CUENTO REGIONAL PARA ADULTOS.
PIURA Y LAMBAYEQUE SON DOS DEPARTAMENTOS DEL NORTE DEL PERÚ. LA AGRICULTURA, LA MINERÍA Y UNA GRAN ACTIVIDAD COMERCIAL SOLVENTAN SU SUBSISTENCIA. LAS IIRIGACIONES HAN MEJORADO SU CALIDAD DE VIDA, PERO AÚN FALTA MUCHO.
EL CERRO DE LA VIEJA
Hace
muchos años, el viaje de Piura a Chiclayo era una emocionante aventura. Corría
la carretera panamericana uniendo o vadeando multitud de poblados. Algunos, en el tramo que correspondía al Departamento de
Piura y muchos, al Departamento de Lambayeque. El asfalto terminaba en el caserío
de Ñaupe, siguiendo el llamado encalaminado o afirmado, es decir pista sin
asfaltar, hasta Mocse en Lambayeque En
cada tramo, se sentía la caricia de los vientos y el aroma de los algarrobos o
del palo santo. En las temporadas de lluvia, se percibía el entusiasmo y el
optimismo de la gente, aves, cuadrúpedos, iguanas y lagartijas y hasta de los
pastos, que se extendían por el campo como espesos mantos verdes. Esos mismos
tramos presentaban al viajero un cuadro de espanto en las épocas de sequía. En
este período, el ambiente era sofocante, los campos mustios, cuadrúpedos esqueléticos, aves en fuga y
gente desesperada. Los hálitos tristes, ocasionados por la sequía, eran
superados por el carácter alegre y optimista de los viajeros que solían
transitar por esos caminos, poniendo notas de humor y de optimismo, aunque
fugando hacia el sur en busca de trabajos temporarios en otros campos que no
eran los suyos, lejos de la familia, llevando la esperanza de retornar, pasadas
las malas épocas, con algo de dinero para iniciar nuevamente la siembra en sus
propios terrenos y gozar la paz de la familia.
No siempre las situaciones fueron de solidaridad. No
faltaron como tampoco hoy, quienes todo lo quieren para sí y, pese a la
amplitud del espacio, reclaman el máximo de éste sólo para ellos, sacrificando
la comodidad de los demás.
En este escenario, viajando arriba de los camiones de
carga, aprendí mucho de la gente humilde, de los campesinos y de los
comerciantes ambulantes, pero ambulantes de verdad, que hacen patria todos los
días, luchando por subsistir, viajando de un lugar a otro, ofreciendo sus
mercancías de casa en casa, dejando telas y fantasías para cobrarlas semana a
semana o mes a mes. Aprendí cuentos y leyendas que se transmiten de boca en
boca, las que he venido guardando por mucho tiempo, como ésta leyenda, la que,
ahora, quiero compartir con Uds.
Se aprende mucho en los viajes, sean de negocios o de
placer, a grandes distancias o a pequeñas, por tierra o por mar, siempre habrá
alguien que te enseñe alguna cosa, salvo que creas que todo lo sabes, como
Lucifer, cuyo saber se explica por lo viejo que es y el tiempo que ha invertido
explorando el alma de los seres humanos.
El kilometro cincuenta
El primer tramo de la carretera
corría desde Castilla, distrito de Piura, hasta un paradero que marcaba el
desvío para entrar a Chulucanas. Era el kilómetro Cincuenta. Antes de llegar a
esta estación estaba Cruz de Caña, lugar que en épocas muy lejanas fuera el
sitio de atracos del famoso bandolero Froylán Lama, una especie de Robin Hood,
un rebelde que buscaba ayudar a los pobres, “expropiando” a los ricos y, según
cuenta la leyenda, muriese en una emboscada policial, traicionado por una de
sus mujeres, mal aconsejada por el despecho y los celos. En uno de esos viajes,
los viajeros todos sentimos curiosidad por saber qué hacía ese bandolero. Uno
de los pasajeros, el más viejo, intervino y, como recordando, dijo: claro que
es bueno saberlo, eso corrió siempre de
boca en boca; pero, no tengo ganas de contarlo ni de recordar cosas tristes,
pues bastante tengo con dejar a mi familia; eso, si, afirmó sentenciando,
cuídate de una mujer despechada porque, a la primera ocasión no vacilará en
sacarte los ojos o cortarte el miembro viril, echándoselo a los perros para que
no te lo vayan a pegar. El viejo se acurrucó y se durmió.
Los camioneros se detenían en el kilómetro cincuenta, recomendando a su gente comer o beber algo
para resistir hasta el tramo siguiente. En ese lugar existía, entonces, una
rústica construcción en la que se había instalado el restaurante de la familia
Zúñiga y junto a él algunas mesitas que ofrecían el delicioso café de Canchaque,
pavo al horno y chifles. También se expendía comida y chicha. Los conductores
comían en el restaurante, como también algunos de los viajeros. El conductor
comía gratis, sólo por el hecho de hacer estación para dejar a los pasajeros
que, luego, emprenderían viaje a
Chulucanas. Además, el mero hecho de detener el carro era ya promoción
turística para el restaurante. Allí reposaban los viajeros al norte o al sur y
allí hacían el cambio de movilidad según les conviniera para transportar lo que
llevaban para comercio o presente para algún compadre o benefactor.
Yo solía viajar en camión, como mero pasajero o dueño
de parte de la carga, es decir, como custodio de la mercadería del negocio de
mi padre. Entonces, era un adolescente y cursaba el nivel de estudios
secundarios. Durante el viaje se departía y compartía con admirable
solidaridad, haciendo un colectivo solidario con todos los pasajeros que subían
y bajaban a lo largo del camino; aunque más de una vez fui testigo de peleas
que se producían discutiendo el sitio que se consideraba más cómodo, a pesar
del espacio existente.
Después del kilómetro cincuenta, se hacía una breve
parada en el kilómetro sesenticinco, lugar del desvío para Canchachaque-Huancabamba, por una ruta, y a
Morropón, Santo Domingo y Chalaco, por otra.
Las ánimas de Ñaupe
En el kilómetro noventa, “El Viejo”,
un cocinero chiclayano, preparaba una de
las más sabrosas “causas en lapa a la chiclayana” que se pudiera comer en el
norte del país. Ofrecía, además, un exquisito conejo mechado que, según
algunos, era gato, porque con frecuencia los camioneros solían traerle un par
en cada viaje y nunca los veían por ninguna parte de la humilde choza. En mi
opinión sólo se trataba de una
especulación, porque los gatos eran muy
solicitados en esos parajes para espantar ratas y ratones, abundantes por allí,
pero solían perderse en el monte o resultaban presa de otros animales mayores.
Muy cerca de ese paradero estaba la
cuesta de Ñaupe, un serpentín tallado en los costados de los cerros de piedra,
haciendo un camino muy inclinado y estrecho. Era un tramo muy peligroso de la
vieja ruta de la carretera Panamericana,
su entrada, en el extremo norte, estaba marcada por una de esas
diminutas casetas que se coronan con una cruz, como señal de que algunos
viajeros expiraron en ese mismo lugar, a consecuencia de accidentes de viaje.
Ahora, luce allí una capillita; pues, a decir de los lugareños, esas “almas
benditas” concedían milagrosas peticiones. No había conductor de ruta que no se
detuviera en ese lugar para encender una vela y elevar una oración por el alma
del compañero que se quedó por allí o, simplemente, por piedad cristiana. Se
comentaba de aparecidos y hasta de castigos para aquéllos que no presentaran
sus rezos y sus ofrendas. Fui testigo de uno de esos casos. En ese viaje,
permanecimos más de la cuenta en el kilómetro cincuenta, a pesar de haber
salido un poco más de las seis de la tarde de Piura. El conductor del camión
alegó una avería del vehículo, aunque era notorio su interés por una de las
mozas del restaurante de Zúñiga. Al llegar al sitio de las “ánimas benditas” el
camionero se detuvo para colocar unas velas, lo que hicieron varios de los
pasajeros. Algunos de los viajeros notamos, al reflejo de la luz de las velas
que el conductor lloraba, mientras oraba muy concentrado. Eran las diez de la
noche. El conductor, resuelto, nos dijo: “permaneceremos aquí hasta las seis de
la mañana”. Yo creí que era una decisión prudente, pues con el ánimo del
conductor y la posible avería del camión, era mucho mejor pasar esa cuesta con
el sol que con la oscuridad de la noche. Buscamos un lugar para reposar un poco
lejos de la pista. Uno de los pasajeros, vencida la media noche, por alguna necesidad corporal, se adentro un
poco hacia la maleza, cuando de pronto volvió despavorido, mudo, echando espuma
por la boca y señalando unas luces que se desprendían entre los matorrales. Nos
pareció distinguir siluetas que se acercaban y nos indicaban que saliéramos del
lugar. El ambiente se puso muy pesado, el conductor recuperó la lucidez que parecía haber
perdido, se irguió de un salto y gritó
¡“arriba, al camión”! Todos o casi todos abordamos el vehículo. No sé cómo
sucedió, pero de pronto las tinieblas se disiparon y apareció la luna llena con
inusitado brillo, como si las nubes que la cubrían se hubieran disuelto. El
camión pasó la cuesta sin que diera señales de haber sufrido avería alguna.
¿Casualidad o milagro? No tengo opinión. Esos fueron los hechos. Con el tiempo
me enteré que un grupo de abigeos habían tenido un encuentro de ajuste de
cuentas entre ellos en ese mismo lugar y que algunos peregrinos habían sido
víctimas de esas furias. ¿A quién
quisieron proteger las ánimas? Tal vez la oración del camionero
llegó hasta esa dimensión que desconocemos o cuya existencia presumimos.
Quizás las oraciones de mi madre, pidiendo al cielo proteja al hijo que con sus
doce años tenía que hacer ya de agente viajero. No sé. Solo puedo contar lo
sucedido.
Subiendo la cuesta de norte a sur,
al término de la misma, se había instalado un grifo y un restaurante, bien
equipados. Aquella vez, nos detuvimos allí para vencer el susto. Mis recuerdos
son vagos de las diversas escenas de temor o desasosiego, pero la impresión de
esos hechos quedó en mí como un elemento que fortalece mi fe, cuando vuelvo a
ellos. Es que no fue sólo esa vez. Ese parador creció con el tiempo, los
negocios y habitantes se fueron extendiendo, casi hasta tocar con el caserío de
Ñaupe, zona límite entre los
Departamentos de Lambayeque y de Piura. A
pocos kilómetros, al sur de ese poblado, acababa la parte asfaltada y seguía
la ruta en afirmado, lista para ser
asfaltada.
Por esos caminos, también existía la
leyenda de aparecidos que se trepaban a los camiones o se instalaban como copilotos en los mismos. Se contaba por los
viajeros, que solía salir a la pista una hermosa mujer, vestida de raso, pidiendo a choferes solitarios ser llevada
hasta el final de la cuesta, a la que nunca llegaba, de ida o de vuelta, pues
desaparecía a medio camino, después que los choferes habían gastado lengua y
saliva llenándola de piropos y de promesas para llevarla a vivir a Piura o a
Chiclayo, según fuera la dirección en la que viajaban.
En otra oportunidad, algunos años después,
viajaba de Chiclayo a Piura, el camión llegó con dificultad hasta el poblado de
Ñaupe y allí, el conductor pasó la noche, arreglando los desperfectos de su
vehículo. Finalmente, a eso de las ocho de la mañana, después de tomar
desayuno, continuamos el viaje. Yo
protesté. Consideraba que el chofer debía dormir un rato, pero él replicó muy
agriamente: “si quieres bájate y quédate aquí”. Tenía urgencia de llegar a
Piura, de modo que asumí el riesgo. El camión bajó la cuesta - de sur a norte
- con la velocidad inusitada. Su carga
era camote a granel, cubierto con unas mantas y algunos sacos llenos de maíz.
Culminamos la cuesta, pero el camionero no se detuvo en lugar de las ánimas
milagrosas, pese a la protesta de los pasajeros, justificándose el conductor
con el dueño del camote, quién, a su decir,
le exigía prisa para ganar el mercado. Ante su negativa, nos santiguamos y
elevamos una oración por las almas benditas que por allí deambulaban. Yo tenía
razones sobradas para rezarles. Para el colmo, el camionero, vencido por el
cansancio y el sueño, invadía el lado
izquierdo de la pista y, en una de esas
curvas, se encontró con un camión que corría de norte a sur por su correspondiente lado derecho y el chofer
dormilón para esquivar el fatal encuentro trató de volver a su carril, pero el
conductor del otro vehículo para evitar el choque giró hacia la izquierda y los
dos camiones, con la velocidad que traían, chocaron frontalmente. Los pasajeros
rodamos sobre el camote pendiente abajo, mientras el camión, a Dios gracias, se
quedó volteado al filo de la carretera, como si alguien le hubiera puesto unas
cuñas. De haber caído, nos hubiera aplastado, miserablemente. Reaccioné con
rapidez, y aunque mi codo sangraba, busqué a mi hermano Juan, quién viajaba
conmigo como mi ayudante en los menesteres comerciales. Juan había quedado
sentado sobre una pila de camotes, algo asustado y, al verme, estiró sus brazos
hacía mí. Los pasajeros, airados, increparon al chofer su herética actitud de
no respetar la santidad de las ánimas de Ñaupe y, al dueño de la carga de
camotes, su avaricia. Los más sufridos fueron los del camión agredido, el que
venía vacío para recoger carbón al interior de Ñaupe. El dueño de la carga de
camote, estaba al costado del camino, adolorido por los golpes y, según nos
enteramos, posteriormente murió por lesiones internas, que no fueron detectadas sino después de
algunos días. Me cuesta admitir que las ánimas hubieran hecho caer su ira sobre
nosotros inocentes y atribuí el problema a la imprudencia del impaciente
comerciante y a la irresponsabilidad del chofer del camión en el que
viajábamos; pero, siempre me queda la duda,
aun razones hubieran para el accidente, pero la forma en la que acaeció
y la posición del camión, con los sacos de maíz, alineados de forma tan
inteligente que impidieron nos aplastara, es algo que debo agradecer a la
misteriosa fuerza desconocida.
Don
Concepción
El camión estaba lleno de jóvenes
campesinos. Muchos de ellos se habían incorporado en el camino. Algunos
llevaban a su mujer e hijo, eran recién casados o juntados, lo que para el
efecto era lo mismo. A la salida de Castilla subió un campesino de estatura
mediana, de unos sesenta y cinco años. Se
sentó sobre las cajas de mi mercadería y me dijo temeroso, “¿No molesto
aquí?, sólo quiero llegar a Chiclayo”.
- “Siga no más – le respondí amablemente – hay espacio para todos”.
Yo llevaba jabón de pepita a
Chiclayo, del que se fabricaba en la jabonería del chino Chang y se embalaba en
cajas de cartón de forma cuadrada que, colocadas a lo largo unas sobre otras,
hacían un sofá o una confortable cama en una de las cuales yo había tomado
sitio para viajar echado si así lo quería.
- “Para servir a ustedes, Concepción Salvador me llaman, por mi padre soy Sernaqué y Chunga soy por mi madre, apellido que sólo lo mientan los que mal me quieren, pa’ joderme nada más” -, acotó amenamente Don Concepción, como tarjeta de presentación.
Algunos de los campesinos asintieron
con sus risas, como si ya lo conocieran.
No era necesario esfuerzo alguno para percibir en él a un sechurano gracioso y dicharachero. Tenía el rostro curtido por el sol y las “patas de gallo” se extendían como un abanico en cada uno de los extremos de sus achinados ojos. El pelo lacio y los brazos lampiños eran el evidente testimonio de su ascendencia tallán.
- “¿Gua, muchacho, apenas si estas saliendo del cascarón y ya eres negociante?”, preguntó algo intrigado.
- “Son entregas para los clientes de mi padre – respondí a su curiosidad - los pagos ya están acordados entre ellos y se hacen por intermedio de los bancos”.
“Yo creía que los niños de los blancos sólo estudiaban - observó un poco extrañado”.
- “¿Blanco yo? ¿Por dónde? Soy tan pobre como cualquier campesino en sequía, pero los pobres tenemos también derecho a estudiar, le aclaré con cortesía”.
Para los campesinos piuranos, la expresión “blanco” significa los que tienen dinero, los patrones. Es un resabio de los tiempos coloniales.
Concepción inició sus quejas.- “Yo también zafo pa’ el sur, pues la sequía nos ha jodido a tuitos, mis parcelas están secas y si no puedo trabajar lo mío, pos a trabajar lo de otros. Mis tres críos, maltoncitos ya, se quedan pa sembrar lo que se pueda y pa’ cuidar a los animalitos mientras tanto...” Concepción calló de súbito, no pudo ocultar su tristeza. Se sintió en familia y necesitaba desahogarse un poco. “Ahora, ando “guacho”, María, mi mujer, murió hace ya dos años y tres de mis hijos se los llevó el río, uno por uno”. Me quedan todavía cinco y son buenos muchachos. Pronto tendré un nieto y aunque sea nieta, también recibiré bien a la “chancletita”, después de todo es cosa de Dios y no de los hombres. El marido de mi hija zafó pa’ el norte a trabajar de langostinero y en estos días también se irá mi hija, pos no es güeno que el marido esté solo, porque el diablo es el diablo y con lo salerosas que son las zambas de por allá, seguro que le dan vuelta a la sechurana. Así que negras están las cosas.
- “Bueno, don Concepción, no todo está perdido – dije para consolarlo – le quedan fuerzas suficientes para formar otra familia”.
- ¿A estas alturas?, mi finadita no me lo perdonaría y ya bastante castigo tengo, como pa’ arriesgarme a otro maltrato. No, eso no. Las difuntitas celosas te quitan el sueño, muchacho; y, aunque me siento con fuerzas, las mujeres nuestras son muy reclamonas y no quiero ser un cachudo; pues, a estas alturas y a mis años, a lo mejor otros disparan por mí.
Cambiando la conversación, le pregunté, ¿es este su primer viaje al sur?
- No, que recuerde son ya doce o
algo más, pues siempre que la sequía nos corre nos enganchamos pa’ trabajar en
las haciendas de Chiclayo o de Trujillo y hasta más allá, según estean los
tiempos. Aspiró sostenidamente y continúo si no hay pa’ las zarandajas, nada se
saca con ponerse a llorar, hay que tirar pa’
delante, de lágrimas no vive nadie – afirmó con convicción - el trabajo
es siempre una esperanza pa’ vivir honrao, con la frente en alto, la cara
limpia y mirando al cielo. No soy joven, pero tampoco son un viejo – concluyó
con cierto timbre de orgullo.
De
Olmos a Motupe
Ya desde Ñaupe, el camino
era polvoriento, en sequía y, resbaloso en los tiempos de lluvia. El afirmado
de la pista era pura greda, es decir, un barro medio arcilloso que parecía
jabón en pasta. Extensos campos áridos, cerros y piedras que recordaban el paso de algún río perdido en el desborde de
las épocas de lluvias torrenciales. Para llegar a Olmos, se tenía que superar
una cuesta, no tan empinada como la de Ñaupe, pero más extensa y sin asfalto.
Pegadas a los cerros estaban plantadas muchas cruces, como recuerdo de los
cientos que murieron por accidentes a lo
largo de ese cerrado serpentín. En épocas de lluvia, la curva era salvada
envolviendo las llantas con cadenas, pero después de correr un tramo no muy
grande, las cadenas se soltaban y había que
repetir la operación. No fueron tiempos fáciles. Por ratos daban ganas
de bajarse y seguir a pie, pero el peligro era mayor. Menos mal que no existían
aún los camiones tráiler. La gasolina era transportada en latas, metidas por
pares en rectangulares cajones de madera. No se conocían los camiones
cisternas.
Los vehículos ingresaban a
la ciudad de Olmos y se detenían en la plaza de armas o parque principal,
permitiendo a los pasajeros tomar algún refrigerio. Algunos nos solazábamos en
la plaza o nos reclinábamos en las bancas que allí servían de descanso para los
viajeros. Ese sistema permitía cierto movimiento comercial en Olmos, pueblo
estación para los viajeros a Jaén, es decir para el interior, hacia la sierra y
a la selva.
Dejando Olmos, la sequía
parecía alejarse, el paisaje iba variando. Los pasajeros, arriba de los
camiones, podíamos percibir el aroma de los mangales, del palo santo y las
corrientes de aire fresco que eran las portadoras de esos aromas.
-El palo santo es lo mejor pa’ espantar insectos
y alimañas” – Acotó don Concepción, rompiendo la modorra que nos había ganado
por lo agotador del viaje de Ñaupe a Olmos.
El trecho de Olmos a Motupe
era largo, pero entretenido y soportable, por el gozo que suele dar la
naturaleza y sus seres vivos, como también los inertes. Al fondo, hacia el
este, podían distinguirse las siluetas de los cerros, los que parecían estar al
alcance de las manos, pero en realidad nos separaba enorme distancia.
- Si los cerros hablaran,
cuántas cosas contaran de nuestros antepasados, que nacieron y habitaron estos
lugares, como también de los otros que trajeron el caballo, también antepasados
nuestros, y que hasta aquí llegaron cruzando el mar y peligrosos caminos, como
nos lo cuentan en el colegio - comentó uno de los jovenes emigrantes.
De
ómnibus y camiones
En aquellos tiempos, el
camión era el vehículo de mi preferencia. No es que no hubiera otro medio.
También transitaban por esos sectores de la Panamericana Ómnibus de empresas
debidamente organizadas, como Roggero, Noroeste, Línea Mora, Sud americano,
entre las más conocidas, que recorrían la costa de norte a sur.
Los camiones completaban sus
fletes con el transporte de pasajeros sobre la carga, cualquiera que ésta
fuera. Adecuaban sus casetas con dos filas de modo que allí podían llevar hasta
6 pasajeros y en la parte de la carrocería solían llenar todo el espacio, desde
el techo de la caseta hasta la cola.
Los pasajeros tenían que
soportar las inclemencias del sol o del frío y, hasta la lluvia. Había choferes
considerados que protegían su carga con
lonas, lo cual era favorable también para el pasajero, aunque fuera por extensión.
Charlas
y recuerdos
Los pasajeros, acomodados
sobre la carga, daban la impresión de boys scouts alrededor de una fogata.
Siempre hubo alguien que hacía de motivador y conductor del diálogo. Esta vez
fue don Concepción, el mayor de los viajeros contertulios. Todos tenían algo
que contar, un pariente finado, que se quedó por algún fatal accidente en esa
carretera, perennizándose su memoria con uno de eso nichos o cruces a lo largo
del camino o la vez que se quedaron botados por varios días en el desierto,
comiendo lagartijas y sin agua. Los pasajeros contaban los pormenores de los
accidentes que vivieron y de la suerte
de las familias de los amigos que perdieron, amén de sus virtudes y hasta defectos.
Otros referían lo que habían dejado en casa y volaban con las ilusiones de lo
que habrían tenido si el año hubiera sido bueno. Recordaban también
ingratitudes, como aquélla de la Agustina que se fue con un chofer llevándose
los ahorros y las alhajas de su madre o del desgraciado de Pablo que llevó a la
mujer, la que se sacó en Querecotillo cuando era soldado, a casa de su madre, a
la que tenían peor que sirvienta.-Ya las pagará ese malvao –
dijo con cierta rabia una de las mujeres.
- Peor que eso es el
condenado del cura Carrasco que tiene a su mujer en la casa de la parroquia y,
pa’ disimular, sus críos lo llaman tío – acotó uno de los contertulios. Don
Concepción advirtió que se referían al cura de su pueblo y replicó de inmediato.
-¿Qué hay de malo
que los curas tengan hijos?, lo importante es que los tengan bien. Eso es
derecho de todo hombre. Condenao es el malvao que tiene hijos pa’ abandonarlos
o dejarlos muertos de hambre o mandarlos a pedir limosna, pa’ eso no se
necesita ser cura. Esos son desgraciaos,
mejor que no hubieran salido del vientre de su madre.
-. Gua, pero es ley de Dios
que los curas no tengan mujer, don Concepción, Ud. está blasfemando.
-. Que brutos que son tuitos ustedes. Dios
dijo creced y multiplicaos. Claro que los tiempos son difíciles pero Dios
premia al que tiene hijos y castiga al que los evita.
- Pero que testarudo es Ud. Don
Concepción. Yo no me confesaría con un cura que tiene hijos, pos luego se lo
dice a su mujer y la mujer se lo cuenta a la mía. Imagínese lo que sucedería.
Pos, pa’ eso, yo no me confieso.
-. ¿Acaso el cura Carrasco no es un güen
hombre? ¿No les ha dao siempre la mano? El cura es el único que le dice las
verdades a los blancos; aunque se arriesga a que lo cambien sabe Dios dónde. No
sean ingratos. Hay hombres güenos y malos en tuitas partes: en el ejército hay
traidores a la patria; entre los médicos hay asesinos que viven de hacer
abortar a las madres y también hay abogaos que trabajan a dos caras o son
jueces vendidos a quien da más, hay curas avaros y profesores que enseñan
cojudeces o lo que aprendieron, apenas. Eso de tener mujer es cosa de cada uno
y que Dios nos ayude, pos no hay que ser mala boca”.
-. Pos que Dios nos ayude, Don
Concepción, pero los curas no deben tener hijos, porque la familia reclama lo suyo y la
familia del cura son todos los fieles de la parroquia, es decir todos nosotros.
Pos si quieren, que no sean curas.
Don Concepción no quiso
replicar. Guardó silencio y movió la cabeza, como una genérica desaprobación o por
lo complicado del problema.
El
Ermitaño
El camión avanzaba. La
humedad del campo y la ventisca trasuntaban el delicioso aroma de la tierra. Yo
aspiraba hondo y sostenido, reteniendo un momento el aire para limpiar mis
pulmones, abatidos por el polvo.
-. Qué bella es la naturaleza – dijo don
Concepción, con cierto tono nostálgico- es una lástima que existan gentes que
quieren destruirla pa’ ganar un puñao de monedas de cobre, que apenas si duran
unos momentos”.
-. Cuántas cosas habrá visto
y oído por estos campos, Don Concepción– dijo uno de los más jóvenes del grupo
de viajeros.
-. Cierto, los viajeros, como el diablo,
sabemos más por viejos, a no ser que se deje pasar el tiempo en vano. Yo supe
de ese guen cura que vivió por allá en los cerros. Dejó una cruz pa’ Olmos y
otra pa’ Motupe. Ese cura si que se había entregao en cuerpo y alma a su fe;
pero eso es raro. Para esa profesión es un regalo de Dios.
Todos procuraron acercarse
para escuchar a Concepción. Muchos de ellos lo conocían como un hombre serio,
incapaz de mentir. La mayoría de los viajeros venían del bajo Piura,
especialmente de Sechura, la Unión, Vice y Bernal, dominios de Don Concepción,
no como hacendado, pero sí como un campesino honesto y de trabajo, pues también
tejía sombreros que solía vender por esos valles y por donde quiera que fuera.
- Era un santo varón – reiteró
Concepción – vestía hábito marrón y unas sandalias, más viejas que los cerros
que recorría. Se ayudaba con una vara más alta que él, hecha de un tallo grueso
de alguna planta aparente, sólo que bien pulida a punto de machete y de
cuchillo. Era alto, blanco, se le notaba de gran fortaleza y quemao por el sol
que le ponía la cara como un tomate, aunque su larga y tupida barba lo
disimulaba. Vivía en las cuevas de los cerros y rara vez bajaba a los pueblos,
sólo se acercaba a ellos, quedándose a las afueras. La gente se enteraba de su
llegada y acudía a él con sus enfermos, a los que regresaban sanitos a sus
casas. Algunos le regalaban frutas, pan
y bizcochos. Nunca recibió dinero, diciendo que eso lo necesitaban ellos, pues
bastante era ya su necesidad y pobreza.
-. En las cuevas de esos cerros debe
hacer mucho frío – dijo uno de los contertulios.
-. Los que descubrieron esas cuevas
y encontraron las cruces, hallaron allí tarimas hechas de troncos y tiras de
cuero, como somier sobre las que había abundantes hojas y no faltaban unas
telas como esos jergones que usan en la sierra. Parece que estaba entrenado
para todos los climas, como los soldados antiguos.
-. Pero ¿qué comía? – preguntaron
los oyentes, intrigados-.
-. Se alimentaba de yerbas, de
frutos silvestres y de lo que la gente solía regalarle en su peregrinaje por
los caseríos. No era mucho, pero de eso se trataba – dijo don Concepción,
sentenciando - , los que mucho comen hacen poco, piensan poco y poco les
importa el resto.
- A veces se le vio llevando
la cruz sobre los hombros, trepando los cerros y caminando sobre espina sin
zapatos o sin las alpargatas que usaba como zapatos.
- Que hombre pa’ testarudo
debió ser ese cura – exclamó alguien con tono de sorpresa.
- Convencido, diría yo –
replicó don Concepción - pos el que ama
sacrifica todo y ese cura amaba a la humanidad, por la humanidad, fiel a su
religión y a las enseñanzas de Maestro que se dejó crucificar para redimir al
hombre.
- Pos la verdad que no es pa’
tanto, con lo que tiene uno que sufrir
pa criar a los hijos pa’ que encima le salgan torcidos, es suficiente. Después
de todo pa’ que hacerse sufrir uno mismo, si a uno lo hacen sufrir otros
malvaos, como son los capataces, piores que los patrones – dijo uno de los
contertulios, quien escuchaba muy atento”.
- Hay que comprender a la
gente. Lo que ese güen hombre quería es castigar su carne pa’ no sufrir las
tentaciones del mundo, pos como dicen, el sufrimiento hace al hombre.
- ¿Hablaba ese cura güeno con
Dios o con la Virgen? – preguntó uno de los más jóvenes.
- Pos no lo sé, pero supongo
que sí, pos por algo hacía milagros en nombre de la cruz, de esa cruz que
muchos adoramos, pero que le corremos siempre, comentó Don Asunción.
Se produjo un silencio en el
grupo, como asintiendo la acotación del viejo sechurano.
El
cerro
Motupe a la vista dijo uno
de los pasajeros, con cierta emoción. Todos se, acomodaron estirando las
piernas, como preparándolas para bajar un momento. Al fin, la sangre en el
cuerpo se mantenía en movimiento, sacudida por los baches del camino.
- “Lindo pueblo es Motupe,
entrada a valles hermosos y debió ser un lugar sagrado de nuestros antepasados
– acotó don Concepción.”
- El camión hizo su ingreso al
pueblo y siguió hasta la plaza de armas. Se cuadró frente a un parquecito
tranquilo, en cuyo centro había una poza de agua con un lagarto que según
contaban, lo habían sacado del río, pero nadie sabía cómo había llegado allí.
Los brujos del lugar afirmaban que había sido enviado como guardián para
proteger al pueblo de la “Vieja del Cerro”. Algunos fuimos al restaurante de la
esquina para tomar la deliciosa Kola Cassinelli de Chiclayo o un café o,
simplemente, agua, la que no se negaba a
nadie, porque el agua es un regalo de Dios.
¡”Arriba, nos vamos”!, gritó
el ayudante del chofer del camión. Subimos presurosos y nos volvimos a acomodar en el mismo sitio
de viaje. Caía ya la tarde, el ambiente se refrescaba y, para la gente del
norte, resultaba frío. El chofer había
salido del restaurante y había ido a comprar algo y tardaba en llegar. Don
Concepción, con el fin de matar el tedio, dijo que en la salida sur de Motupe
había un cerro, que los lugareños y los viajeros conocían como “El Cerro de la Vieja”. Sus cuestas
están llenas de piedras de diverso tamaño, curiosamente ovaladas, unas, y
redondas otras – afirmó. Las piedras parecen sandías, zapotes, naranjas,
conejos y hasta fetos humanos. A ese cerro se le tiene como un lugar malévolo y
pocos se atreven a cruzar cerca de él por las noches – dijo, como recordando
ese lugar – En la punta del cerro, cara hacia la carretera, yace una enorme
piedra, semejante a una vieja, cubierta con su manto negro, sentada en
cuclillas, mirando transitar a los arrieros y a los pastores de ganado cabrío
que van por las mañanas y regresan al caer la tarde con sus animales a lo largo
del camino. Hay quienes aseguran que más de un pastor tardón desapareció por el
cerro con animales y todo. En efecto, tal como la narraba don Concepción el
Cerro de la Vieja era un lugar muy temido. Ahora, ese cerro se le conoce con el
nombre de “El Cerro de la Virgen”, porque a esa piedra, semejante a la vieja,
la han convertido en una gruta, dentro de la cual han colocado una imagen de la
Virgen María. Quizás los lugareños encontraron con ello el medio para vencer su
propio miedo; pues la población fue creciendo y las gentes sintieron la
necesidad de ir y venir por el cerro muy entrada la noche.
- Como son las cosas, comentó
don Concepción. La avaricia endurece el corazón y así pasó con esa vieja
condenada, la que ahora debe mirar sólo hacia el infierno, convertida en piedra
y sin corazón.
- ¿Cómo, esa piedra fue una
cristiana?”- preguntó uno de los jóvenes viajeros.
- Así mismito, una mujer de
carne y güeso, pero no una cristiana, más bien una descreída, hija de Satanás,
respondió don Concepción. Su tono era seguro y convincente.
- ¿Cómo sucedió eso?,
interrogaron los oyentes.
La
vieja y la granja
Don Concepción empezó su narración.
Esa vieja fue la dueña de una hermosa granja que con sus huertas cubría todo el
cerro. Nadie se explicaba el caso, pero a la granja nunca le faltó agua, la
tenía en abundancia. No importaba que fuera época de sequía o que el río, que
pasaba muy cerca de allí, se quedara sin agua. Las sandías colmaban el cerro y
habían ciruelos, árboles de higos, guabos,
zapotes; también crecían zapallos, loches, tomates, frijol de palo y muchas
cosas más, hasta lo más extravagante. En las partes áridas, que eran muy pocas
crecían cactus de varios tipos, algunos eran enormes. En la cima del cerro, la
vieja tenía una serie de corralitos. Allí estaban los patos y los gansos. Esos
gansos eran de un raro tipo. Habían algunos gansos negros y otros
atornasolados, como urracas, los que se movían pesados, pero ufanos. Algunas
gallinas estaban enjauladas, con unos raros gallos, y comían unos gusanos
negros y peludos, mientras otras se movían en los corrales, escarbando la
tierra en busca de gusanillos. En uno de esos corralitos, una mula corcoveaba,
como queriendo deshacerse de un costal que llevaba amarrado sobre el lomo y, de
paso, pateaba una tortuga que rodaba sobre su caparazón, la que, a veces,
quedaba volteada sin poder recuperarse y ponerse sobre sus patas. Entonces, la
vieja la volvía a poner de patas e incitaba a la mula para que volviera a
patearla. Un perro enorme, color café oscuro, celebraba ese espectáculo con
ladridos feroces. Era un perro, mezcla de dogo y de buldog, de ojos
desorbitados, de un color rojizo brillante. La vieja lo llamaba Moloch”.
Nadie logró, jamás, ver la cara de
la vieja, pues hablaba de espaldas. Andaba lentamente, pero segura. Toda su
vestimenta era de color oscuro y una manta negra le cubría la cabeza, como una
capucha grande. Se ayudaba con un enorme bastón y su mano descubierta no
parecía la de una vieja, por el contrario, era como la de una joven de uñas
largas y brillantes, como garras de felino doméstico. Sus trajes largos
escondían algo distinto de lo que ella quería aparentar, concluyó Don
Concepción.
La
choza
Don Concepción quedó como hundido en el recuerdo. Alguno de
los viajeros preguntó en dónde dormía la vieja. El narrador, ensimismado
continuó:
-Ah, sí, también había allí una
choza construida de un modo raro, se parecía a una estrella – afirmó el narrador.
La choza era pequeña. Sus ventanas permanecían cerradas y la vieja tenía
prohibido asomarse a su interior. Uno de
los valientes que fugara de ese lugar, contó que en el centro de la primera
habitación, la única, en buena cuenta, estaba instalado un camastro, a modo de
adoratorio, cubierto con pasto, sobre el
que dormía un enorme macho cabrío, de movimientos serenos, rostro alargado,
ojos rojos como las llamas, barba negra, ligeramente blanqueada y bien cuidada;
cuernos largos y agudos y de raras pezuñas. La vieja se inclinaba ante él y con
un sahumerio lo rociaba con humo del que se desprendía un nauseabundo olor a
excremento de chivo o de vaca, peor del
que se usa en el campo para espantar a los zancudos. La vieja dormía a los pies
del camastro. Las puntas de las estrellas eran como estrechos aposentos y allí había
otros camastros para colocar a las doncellas y mozos elegidos para el placer
del Chivato.
En los días de luna nueva, a media
noche, la vieja reía de un modo macabro y tan alto que toda la gente de la
comarca podía escucharla. Hombres y mujeres se llenaban de temor y de ansiedad.
Los perros aullaban y las gallinas se alborotaban en los corrales. Legiones de
lechuzas sobrevolaban el campo. La pequeña ciudad y sus alrededores se sumían en
las tinieblas, porque en ese entonces la luz eléctrica se apagaba justo a las
12 de la noche. La cima del cerro se iluminaba con grandes antorchas, como si
una multitud marchara en procesión. Se distinguía, a lo lejos, la choza de la
vieja y a su alrededor una muchedumbre de sombras que la velaban. La gente
decía que dentro de la choza, el diablo
se solazaba en infernales orgías, quien por esos días recibía a las doncellas
más bellas y a los muchachos voluntarios más apuestos de la colección, que le
eran entregados por la vieja como ofrenda o sacrificio. No era sólo la risa de
la vieja, era todo un alboroto de carcajadas, raras composiciones musicales y
alaridos histéricos, en medio de macabros movimientos de mujeres y varones
desnudos. Algunos aseguraban distinguir a muchachas desaparecidas en diversas
ocasiones.
En ese tétrico escenario, por la
intensidad y la cantidad de las fogatas, se podía distinguir nítidamente al
enorme chivato que se erguía sobre sus patas traseras mostrando las enormes
pezuñas de las patas delanteras, con las cuales sostenía una enorme copa de
oro, que llevándola a su hocico, bebía
su contenido, hinchaba su pecho y lanzaba terrible bramido, mientras ese gentío
se inclinaba en señal de adoración, bebían en jarras del mismo néctar y las danzas y alaridos se intensificaban terroríficamente.
La ventisca esparcía un fuerte olor
a azufre y ese nauseabundo aroma de guano quemado. Las familias, con hijas o
parientes doncellas o mancebos, los guardaban celosamente, pues todos temían que
les fueran arrebatados, aunque sólo era cuestión de tiempo. Cuentan que los
curanderos de todos los poblados cercanos eran obligados a participar en esa
ceremonia satánica, bajo amenaza de dejarlos sin el cactus para sus ritos; pues
el néctar que el macho cabrío y sus adoradores bebían era nada menos que el
néctar extraído del cactus y macerado con otras misteriosas yerbas que sólo los
curanderos de esos alrededores conocen. Allí estaban los más conocidos brujos
de Salas y Penachí”.
El
misterio de los gansos
¿Pero, de donde salieron esos
gansos, si en el lugar no son frecuentes este tipo de aves?, dijo alguien con
tono de sorpresa y curiosidad. He allí el misterio. Esos gansos color de urraca
– continuó don Concepción – salían por turnos en las tres semanas, precedentes
a la luna nueva. Aparecían en el pueblo o en sus caseríos como jóvenes
perdidos. A más de uno se le vio viajar para el sur y a otros para el norte.
Tenían la misión de llevar al cerro a doncellas o mozos voluntarios. Su aspecto
se adecuaba al tipo de luna. En la semana de cuarto creciente, los gansos se
convertían en jóvenes morenos o cobrizos o amarillos; en cuarto menguante, eran
negros para las chicas blancas o para las zambas y en luna llena, eran rubios o pelirrojos para las
morenas o las negras. Conocían bien las artes de seducir, pero tenían la
obligación de mantenerlas doncellas para el diabólico señor. Ellos mismos
estaban obligados mantenerse puros. Así, al término de las lunas llegaban con
el botín que entregaban a la malvada vieja, la cual con engaños de vestirlas
bien las llevaba a la choza, preparándolas para la ceremonia. Así las colocaba en los aposentos formados en los
ángulos que hacían la forma de estrella de la choza y quedaban, prácticamente
en un medio círculo, listas para la noches de orgía; mientras el otro medio
círculo era ocupado por mancebos, ofrecidos voluntariamente para ser poseídos
por ese maligno ser. Terminada aquella diabólica ceremonia, la malvada mujer
convertía en gallinas a las doncellas y en gallos de colores a los
desmancebados, encerrándolos en una jaula, lejos y protegidos de los otros
animales”.
Algunas de las doncellas lograban
escapar y afuera del cerro recobraban su figura, quedando lejos de los mágicos
efluvios de ese diabólico encantamiento. Entonces aparecían en el pueblo,
atontadas, mal vestidas, desaliñadas, con miradas de aterrorizadas y con aspecto envejecido, como si los años
hubieran corrido velozmente sólo para ellas. Deambulaban mudas, como buscando
el lugar donde pertenecían. Algunas encontraban
a sus parientes o amigos, allí mismo en el pueblo; pero, otras
continuaban con rumbo desconocido, pues sabe Dios hasta donde llegaban los
gansos para cumplir la misión recibida. Los moradores no podían hacer nada,
pues temían que todo ello fuera una trampa, aunque podían percibir lo raro de
ese fenómeno, por cuanto no menos de algún pariente había corrido por esa
suerte.
El
encuentro del bien y el mal
Los pasajeros estaban exhortos escuchando la misteriosa
narración y aunque la noche llegaba, no se dieron cuenta de que el tiempo corría.
- Un día, el buen ermitaño llegó hasta
ese lugar, dijo don Concepción como
recordando, e inició el ascenso al cerro, apoyándose en su báculo. Subía con
paso firme en medio de esas huertas, como si conociera cada uno de sus caminos.
No obstante lo cálido del clima, el lugar era fresco. Los campesinos no osaban
cortarle el paso y los perros que parecían hacer guardia para que los
campesinos trabajaran no ladraban y simplemente se escondían entre la
vegetación. Los labradores preferían esconder el rostro bajando su enorme
sombrero que los protegía del sol, como si se avergonzaran de estar allí. Por
fin, el ermitaño llegó a lo alto del cerro, en cuyo centro se ubicaba la
misteriosa choza. El enorme perro no osó ladrar y retrocedió gruñendo, los
gansos fugaron hacia los cultivos, salvo uno que corrió a cobijarse a los pies
del Ermitaño, la mula se echó jadeante en un rincón y la tortuga quedó volteada
sobre su caparazón. Cuando el ermitaño se disponía a tocar la puerta, se oyó el
grito airado de la vieja, quien desde el interior de la choza vociferó: ¿Qué
quieres aquí santulón, te cansaste de tu rebaño? ¿No crees que Olmos sea ya
bastante para ti? Vete de aquí, aléjate de estos lares que son mis dominios”.
El anciano sin inmutarse respondió:
-Sólo estoy de paso, buena mujer,
quiero un poco de agua para aplacar mi sed o una de tus sandías que se ven muy
jugosas.
- Pues camina un poco más y busca a
uno de tus ignorantes e ingenuos campesinos para que te den agua o te regalen
sandías. ¿A caso ellos no practican la caridad cristiana?
- De nada servirá tu ironía, te
demando que me proporciones agua o me obsequies uno de tus frutos, pues el
valle está sufriendo sequía y tú les niegas tus frutos. ¿No escuchaste, acaso,
el mandato del Maestro: dad de beber al sediento? Arrepiéntete de tus pecados
que yo los conozco todos. Tu concupiscencia me tiene sin cuidado, pero tu maldad para con mi pueblo, tu altanería
y falta de humildad, tu voracidad para acaparar el agua y los frutos de la tierra y tu insensibilidad
para con los que sufren no tienen perdón.
- Vaya con el cura idiota, a donde
se ha visto que la humildad paga. Tu Maestro murió crucificado por su propia
gente y tú me pides que escuche sus
mandatos, no seas simplón. La vieja salió de la casa, cerró la puerta con
violencia y, casi atropellando al Ermitaño, se dirigió al borde de la cima y,
dando la espalda al anciano sacerdote,
gritó hacia el horizonte:
- Soy avara porque lo tengo todo y
lo tengo todo porque soy avara. Mi juventud es eterna, mi señor es Satán. Soy mujer si quiero o si
quiero soy varón. Gozo con todos estos
gansos o con las gallinas o los gallos de colores, también, cuando se me pega
la gana y con mi perro Moloch, macho o
hembra, mucho más. Aquí no hay lugar para la ingenuidad ni la inocencia. Esas
gallinas son doncellas embobadas por mis gansos y lo mismo son aquí, como lo
fueron allá, no perdieron nada esas cabezas huecas. La maldad es la fuerza. La
virtud es debilidad. La maldad es la llave de todos los triunfos, de la riqueza
y del poder. La virtud es la causa del fracaso, de la esclavitud y de la
pobreza. Ven, hombre viejo, vuelve a la juventud, únete a nosotros y serás
poderoso. Deja esos harapos y viste las sedas que yo visto, como lo ves, aunque
su color engañe.
El anciano se acercó a ella y,
suavizando la voz, le dijo:
- Mujer insensata, arrepiéntete de
tus maldades, libera a tus esclavos, déjalos que tomen su opción. Rompe tus
cadenas y conviértete a la virtud. Ablanda tu corazón y salva tu alma. La
juventud que dices gozar es un engaño, vivirás mientras sirvas a Satanás, pero
Satanás se cansará de ti.
- Eres un cura iluso y necio. Tú no
entras a los pueblos. Los pueblos vienen a ti por el bien que les haces, pero
ellos te crucificarán en la primera oportunidad que no satisfagas sus deseos.
Anda, entra a los pueblos y trata de convencer a los ricos que dejen sus
riquezas, que compartan no lo que tienen, sino lo que les sobra; anda, convence
a los banqueros para que bajen los intereses que cobran y paguen mejor a los
que lo depositan, demanda a los narcotraficantes para que renuncien al comercio
de esos exquisitos venenos y a los drogadictos háblales para que no continúen
estúpidos. Anda, cura ingenuo, dile a los poderosos que compartan el poder y
que dejen de manipular y comprar conciencias.
- Eres una mujer sin fe ni
esperanza.
- No me vengas con esas. Claro que
soy malvada, como que soy perversa, pero
estoy aquí en mi lugar, odiada y temida, durmiendo con el demonio a la vista de
todo el mundo y no lo escondo. Reconozco que muchos de tus fieles sí tienen
mucha fe y son pobres de corazón, no tienen apego a las riquezas y buscan su
verdad en el bien y dentro de sí mismos; pero la mayoría de ellos son sólo unos
hipócritas y tan cobardes que practican su llamada caridad sólo como un seguro
para el más allá. Muchos de ellos fueron licenciosos en la juventud y beatos en
la vejez. Regalaron su carne a Satán, mi Señor y ofrecen sus huesos al Señor,
tu Dios. Esos son poderosos, ricos, encumbrados, halagados por las muchedumbres
y condecorados por su falsa filantropía,
pues nunca dan algo por nada, siempre sacan ventajas, como satisfacer
su ego y ganar sólo para ellos, pagando
menos a los demás. La vieja rió con sonora carcajada y atrajo hacia ella la
mirada de todos los campesinos del alrededor.
- Esclava de la esclavitud, engendro
del mal. El hombre tiene conciencia, sabe del mal y del bien y de Dios ha
recibido la libertad para que él decida su propia salvación. Mi misión es
señalarle el camino, ayudar a los desposeídos, a los que sufren sin importar
que sean culpables o no. Tú sufres en el fondo y disimulas tu hastío en una
falsa alegría. Arrepiéntete, pues el que llamas tu Señor también se arrepentirá
un día y será perdonado. ¿Qué será de ti entonces? Anda, ablanda tu corazón y
comparte tus sandías con todos los que sufren sed, déjales correr un poco de
agua para que siembren sus campos.
- Jamás, de los jamases, gritó la vieja. Se sentó en cuclillas,
levantó los brazos y con los puños crispados lanzó una maldición: Por Satanás y
Moloch prefiero ver mis cosechas convertidas en piedras y mis aguas en arenas,
antes de compartirlas en piadosa actitud.
- Tú lo has querido, malvada mujer
–dijo el santo varón levantando su báculo- pues piedras seas y piedras todos
tus sembríos; como arena, tus aguas.”
El cielo se oscureció, el viento
sopló con fuerza, como reuniendo todas las nubes, un rayo partió la choza y una
llamarada salida de allí se esfumó en el espacio. Cayó una recia tormenta y fue
tanta que el agua arrastró todo hacia el río en
pocos minutos. Al rato, todo se
aclaró y el cerro quedó lleno de esas piedras que aún se ven. En la punta del
cerro quedó la mujer con su apariencia de anciana, sentada en cuclillas y con
la cabeza cubierta con su manto. Allí quedó como vigía del camino, pero eso no
es todo.
- ¿Hay todavía más? preguntó
una joven mujer que traía un niño en sus brazos, al que apretaba fuertemente.
Redención
- A los pies del Ermitaño se
abrazaba un joven, empapado y asustado. ¿De dónde salió?”, inquirió alguno de
los viajeros. Paciencia, pidió don Concepción y continuó.
Tenía un ojo quemado y el cuerpo
lleno de llagas. El Ermitaño lo levantó cariñosamente y, con dulzura, le pidió
que contara que le había pasado. El
joven fortalecido por la confianza en ese hombre santo, le dijo que se había enamorado de una doncella, la más
bonita de Jayanca, uno de los pueblos cercanos, de modo que se resistió a
obedecer las órdenes de conducirla a tan terrible campamento de deshonor y
suplicios, por eso y sólo por eso, la vieja lo condenó a que los gansos lo
picotearan y el perro Moloch lo mordiera. No siempre fuimos malos -continuó el
joven – sucede que muchos éramos foráneos, algunos extranjeros que, atraídos
por el misterio del cerro, llegamos hasta la choza y aceptamos ser encantados
para gozar de las caricias de las doncellas, como de sus favores, después de
ser entregadas al chivato ese, es decir a Satanás. Pero el pecado se vuelve
aburrimiento – acotó el arrepentido – y todo eso nos hartó, por lo menos a mí.
Fue el amor de esa doncella la que me redimió y he resistido tanta penuria
pensando en que un día la volveré a ver. Ella me está esperando, de eso estoy
seguro. El anciano lo escuchaba y se mostraba satisfecho de recuperar un alma.
Vete, muchacho, pasa por la iglesia del pueblo y ora, que mañana encontrarás a
tu amada.
-¿Pero qué fue de esa mula y de la
tortuga?”, preguntó un viajero.
-El colmo de la desgracia y de la
ingratitud. Al fondo de uno de los corralitos estaba acurrucada en un rincón una
joven mujer. El Ermitaño se acercó a ella, la que se acurrucó aún más como
temiendo se le aplicara un castigo. Cerca había un costal maloliente y una
piedra igualita a una enorme tortuga.
- Habla mujer, le dijo con dulzura
el monje.
-Si padre, fui la mujer del
sacristán de la iglesia. Él me quería mucho, pero era tan tranquilo y
respetuoso que a ratos me aburría. Un día llegó un joven bien parecido, alto y
bronceado, diciendo ser sobrino de mi marido. Hizo recuerdos de familia que el
sacristán, siempre solícito e ingenuo,
tomó todo lo dicho como verdad. Yo sospeché de su mentira, pero
callé, pues me gustaron tanto sus
atrevidas insinuaciones y sentí tan placenteras sus caricias y su compañía, en
los largos momentos de soledad que pasaba en casa, mientras mi marido se
dedicaba al servicio de la iglesia, que me resistí a expresar mis sospechas a mi marido. Yo nunca
quise tener hijos, aunque el sacristán sí los quería. Así con las cosas, el
sacristán se convirtió en un estorbo para los dos y él me insinuó ir al cerro
encantado para solicitarle a la patrona que nos liberase de él. Así lo hicimos.
La vieja, hablándonos de espaldas nos pidió que, a cambio y sucedido el hecho,
le entregáramos el cáliz de la iglesia. En efecto, un día, mi marido arreglaba el
campanario, trepado en una escalera nueva y de pronto, sin causa aparente, se rompió uno de los parantes y cayó de la
torre al suelo, quedando tirado allí sin vida.
- La concupiscencia te perdió,
mujer, renunciaste a lo más sagrado, al punto de prometer el cáliz del
sagrario.
- Lo peor de todo es que cuando nos
disponíamos a sustraer el cáliz del sagrario, su pequeña puerta no se abrió, a
pesar de utilizar herramientas de las más fuertes. Fuimos al cerro y la vieja
no nos creyó una palabra y nos culpó de mentir para no cumplir con su demanda,
a pesar de haber recibido lo nuestro. Fue entonces que convirtió al muchacho en
tortuga; a mí, en mula, hizo robar el cadáver de mi marido del cementerio y,
envolviéndolo en un saco, lo colocó en mis lomos y me condenó a dar de coces a
la tortuga.”
- Pobre mujer, ya has sufrido lo
suficiente y has pagado tus culpas”.
El sacerdote la levantó,
inspirándole confianza. Ella era una mujer de singular belleza, labios
perfectos y cintura lista a cimbrear. El Ermitaño la bendijo y la exhortó a que
recuperase su dignidad y la fe en Dios. Le entregó un escapulario de la Virgen
del Carmen y le dijo que acudiera al convento más cercano, cuyas monjas se
dedicaban a cuidar enfermos y allí se quedara por el tiempo en que ella se sintiera
lista para participar en el mundo. Ahora, vete y dedica tu vida a reparar la
vida que tomaste.
Desencanto
Todo había terminado, no en
la mejor de las formas – lamentó don Concepción Salvador – Los gallineros se
abrieron y de ellas se arrastraron mujeres y varones, unos pidiendo perdón,
otros con el alivio de sentirse libres y
muchos de los actores de esta tragedia no sintieron el menor
remordimiento, simplemente fugaron y a lo mejor si andan por allí haciendo de
las suyas.
El santo varón - prosiguió
Concepción - se arrodilló y abriendo los
brazos elevó una oración de acción de gracias al Todopoderoso, para luego,
empezar el descenso por la parte posterior del cerro, mirando al interior del
valle. Mientras descendía, recordaba esas terribles palabras: “prefiero que mis
cosechas se conviertan en piedras y mis aguas en arenas, antes que compartirlas
en piadosa actitud”. ¿Será posible tanto egoísmo?, reflexionaba el santo varón,
en su lento bajar. El egoísmo, se iba diciendo, es causa de las guerras y de la corrupción de gobernantes
y gobernados. Con lágrimas en los ojos, volvía de cuando en cuando la mirada
hacia la cima del cerro y al camino recorrido. Allá quedaba la malvada
pecadora, hecha una piedra insensible, lo cual, de cierto modo, era un privilegio,
pues quedó sin sentido para sufrir ni gozar. Allí quedaba toda su riqueza hecha
piedras. Pero, ¿qué importancia tenía ello? Al fin de cuentas, la vanidad, la
maldad, el egoísmo, la avaricia y la codicia seguirían, como siguen, en este
mundo imperfecto, por cuya perfección han de luchar los hombres buenos. El
anciano, varón de Dios, retomó su camino con el objetivo de buscar y encontrar
una cueva en los cerros, para hacerla su
morada.
Atardecer
La tarde caía. El cielo se
encapotaba con nubes rojizas que corrían presurosas en el espacio, juntándose
unas veces y separándose otras, eran como juguetes al viento. El sol
desapareció en el horizonte. “¡Llegó el chofer!”, gritó el ayudante. El chofer
se acercó al camión. Alguna amiga o pariente lo habría entretenido, sin excesos
aparentes; pues no daba señas de estar ni siquiera mareado, por el contrario,
se le veía sereno y contento. El camión arrancó y meciéndose lentamente salió
del pueblo y enrumbó hacia Jayanca. Ya estaba oscuro. A pocos minutos, don Concepción
señaló hacia el este, diciendo: Allá está “El Cerro de la Vieja”. Todos se
sobrecogieron y los que por primera vez lo vieron quedaron absortos. Era
exactamente como lo había descrito el narrador. En la cumbre yacía la vieja, en
cuclillas y con el espinazo doblado espiando a los transeúntes y a los
vehículos y se podía ver a las piedras en
múltiples formas extrañas.
Sentimos como si la piedra aquella fijara su mirada sobre nosotros. Las
mujeres cubrieron a sus niños y los apretaron contra su pecho, como queriendo
protegerlos de alguna maligna influencia, e invocaron los nombres de Jesús,
María y José. Los varones, jóvenes y no jóvenes, pusieron toda su atención
sobre el cerro, como imaginando aquellas danzas macabras y la fiesta de lujuria
que contara don Concepción. No faltaron
mozos, quienes, suspirando, exclamaron: ¡Cuánto hubiera querido ser uno
de esos gansos! ¿Cuál de ellos?, inquirió alguno, en son de sorna.
El camión siguió su camino,
levantando en su rodar un poco de polvo que el aire disipaba rápidamente.
Personalmente me expliqué el porqué del sentimiento tan religioso de esa
población y su profunda fe en la “Cruz de Motupe”, legado de ese buen ermitaño,
depositario del sufrimiento de propios y extraños.
Me acurruqué como pude sobre los
costales de yute y me dispuse a dormir un poco,
preguntándome, ¿cómo será el sabor del néctar del cactus? Don Concepción elevó su mirada hacia el
firmamento, como queriendo empezar a contar las estrellas que iban apareciendo.
El viaje continuó por las rutas de las tierras del “Señor de Sipán”: Jayanca,
Pacora, Íllimo, Muchumí Túcume,
Lambayeque, Chiclayo, destino de mi viaje.
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