no hay que buscarlos muy lejos, algunos están cerca de vosotros". Unos a otros se miraron, un flujo de lágrimas asomaron a los ojos de los comensa­les, doña Aleja miró con preocupación y tristeza a Olguita, a la que había peinado y arreglado de un modo especial para esa noche. Olguita estaba excitada y preguntó en su media lengua ¿dónde está Jaime Francisco?, ¿lo han matado? El esposo de la profesora se levantó y cambió el disco navideño por uno de alegres canciones nacionales y, volviendo a su sitio, dijo:" Es Navidad, alegremos los corazones, ¡Aleluya!, ¡Aleluya!" y sirvió el chocolate. Don Julio elogió el relleno del pavo y doña Aleja se jactó de su secreto de cocina.

72.-  EL MILAGRO
Eran ya casi las dos de la mañana. Todos se dirigieron a la sala para recibir sus regalos. Doña Alejandrina y la profesora Nelly se acercaron al nacimiento para mirar la delicada estatuilla del Niño. Pero, ¿qué raro?, junto al Niño había una preciosa figurilla, un pavo de porcelana de unos 10 centímetros. "¿Quién ha puesto este pavo en el nacimiento?, preguntaron, a una sola voz, las dos mujeres. ¡Yo no!, respondieron todos al mismo tiempo. Cada uno revisó la figurita, pero nadie reconoció haberla tenido y menos haberla puesto. La figurita era tan brillante que arrojaba una luz de tranquilidad. Doña Aleja retornó la figura al mismo sitio y se persignó con devoción.
El esposo de la profesora se acercó, curioso tomó la porcelana en sus manos y el pavito aquél se iluminó intensamente, dejando entrever en su interior un corazón. Sólo él pudo verlo, pues el efecto desapareció rápidamente. Volvió con cuidado la figura al pesebre, allí, junto al Niño, de donde la había tomado. Algo sorprendido, supuso que no era más que magia de la Noche Buena o una visión súbita, algo así como una autosugestión. Desactivaron las conexiones del árbol y del nacimiento, apagaron las luces y se fueron a dormir, dejando la sala y el comedor con los regalos en completo desorden.