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jueves, 3 de enero de 2013

EL DESPERDICIO: HÁBITO Y SUBCULTURA



El desperdicio: hábito y subcultura

Vivimos quejándonos de todos y, muy a la castellana, gustamos de las charlas en los cafés para exponer nuestras más acres censuras a todo títere con cabeza que se cruza por el frente y, mejor, exponiendo los más audaces planes que “los inútiles” de los gobernantes, gerentes o directores, son incapaces de imaginar para mejorar la dolida situación del país, de las instituciones o de las empresas. Deploramos la  ingenuidad con la que  las mayorías se dejan seducir por los lobos con piel de cordero y exigimos libertad y democracia, aunque no la practiquemos en casa. Como hacen algunos comunicadores sociales, damos lecciones a todos y en todo, dejamos discurrir el tiempo y alargamos la taza de café, mientras las agujas del reloj corren a su gusto. Es decir, desperdiciamos tiempo y garganta en un ocioso ejercicio de “crítica” social o política, cuando lo atinado sería  asumir actividades concretas y reales para mejorar los niveles del producto nacional y las posibilidades de la ética de gobernantes y gobernados.

¿Qué es el desperdicio?

De modo general, desperdicio es hacer inútil lo que puede ser útil para nosotros y para otros en la oportuna necesidad. Se trata de una forma de proceder. Es una conducta, que puede ser general o específica.  Es echar a la basura, lo que siendo aprovechable lo convertimos en  desecho inservible. Para nuestros propósitos es una subcultura que caracteriza a gran parte de nuestra  población, al punto de convertirse en un indicador que perfila nuestra idiosincrasia. Es conducta que tiene su causa en la abundancia, en la irresponsabilidad o en la pereza o en la deshonestidad. Una subcultura que lesiona la solidaridad que debe caracterizar la convivencia humana. El desperdicio es la causa principal de lo que eufemísticamente llamamos subdesarrollo, para evitar decir atraso. Es causa de la involución de muchas familias o individuos.
Como subcultura, el desperdicio se manifiesta por un desprecio de las conductas de ahorro, de la conservación de la propia salud, de la dignidad personal y  del respeto a los bienes colectivos; es decir, es la falta de autoestima y de consideración para con los demás.

Bueno es divertirse, pero...

Es bueno divertirse. ¿Quién puede negarlo? En nuestro medio es frecuente la invitación cordial para concurrir a un local y departir un momento libando “un vasito, no más”. En España es “un vinito”. Resulta que no es ni un momento, ni un vasito, ni un vinito; es toda una noche y una navegable cantidad de intoxicantes, de los que, luego, no se acuerdan cuanto  quedan debiendo y si la deuda fue  por consumo de whisky o de mero aguardiente. Total: un desperdicio de  neuronas, salud y dinero. Si estas estampas fueran esporádicas y muy sectorizadas, no tendrían más consecuencias que las personales o en unas cuantas familias, a las que habría que asistir por acciones públicas o privadas; pero si resultan frecuentes y generalizadas, son un posible indicador del atraso en el que está sumido un pueblo, en el que seguramente sus adolescentes y juventudes se pierden; dicho de otro modo, se desperdician las posibilidades del futuro personal, de las propias familias y del país.
En este caso, resulta obvia la triste proliferación de la drogadicción, en la que se van desperdiciando ya más de una generación, con la ignominiosa consecuencia de la corrupción en todos los sectores sociales, públicos y privados.
Servicios públicos.

Una lluvia de quejas aparece en los medios de comunicación sobre las deficiencias en la prestación o en el exceso de las facturaciones en los servicios públicos, sean de agua, luz o teléfono. Esto puede ser y es una realidad, pero también es necesario educar al consumidor, quien no está exento de responsabilidad. El desperdicio de estos servicios es parte de esa subcultura indeseable. Se permite que el agua corra a discreción en los baños, en las cocinas o en los jardines y que,  limpia y pura alimente las alcantarillas. Se olvida, fácilmente, que el agua es un recurso agotable.
Se prende el televisor al paso y se le deja vivo por puro gusto, sin televidente al frente.  Se dejan arder las lamparillas y fluorescentes como si hubiera fiesta en casa. Telefónicamente se dictan las tareas, se hacen declaraciones de amor, se comunican las novedades del barrio y, claro, en tiempos de privatización, es bueno para los capitalistas, pero malo para los usuarios que tienen urgencia en la comunicación de sus asuntos.Para consuelo, hoy en día, con las maravillas de las tecnologías, se tiene a la mano y por todos los rincones los celulares con su red privada que "no cuesta"
El único preocupado en cerrar los grifos, bajar las cuchillas o interruptores y echar llave al teléfono fijo o controlar las recargas es el que paga la factura, pero, no pocas veces, ni siquiera éste, presa de la subcultura del desperdicio.

La hora peruana, española o mejicana

Jamás he llegado a entender el timbre de orgullo con el que se declara esa excusa generalizada de la “hora de la patria” para explicar  porque cualquier tipo de actuación cultural o social no se inicia a la hora programada. Tampoco me resulta clara esa costumbre de prolongar las reuniones más allá de un tiempo de alternancias razonables. Para muchos es un signo de distinción el llegar tarde, hacerse esperar, lucir sus prendas y peinados ante los aburridos que suelen respetar la hora citada.
Esta mal llamada “hora de la patria”, inventada por sabe Dios qué cínico, ocioso,  vanidoso o soberbio, es la muestra genuina del poco valor que damos al tiempo que, como el agua, parece que nos sobrara, cuando uno y otro son escasos. Peor todavía, es tan corta la vida que desperdiciar el tiempo es como morir a pausas. Es signo de pereza y de irresponsabilidad. Es más, es señal de la poca consideración que los demás nos merecen. El asunto es que consideramos las cosas al revés. Así, de modo contradictorio, falta de consideración, en esta subcultura, es iniciar las actuaciones puntualmente, cuando las “personas distinguidas” aún no llegan, pues, según sus increíbles manías, debemos rendir pleitesía a  los “prominentes” y a las “excelencias”, en lugar que éstas se eleven como ejemplo de consideración y puntualidad. En resumen, un deleznable rezago colonial o monárquico o de marketing político, del que no queremos desprendernos.

 Honra y autoestima

Cuando nos referimos a la higiene, solemos comprender sólo la relativa al cuerpo, pero es el caso que también la higiene comprende alma y espíritu, es decir, que esa cualidad de honrar su propio nombre (muchas veces, la única herencia posible de dejar)es algo que no estimamos y que muy fácilmente echamos al tacho de basura. Esto sucede cuando no se sabe honrar las promesas domésticas o sociales o políticas. Confiamos en la poca memoria de la gente, de modo que nos dejamos seducir por el poder, el dinero y los halagos que ellos traen. He aquí el origen de la corrupción en las administraciones pública y privada.
El profesional que traiciona el juramento o la promesa que hiciera al recibir el diploma o al incorporarse al colegio profesional, desperdicia lo más preciado de su honra personal. El político, ungido por el voto de sus electores de una determinada corriente de pensamiento,  que sin mediar justificación de convicción cambia de posición por subalternos intereses, o tuerce sus deberes públicos, por lo mismo, desperdicia su honra y su autoestima; pues convierte en basura lo que debió ser tesoro de fidelidad social y ejemplo para el desarrollo generacional. Desgraciadamente, el tiempo transcurre y no superamos, aún, ese vicio, ese desperdicio.

¡Basta!

Podríamos continuar mencionando casos y estampas que acusan esta subcultura del desperdicio, pues no sólo hay desperdicio de tiempo, de bienes espirituales y materiales, de salud, de historia, de realización personal, de felicidad. ¡Ah!, de felicidad, como los momentos que robamos a la familia para departir con los hijos, los padres o los hermanos o los parientes y que regalamos fácilmente a los compinches en un “vasito, no más”. A lo mejor, también, sumidos en el trabajo o en la preocupación del éxito que creemos en beneficio de los nuestros, sin darnos cuenta que el tiempo pasa y que más tarde, nos quedará sólo la añoranza de la felicidad desperdiciada o la amargura del fracaso de los nuestros, a quienes les faltó nuestro tiempo, nuestras caricias o nuestros consejos. Ese desperdicio del tiempo que negamos al hijo o pariente en desarrollo, quien, desorientado o ilusionado por malos amigos, cayó en el vicio de la droga y se perdió para siempre. Entonces, lamentos y lágrimas.

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